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“Quise hacer un refugio para todas las personas que quieran escapar del sistema algunos días y quedarse en la soledad de la altura”, dice Carlo Eckardt (46 años), propietario de la estancia Cerro Áspero en el Abra del Hinojo, la zona serrana del partido de Saavedra, en el sudoeste bonaerense. “Acá arriba te encontrás con vos mismo, la única señal es la de tu voz interior”, sostiene para graficar la soledad extrema del refugio de montaña más alto de la provincia, a 700 metros de altura. Lo construyó él mismo.
“No hay nada más que naturaleza, animales salvajes y los silencios”, afirma Eckardt. El refugio Huellas de Amistad está en la cima del cerro El Vigilante, en el cordón serrano Curamalal. Lo construyó en una de las laderas del cerro con los restos de un viejo silo que se voló en un temporal. Está frente al Abra y al cordón de Bravard, que luego se hace de la Ventania (su cerro más emblemático es la cerro de la Ventana). “Soñé diez años este refugio y lo construí en uno”, sostiene.
Alejado de toda presencia humana, las 1500 hectáreas que tiene la estancia de Carlos, que incluyen diez de los más pintorescos cerros de la región, sólo están habitada por tres personas. “Mi madre, un empleado, yo y miles de zorros, pumas y algunos caballos salvajes”, confiesa. La naturaleza se presenta virgen, despojada de cualquier contaminación del mundo moderno. Es muy difícil llegar hasta cerro Aspero pero se convirtió en un plan de escape para quienes pretenden experimentar la soledad absoluta.
“La pandemia nos hizo trabajar mejor que nunca”, afirma Carlos. Su público es urbano, pero también de cercanía. “Nos hizo ver lo que teníamos alrededor”, enfatiza. Enclavado en una zona estratégica, la región serrana es una de las más visitadas por el turismo, luego de la costa. “Pero estamos muy escondidos, no hago publicidad, se acercan de boca en boca”, sostiene. “Las restricciones, la falta de libertad, la inseguridad, y el amontonamiento de gente son cosas que ya no se aguantan”, dice para referirse a los motivos por los cuales llegan los visitantes.
No es fácil dar con el lugar, pero parte de la belleza de la aventura radica en eso. Todos los GPS mueren a mitad de camino, y sólo sirven los mapas hechos a mano, o el consejo de los baqueanos de la zona, si se tiene la suerte de encontrarlos. No hay carteles y por momentos el camino, de tierra y piedra, se encajona en inmensas paredes de piedra, otras en túneles de vegetación espesa, a veces se cruza por arroyos de aguas cristalinas que nacen en el corazón de las montañas. Las referencias son escasas para el ojo sin entrenamiento. Es necesario estar alerta porque los zorros suelen verse atraídos por la luz de los autos.
Detrás de algunos arbustos se percibe la presencia de ciervos, antílopes y la amenaza más letal para los habitantes de esos rincones olvidados: los pumas. “Si no los molestas, jamás se acercan al hombre, pero enseña a cazar a sus crías matando ovejas”, afirma.
“Tenemos que convivir todos, animales y las pocas personas. Nosotros estamos en su territorio”, afirma Carlos. En los días de calor, suelen aparecer víboras. El invierno, en cambio, es largo y duro. Muchas veces cae nieve, y casi todos los días, la helada. En la cima, el viento arrasa y a veces el termómetro baja a diez bajo cero. “Así y todo, salís del refugio y ves la noche más perfecta”, afirma.
Una nube cercana
Diáfana, clara e irreal, utópica. La vía láctea semeja ser una nube cercana, casi al alcance de la mano. “La gente se sorprende porque es un cielo que no se ve en otro lugar”, sostiene Eckardt. “Para las personas de la ciudad, es la primera vez que ven tantas estrellas: la libertad es absoluta”, confirma. Desde lo alto de la provincia, el mapa se hace pequeño. Los resplandores en el horizonte anuncian algunas de las ciudades vecinas. En el refugio, la soledad es cruda.
La historia del refugio es también una de las atracciones. Carlos es de una familia alemana y la estancia la compró su padre. Su abuelo fue radarista del ejército alemán y cumplió funciones en Italia, llegó al país en 1949. “Nunca quiso hablar de la guerra”, recuerda Carlos. “En casa primero hablamos alemán, y después, castellano”, agrega. Vivieron en Entre Ríos y Santa Fe hasta llegar a este rincón apartado del mapa en 1983. Entonces el valle y las sierras no tenían árboles.
