Luego de más de dos décadas desde su cierre, hoy comienzan a vislumbrarse signos de cambio, de reactivación de un coloso, de un volver a nacer de las emblemáticas Tiendas Harrods. Muchas veces se intentó y no se pudo. ¿Será éste el intento definitivo por devolverle a la ciudad uno de sus grandes íconos? "Yo me animo a dejar esto como estaba antes, para que se pueda abrir dentro de dos años", augura a LA NACION, con no poco entusiasmo, Ángel Amado Píccolo, uno de los más importantes restauradores del mundo que se atrevió con joyas como el palacio de la Embajada de Francia, la Sindicatura General de la Nación, la sede de la Curia de la calle Suipacha, la Embajada de Brasil y, en dos oportunidades, se sumergió en la mismísima Casa Rosada.
A los 75 años, este argentino, de origen italiano, desborda pasión por su trabajo al punto tal de derramar lágrimas de emoción al contar sobre su arte y sobre cómo dejará a las "queridas Tiendas Harrods" como amorosamente se las menciona en el letrero de obra que da a la calle Florida, y en el que se anticipa la apertura del comercio, más un hotel de cuatro estrellas en los pisos superiores del edificio. Ver para creer. Esta vez parece que va en serio. Con viento a favor, en 2020 la ciudad podría volver a contar con esta emblemática casa que vio desfilar a generaciones enteras de argentinos y turistas.
Desde hace dos décadas, duele pasar por sus puertas y solo confrontar abandono. Una postal que radiografía persianas cerradas y letreros descascarados con sus lámparas rotas enmarcando el clásico logo de su marca. Hasta se puede percibir el intenso olor a humedad que emanan sus muros. En estos más de veinte años de decadencia era común ver escapar de sus hendijas algún que otro roedor que se le atrevía a la multitud que pasaba por la calle (adentro se contaban por cientos). Justo allí, en ese sitio que fue sinónimo de refinamiento.
Cuesta entender cómo esos 55.000 metros cuadrados llevan tanto tiempo desamparados, exhibiendo la decadencia de algo que fue y ya no es. Óxido sostenido en el recuerdo de los que las nieves del tiempo platearon su sien y, ñata contra el vidrio, intentan recrear en sus retinas ese pasado rimbombante. ¿Quién no pasó por sus puertas y se atrincheró haciendo sombra con las manos en los cristales para poder pispiar el interior y rememorar aquellas buenas épocas? En algún escaparate hasta era posible observar algún maniquí mutilado que supo exhibir, en vida, prendas de alta costura. Esa fue, y en parte todavía es, la foto porteña de las Tiendas Harrods, luego de su cierre. Hasta hace un tiempo, se divisaba desde la avenida Córdoba, la calesita ubicada en el cuarto piso donde funcionaba la peluquería infantil. El viejo carrusel, detenido para siempre, rememorando esa infancia de pantalones cortos y zapatos lustrosos que se acercaba en diciembre para tomarse la foto con Papá Noel o con los Reyes Magos. Ir a Harrods era un gran paseo. Un muy buen plan.
Pintura a la cal y pisos de roble de Eslavonia
La gloria dio paso al ocaso. Pero hoy, el camino se desanda en sentido inverso. Ya se pueden apreciar algunos frentes restaurados a la cal, técnica milenaria enarbolada por el prestigioso profesional: "En Europa todo se pintó a la cal y por eso los grandes edificios trascendieron los siglos. Yo no uso pintura. Acá la técnica es como la de hace cinco mil años", dice Ángel Amado Píccolo, quien está asociado a una empresa que se encarga de la faena gruesa, mientras él se ocupa del trabajo fino vinculado a recrear estilos, formas, molduras y brillos originales. "Lo primero es saber cómo fue. Sacar la foto del pasado. Mi tarea es dejar el edificio igual a como estaba. La planta baja va a quedar idéntica a su estado original y se colocará una fuente que conectará los pisos".
