Hace unos días, el pequeño Severino tomó un libro de mi mesa de luz. Un libro horrible, de un autor pésimo, además de reaccionario y megalómano, que llegó hasta allí por esos azares de la vida y al que alguna vez le di una mirada con morbosa curiosidad. Por pereza para poner orden, el pretencioso ensayo continúa en una pila que concita más polvo que lecturas. "Hacelo pedazos", le dije al pequeño Seve, en tono de broma. Una broma que, claro, entendía yo solo. Vera, mi esposa, en ese momento entraba en el cuarto con su mascarilla facial color terracota. "No le digas eso", me aconsejó con seriedad antes de regresar al baño.
Siempre tomo en serio las palabras de Vera, en especial sus consejos para la crianza de nuestro hijo. Aunque ella no está mucho con él por sus exigencias profesionales en una petrolera líder, jamás desatiende sus necesidades. No pocas veces, antes de irse a la oficina, me deja una guía tentativa con actividades para hacer con Seve.
Y tenía razón Vera. Severino no advierte aún las ironías. Y la literalidad de mis dichos lo inducía a una acción violenta. Que podría haber ejecutado incluso como una gracia. Por suerte, mi hijo no rompió el libro. Pero me dejó meditando sobre cómo hay que conducirse ahora con él. Me refiero a que está en un escalón del aprendizaje en el que no capta todavía los matices decisivos del habla, pero entiende casi todo. Y aunque no lo entienda, igual lo repite. Sin haber leído demasiado sobre el desarrollo del lenguaje en los niños, creo que atraviesa esa edad festiva en que se asombra de sus propias capacidades. Se da cuenta de que lo puede decir todo y lo dice.
Es momento, recapacito, de ser cauto con cada frase que uno va a soltar. Nada de chistes sarcásticos. Y nada de malas palabras de alta graduación. Los niños y las niñas parecen experimentar un placer especial con las puteadas. Les encuentran quizá una musicalidad seductora. O simplemente intuyen la transgresión. Hace poco, mientras lo cambiaba a Severino, lancé un insulto de los más picantes porque se habían agotado los pañales a una hora muy inconveniente. Como un eco, Seve multiplicó la maldición al infinito, sin perder su sonrisa intrigante. La maldad de los niños es la peor. Calculo que gozaba con mi zozobra, mi no saber cómo enmendar la macana. Acababa de pulsar enviar al destinatario equivocado. Al único que no debía leer el mensaje. Y no había vuelta atrás. Me hice el gil, como se dice. Fingí ignorar lo evidente (lo han hecho los padres desde el comienzo de los tiempos) y así reduje su entusiasmo hasta que se olvidó del mantra.
Los niños y las niñas parecen experimentar un placer especial con las puteadas. Les encuentran quizá una musicalidad seductora. O simplemente intuyen la transgresión
La reiteración en público de un desborde verbal privado es un tópico delicado. Acostumbrado a que las palabras rozaran sus oídos y siguieran de largo, ahora me mantengo alerta. En especial, morigero las opiniones adversas sobre otras personas –mejor dicho, personas cercanas: verbigracia, mi suegra–, por mucho que pueda fundamentarlas.
Otro tanto sucede durante esas ocasiones excepcionales en que discuto con Vera. Antes, Seve estaba allí, notando a lo sumo un cambio en el tono de voz. Ahora pesca sentidos. A veces, sentidos parciales, que es más grave. En cualquier caso, sí se entera de que las cosas no están bien entre sus padres, que la casa ha alterado su armonía habitual. ¿Se dará cuenta de que es momentáneo o lo abrumará la angustia al suponer que es definitivo?
Atravieso ese momento de la crianza en que el hijo adopta por momentos el perfil de un intruso. Mi situación, después de todo, es leve y llevadera. Conocí a un señor en vías de divorciarse –y con nueva pareja– que no mencionaba delante de su hijo el auto que se había comprado. Temía que su vástago le llevara la noticia a su ex (la madre en cuestión) y eso derivara en reclamos pecuniarios.
Es un trance difícil. Espero que Vera sepa cómo proceder y no me derive a la palabra impresa de los especialistas, como hizo en otras oportunidades.
Por lo pronto, decidí no ventilar delante de Severino asuntos de los que no pueda hacerse cargo, que sean ajenos a su pequeño y rico universo en construcción. Respeto y protección. Sería un buen lema. ¿Podré?