“Papá tuvo una visión: esconder este lugar y protegerlo”, sostiene. La férrea conducta germana se anticipó a los tiempos: plantaron miles de árboles que regaron pacientemente. Hoy, la extensión de la estancia, comprende un Abra y cerros de dos cordones, está completamente arbolada. Pehuenes, cedros, álamos, cipreses, nogales, pinos y sequoias son algunas de las variedades. “Pasaran miles de años, y muchos de estos árboles seguirán estando”, afirma.
“Siempre me gustó la montaña, a los cinco años escalé el Napostá (1037 MSNM, en Sierra de la Ventana)”, afirma. Tuvo la idea del refugio por diez años en la cabeza. “A papá siempre le gustó criar vacas”, afirma, y diversificando con la agricultura, la familia estuvo involucrada en estas producciones. En el año 2015 una cola de tornado voló un silo en Saavedra, el pueblo más cercano. “Lo corté al medio y lo fui llevando a la cima del cerro”, sostiene.
Todo lo hizo él solo. A veces, algunos amigos lo ayudaban. Un año entero necesitó para subir materiales, a pie, algunas veces, muy pocas, en cuatriciclo. El 4 de septiembre de 2016, lo inauguró. “Lo hice pensando en las personas que están cansadas del sistema, para que puedan irse y encontrar un refugio, al menos por unos días”, sostiene.
Subida ardua
La subida al refugio es ardua. Lo montaña es pura roca. Algunas vertientes agregan dificultad. Se necesitan 45/50 minutos para llegar a la cima. La pequeña construcción impacta y tranquiliza. El diseño es básico y sin fallas, la mitad del silo sirve de techo. En su interior hay espacio para veinte personas, una cocina a gas, una estufa, agua potable y utensilios para comer, a un costado, un baño químico y un chulengo. Una pantalla solar ilumina los leds que aseguran luz en su interior. Un deck se enfrenta al valle y a los cerros. La belleza es inconmensurable. Por la noche, se ven los reflejos de los ojos de los zorros y lo gatos monteses que buscan calor en el refugio. “Dormir acá arriba te hace sentir que estás afuera del mundo”, describe Eckardt.
Crítico del sistema productivo argentino, cuando murió su padre en el 2019, vio una señal. Decidió abandonar la ganadería y dedicarse de lleno al turismo de aventura. No le fue nada mal. “Estoy en desacuerdo con la hipocresía de todo el sistema, si estás adentro, te castiga con impuestos, los que trabajamos, mantenemos a los que no lo hacen, esto no puede seguir así”, afirma. Hasta dónde pudo, sostuvo su participación en la dinámica productiva nacional. “Me cansé: dejé la ganadería, me cansé de darle plata al Estado”, resume. Esa irreverencia hacia el sistema halló una respuesta en su refugio. “Acá arriba no hay piquetes, la naturaleza no te cobra impuestos”, sostiene.
“El Refugio nos da la posibilidad de acceder a un lugar poco transitado por el hombre”, afirma Marina Monje (52 años), de la vecina Pigüé (a 50 kilómetros del refugio). “Arriba, estás vos, con vos”, dice. “A veces se cree que hay que viajar miles de kilómetros para desconectar con la propia cotidaneidad”, sostiene Monje. “Estar arriba te hace sentir la inmensidad de la naturaleza y al mismo tiempo la pequeñez de la humanidad”, sintetiza. Los pigüenses y vecinos de los distritos de la zona desconocían el refugio hasta la pandemia, ahora lo frecuentan. “Mires por donde mires hay naturaleza, aire libre”, resume.
“El refugio es único porque es el alojamiento más alto de Buenos Aires”, afirma Julieta Colonnella (42 años), de Coronel Suárez, a 78 kilómetros. Subió con su familia, esposo y dos hijos. “Cuando empecé a subir pensé que no lo iba a lograr, pero cuando llegué arriba, sentí alegría y emoción”, confiesa Lucía (10 años). “Con este primer ascenso, nos animamos a volver juntos y subir cerros de mayor altura”, afirma Colonnella.
“El Abra del Hinojo, camino al refugio, te permite meterte dentro de las sierras”, sostiene Jorge Coudrec (74 años), quien llegó hasta la cima. “Cualquier persona que pueda caminar, puede subir, ¿el secreto? Tomarte tu tiempo para asimilar la belleza del paisaje”, aconseja Coudrec, vecino de Pigüé. “Estamos acostumbrados a relacionar Buenos Aires con la llanura, pero no es así, también hay altura”, sostiene.
“Mi sueño de niño fue poder dormir bien alto y mirar el amanecer”, confiesa Eckardt. Frente al refugio, el sol nace detrás de la montaña, en una ceremonia natural única e íntima, al rato esa luz dorada baja al valle. Cumplió su sueño, y comparte la visión con los solitarios que se acercan para escaparse del mundo y su velocidad.