Recorrer los amplios salones deshabitados de este emblema declarado Patrimonio Histórico de la Ciudad, guiado por el notable restaurador -a quien el propio Juan Domingo Perón le encomendó pintar su casa de la calle Gaspar Campos en Olivos- es un viaje en el tiempo donde se percibe aún un universo de buen gusto de esta tienda departamental, antecesora de la modalidad shopping que modificó los hábitos de consumo. Traspasar las coquetas puertas de boiserie y cristal que dan a la calle San Martín es casi como sumergirse en el mundo de Edgar Allan Poe, ingresar en La caída de la Casa Usher; o en el derrumbe de una burguesía chejoviana. "Cuando llegué, el edificio estaba devastado. Entraba agua por todos lados, no se podían encender las luces. Tenía el deterioro letal de tantos años sin uso"., recuerda Ángel Amado Píccolo mientras muestra el proceso de reparación de suelos y se enorgullece al señalar que la superficie ya está firme: "Voy a restaurar todos los pisos de roble de Eslavonia. Van a quedar igual a como estaban originalmente", se ufana.
La planta baja está prácticamente despojada de mobiliario. En cambio, el primer piso, es una suerte de depósito de mostradores, maniquíes, cajas registradoras, y hasta guirnaldas navideñas. El polvo todo lo cubre. Pátina gris que le otorga un aura misterioso al espacio. Es impactante transitar el edificio. Hasta es posible imaginar el murmullo de tiempos de opulencia y actividad. Se lo percibe. ¿O estoy soñando? Las escaleras de mármol conducen a cada una de las plantas. En el segundo piso, aún hay letreros que anuncian ofertas y hasta una indicación de prohibido fumar en ese sector. Un cristal lleva impreso la palabra patisserie, preámbulo de lo que fue el salón de té que vio desfilar a Jorge Luis Borges.
Los coquetos ascensores, de definido estilo inglés, ya no funcionan. Anclaron con sus puertas abiertas en la planta baja. Para acceder al primer subsuelo, es necesario encender las linternas de los teléfonos celulares, que no existían en tiempos de gloria de Harrods. Por arte de magia, aparecen frente a las retinas los viejos sillones de barbero. Escena teatral. Espejos opacos y mármoles que aún se atreven a impresionar al visitante. Increíble, aún por allí descansa una brocha de afeitar. ¿Acaso será la que se utilizada para rasurar a Adolfo Bioy Casares, habitué de la peluquería?
"Aquí está todo el mobiliario original: mostradores, muebles. Listo para volver a usarse", augura Píccolo. La obra ya está en marcha y eso permite imaginar que esta vez Harrods abrirá sus puertas. "Hay un promedio de quince personas trabajando en esta etapa previa. Pero se necesitarán 1000 obreros para iniciar la obra".Poner en valor el edificio tiene un costo importante. "Esto sale entre 150 y 200 millones de dólares. Arreglarlo cuesta lo mismo. Este es el mejor lugar de buenos aires, por eso vale tanto. A tal punto que me enteré que pasó, en automóvil, la señora del actual presidente y se lamentó por ver todo cerrado".
La leyenda dice que el dueño de Harrods es Atilio Gibertoni, un argentino del que poco se sabe y que elige el perfil bajo. El empresario aún tiene en su poder un contrato vigente por el cual puede continuar explotando la marca. Su figura es tan fantasmal como los espectros que dicen que merodean por los amplios salones de la tienda, donde se rodaron varios filmes argentinos como La vendedora de fantasías, protagonizado por Mirtha Legrand y dirigido por Daniel Tinayre; o El tío disparate con Carlitos Balá y las Trillizas de Oro, dirigido por Palito Ortega.
Londres - Buenos Aires en 1914
A pesar de su estirpe anglosajona, fue un símbolo de Buenos Aires. De una Buenos Aires que miraba a Europa y que se ufanaba de poseer algo de Londres, y mucho de Madrid y París. Mixtura elegante, sofisticada. Será por eso que la única tienda Harrods fuera de su ciudad de origen se abrió en Buenos Aires en 1914. Allí, en la manzana delimitada por Florida, la más tradicional de las calles porteñas, Paraguay, San Martín y Córdoba, se levantó el imponente edificio con reminiscencias a una elegancia de siglo XlX. Por aquellos tiempos, ya funcionaba la otra gran tienda, Gath & Chaves, y Florida era peatonal solo en los horarios de apertura de sus comercios. La emblemática arteria era transitada por la aristocracia que se había mudado al norte de la ciudad luego de la epidemia de fiebre amarilla. El señorial edificio de Harrods competía en elegancia con los cercanos Palacio Paz, Palacio Ortiz Basualdo y Palacio Anchorena. Verde inglés en sus persianas, bronces en sus apliques exteriores y vidrieras imponentes para lucir distinguidamente y generar ese deseo aspiracional de pertenecer a una elite posible. Tiempos de costumbres exquisitas donde llegar al Centro era un acontecimiento social y cultural que implicaba una vestimenta acorde. Ellas, pollera y zapatos altos. Ellos, traje y sombrero.
