Así está hoy la casa del horror, el lugar donde Ricardo Barreda mató a toda su familia
En La Plata, en la mansión ubicada en la calle 48 entre 11 y 12, hubo vida, mucha vida. Hubo planes, hubo proyectos, hubo sueños. Una mesa familiar, un consultorio, dos autos, fotos, cuadros, utensilios, discos, cepillos de diente y ropas. Todos estos objetos parecen congelados en el tiempo. Abandonados, arrasados, tapados por escombros o tierra, pero visibles al fin, nos permiten viajar en el tiempo, 25 años hacia atrás, a un mediodía de un domingo, en noviembre.
Con el expediente en mano y con la autorización judicial correspondiente, un equipo de Telefé Noticias de la sección Escenarios abrió la casa por primera vez.
Los estampidos de la escopeta no están, pero es fácil imaginarios. La dinámica de los hechos y la secuencia del ataque no dejan dudas. En esa casa, un día, ese día, hubo una cacería descomunal. El odontólogo Ricardo Barreda había elaborado un plan y lo cumplió a a la perfección.
Inspiró parte de su acto criminal en un curso sobre homicidios dirigido para abogados en el que se había inscripto un mes antes. Se formó como criminal, se educó como asesino. Y en minutos, cargando y descargando una escopeta Víctor Sarrasqueta calibre 16, dio inicio y cierre a un cuádruple femicidio descomunal.
Sus primeras víctimas fueron su esposa Gladys Mc Donald y su hija Adriana Barreda. Ellas fueron ejecutadas sin posibilidad de escape, debajo de un termotanque y de una pileta de lavar la ropa. Después fue el turno de la suegra Elena Arreche, abatida en un pasillo. Por último, la asesinada fue Cecilia, la otra hija del dentista.
Fue un ataque artero. Ninguna de las mujeres tuvo chance de salvarse. Como dijo un perito que participó de la grabación de Escenarios, ese día, Barreda disparó una y otra vez a cada víctima, como si se tratase de conejos que debía cazar. Así de cruel.
Después, el criminal intentó fingir un robo. Sin importarle nada la vida de su familia, siguió su faena pos femicida descargando ira, adrenalina homicida. Fue al cementerio a ver a sus padres. Fue el zoológico a darle de comer a las jirafas; "Eso me calma", diría después. No conforme, buscó a su amante y tuvieron relaciones. Su goce terminó en una pizzería donde celebró lo que había hecho brindando con una porción de fainá y un moscato.
El criminal se entregó rápido. Su estrategia fue justificar lo que había hecho con el argumento que su familia lo torturaba, lo tildaba de "conchita", y no lo dejaba vivir. "Hice un acto de justicia", llegó a decirle a los jueces. Es más, parte de su plan fue hacerse pasar por un alienado mental. Casi le creen. El fallo que lo condenó fue dividido. Una jueza se inclinaba por declararlo inimputable.
Le dieron la pena de prisión perpetua por tres homicidios agravados y un homicidio simple, el de la suegra.
En esa época, la Argentina asistía a un componente machista, que incluso llegó a plasmarse en las calles con pintadas callejeras donde lo vitoreaban bajo el mote de "Conchita héroe".
Hoy, 25 años después, la recorrida por el lugar, el latir de cada crimen, los relatos de cada vida, permiten asegurar que Barreda fue, es y será un cuádruple femicida despiadado. No mató porque se burlaban de él, mató porque es un femicida. Vio en cada víctima un objeto, una cosa. Hoy 25 años después, la nueva ley lo hubiese sentenciado a reclusión perpetua por cuádruple femicidio. Pero no fue así. Está libre, tal vez senil. Al principio de su libertad, algunos lo paraban para felicitarlo. Hoy, no existe, nadie lo mira. Aunque esté vivo, Barreda está muerto.
Andrea Schellemberg y Mauro Szeta
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