Los atletas dicen que, a diferencia de otros deportes en los que la adrenalina juega un papel protagónico para lograr el éxito, en el buceo libre la clave está en la relajación y la meditación
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“Cuando descendés 100 metros no hay luz del sol. Está oscuro y cada uno de tus pulmones se encoge al tamaño de una pelota de tenis. Tratas de darle tranquilidad a tu mente, mientras ella está convencida de que te estás muriendo”. La buceadora turca Sahika Ercumen fue una de las muchas atletas que compitió en el Campeonato Mundial celebrado hace unas semanas en la isla de Roatán, a unos 65 km de la costa norte de Honduras.
A pesar de su reputación de ser un deporte duro que requiere que los que lo practican aguanten su respiración durante largos periodos de tiempo a medida que descienden a las profundidades (donde la presión puede llegar a ser 10 veces la de la superficie), su popularidad parece estar aumentando.
En parte, gracias al documental de Netflix “La inspiración más profunda”, en el que se cuenta la trágica historia de amor de la buceadora italiana Alessia Zecchini y su compañero, el buceador irlandés Stephen Keenan. Pero también pareciera estar formándose un vínculo entre este deporte y la comunidad del mindfulness o atención plena.
Los atletas dicen que, a diferencia de otros deportes en los que la adrenalina juega un papel protagónico para lograr el éxito, en el buceo libre la clave está en la relajación y la meditación. “Si tratas de pelear contra el océano vas a perder”, dice Ian Donald, instructor de buceo libre de Freedive UK.
“No podés quererlo demasiado y no podés estar demasiado nervioso. Es un deporte difícil si no lo disfrutas y no te dejas llevar”, dice Yagmour Ergun, otro apneista turco. Las profundidades del océano pueden ofrecer oportunidades para probar los límites de la resistencia humana que pueden ser tan fascinantes como los del espacio.
En 2007, con la asistencia de un peso metálico, el buzo australiano Herbert Nitsch logró descender 253,2 metros. Pero la pregunta persiste sobre a qué profundidad puede llegar un ser humano. Y aunque puedas pensar que la parte más difícil de una inmersión es descender, la mayoría de los accidentes ocurren en el ascenso a la superficie. Es aquí cuando el oxígeno de ese único aliento se empieza a desvanecer. Pero, entonces, ¿cuál es el encanto de este peligroso deporte? Hablamos con algunos buceadores e instructores élite de apnea para intentar entenderlo.
Caída libre
“¿Te acordás de cómo era aguantar la respiración debajo del agua, en total oscuridad, en lo que parecía durar para siempre?”, le preguntaba el campeón del mundo William Trubridge a su audiencia durante una charla TEDx en 2018. “Lo hicieron todos, fue la primera vez que aguantaron la respiración y terminó con su nacimiento”, agregaba.
Las inmersiones competitivas de apnea no duran mucho. Alexey Molchanov rompió el récord en Honduras marcando 4 minutos 37 segundos. El buzo se prepara acostándose de espaldas, meditando y controlando su respiración. Cuando está listo, toma una última bocanada y empieza el descenso de cabeza.
Inicialmente, el buceador tiene que luchar contra la flotabilidad que lo volvería a traer a la superficie. Sus pulmones se comprimen de manera gradual debido a la presión del agua y al llegar al noveno metro estos se reducen a la mitad de su tamaño. La densidad del cuerpo incrementa y, cuando alcanza la misma densidad del agua, el buceador logra una flotabilidad neutra. Es decir que, si llegara a parar aquí, simplemente flotaría.
“Más allá de este punto, tenés que dejar parte de ti mismo atrás, tu historia, esperanzas, arrepentimientos y preocupaciones. De este punto en adelante solo estás tú y el momento presente”, cuenta Trubridge. Después de un par de brazadas más, el buceador alcanza la flotabilidad negativa y empieza a descender en caída libre. Esta caída libre en la oscuridad es lo más cercano a perderse en el mar, pero muchas veces la describen como la mejor parte del viaje.