Las tiendas abrieron en un país con anhelos de grandeza. Las persianas se levantaron en un año intenso, como todos, en la dinámica social, política, y cultural de la Nación. Ese año, murió el presidente Roque Sáenz Peña, a causa de una enfermedad que, incluso, lo llevó a hospedarse en la mismísima Casa de Gobierno para evitar el desgaste de los traslados. En 1914, tiempos bélicos en el mundo y de neutralidades argentinas, se extendió la Línea A del subterráneo desde Plaza Miserere hasta Caballito; el censo confirmó que la población era de ocho millones de habitantes; abrió el lujoso edificio del Club Naval (pegado a Harrods); se creó la Academia de Ciencias Económicas; y el Dr. Luis Agote logró un notable avance científico al posibilitar que se puedan hacer transfusiones de sangre sin que ésta se coagulase. Además, murieron el cura Gabriel Brochero y Jorge Newbery; Manuel Gálvez publicó La maestra normal, y visitó el país el ex presidente norteamericano Theodore Roosevelt. Ajetreado 1914. Mientras todo eso acontecía, en Florida 877 se inauguraba la única sucursal fuera de Inglaterra de los almacenes creados por Charles Henry Harrod en el londinense barrio de Knightsbridge.
Llegar a Harrods era un paseo integral de varias horas. Las familias adquirían en las tiendas todo lo necesario para la indumentaria de los adultos y de los chicos; pero también vajilla, ropa de blanco, enseres domésticos, maquillajes, y hasta discos y juguetes. Además, era posible pasar por la barbería masculina y el elegante salón de té. Todo desparramado en varias plantas que se conectaban por escaleras de mármoles y los ascensores con apliques de bronce. En el centro, un gran espacio libre permitía ver, en forma de óvalos, los balcones de cada piso. Una lámpara, que aún cuelga, le daba el toque de distinción.
El don de restaurar
"Mi oficio viene de mis antepasados. Pero, sobre todo, lo aprendí en la Universidad del Litoral en Santa Fe. Ahí estudié velados, todo tipo de restauraciones, imitaciones en mármoles y madera, nacarados. Yo quería ser cura, pero en el seminario los sacerdotes vieron mi pasión por este oficio y me enviaron a estudiar", explica Ángel Amado Píccolo sobre su don. "Restaurar es un arte. Me atraen los edificios antiguos porque están bien hechos. Acá, uno de 50 años es considerado viejo. En Europa, tienen miles de años y son nuevos".
Cuando terminó la restauración de la Curia, Píccolo tuvo el privilegio de darle, en mano, las llaves al Papa Juan Pablo ll. Y Juan Domingo Perón lo consideró el mejor pintor de la Argentina. "Me di el lujo de pintar todos los hoteles, los bungalows y la capilla de Chapadmalal. No me querían dar ese trabajo porque decían que era muy joven. Pero lo hice. Y salió todo bien. Me gustaría volver a hacerlo", dice este hombre que no se cansa de generar proyectos, que es padre de tres hijos, abuelo de cuatro nietos, y al que su mujer lo echó de la habitación por sus hábitos madrugadores: "Me levanto a las cuatro de la mañana para escuchar el silencio en el jardín". Ángel explica que aún siente emoción por su trabajo y que tiene "energéticamente, 27 años; mentalmente, 30; y corporalmente, 75".
Poner en valor las Tiendas Harrods es el gran desafío que hoy lo apasiona y por el que trabaja de sol a sol. "La gente se acerca, pregunta cuándo estará lista la obra. Incluso los turistas golpean la puerta para entrar a pasear. Muchos nos dicen que venían de chicos a tomar el té o el café con leche. Yo también lo hacía. Cuando era niño vivía en Gálvez y veníamos con mi familia a pasear a Harrods", concluye este elegante caballero de sombrero que bien podría ser un cliente de aquellos años dorados de una tienda, una Buenos Aires, de esplendor. 2020 parece ser el año de la reapertura. Las promesas fueron muchas. Esta vez, el impulso toma bríos renovados. Con viento a favor, Harrods volverá a levantar sus cortinas verde inglés y a devolverle a la ciudad parte de aquella distinción perdida.
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