Los humanos están sorprendentemente bien adaptados a aguantar la respiración debajo del agua. Contamos con algo que se llama el “reflejo mamífero de inmersión”: una reacción al agua fría alrededor de la cara que desacelera el ritmo cardíaco y envía la sangre de nuestras extremidades al tronco de nuestro cuerpo. Tanto los delfines, las ballenas y las focas tienen el mismo reflejo. Nos permite mantenernos conscientes por periodos más largos de tiempo bajo el agua.
Pero las profundidades no son nuestro hogar. Los buceadores que se quedan sin oxígeno sufren pérdida del conocimiento, mientras que la presión puede causar daño a los pulmones. A veces, se pierden buceadores.
En 2015, una de las mejores buceadoras del mundo, Natalia Molchanova (madre de Alexey Molchanov), desapareció durante una inmersión relativamente superficial en Ibiza. Su cuerpo nunca fue hallado. Pero no todo el buceo a pulmón se hace en condiciones así de extremas, y la tradición de aguantar la respiración se extiende por miles de años.
“Se completa tu conexión con el mar”
A lo largo de la historia, el buceo a pulmón se usó para buscar comida. Durante siglos, las personas se metieron en el mar para buscar criaturas marinas, esponjas y perlas. Generaciones de pescadoras de la isla Jeju, en Corea del Sur, aprendieron esta habilidad y, en la comunidad Moken de Tailandia, en el océano de Andaman, las personas empiezan a bucear desde niños.
Incluso, la gente nómada y marítima de Bajau, en el sur de Asia, desarrollaron bazos más grandes para bucear, según reveló información de investigaciones publicadas en 2018. Un bazo más grande hace que una persona tenga más oxígeno disponible en la sangre para bucear.
El buceo libre se popularizó en Europa durante el siglo XX. En 1949, Raimundo Bucher fue el primero en establecer un récord al descender 30 metros en el Golfo de Nápoles. Entre 1960 y 1974, el siciliano Enzo Maiorca rompió varios récords y fue la primera persona en descender 50 metros.
En 1976, el francés Jacques Mayol fue el primero en romper la barrera de los 100 metros. Mayol había nacido en Shanghái e incorporó el yoga y la meditación a su práctica de buceo. El instructor Ian Donald dice que el buceo de apnea es una manera de experimentar el mar de la manera más pura.
“Los animales te tratan de manera muy distinta, se te acercan mucho más e interactúan con vos. No tenés burbujas, por lo que podés escuchar el sonido del arrecife, los clics que hacen los delfines y los peces que comen mejillones. Se completa tu conexión con el mar”, dice.
La turca Sahika Ercumen habla de los beneficios psicológicos del deporte, argumentando que el buceo es la “herramienta de desarrollo personal más efectiva, equivalente a 10 sesiones de terapia”. Pero aunque se está popularizando, sigue siendo un deporte de nicho y no tiene mucho soporte financiero. En 2023, se incluyó en los Juegos Mundiales, reconocidos por el Comité Olímpico Internacional, pero aún no se considera un deporte olímpico. Lo cual quiere decir que muchos buceadores tienen que entrenar y competir en su tiempo libre.
La turca Yagmour Ergun, quien estableció varios récords, dice que tiene lo que se necesita para competir contra atletas de talla mundial, pero le falta el soporte financiero para poder renunciar a su trabajo. “La razón por la que compito sin aletas es porque no me las puedo pagar. Un par cuesta 3000 liras (US$1120)”, dice.
Pero el deporte sin duda está generando más atención y la pregunta de a qué profundidad puede llegar el cuerpo humano tiene un encanto universal. “A diferencia de una montaña donde hay una cima definitiva, no hay un fondo definitivo. Nadie nunca va a poder bucear hasta el fondo de la fosa de las Marianas, así que, ¿qué tan lejos pueden llegar?”, pregunta Ian Donald.
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