Antony Beevor: “La guerra atrae y repele; fascina a la gente como todas las situaciones extremas en las que hay sufrimiento”
Reinan el silencio y la placidez en torno a Antony Beevor (Londres, 1946), el Señor de la Guerra, el gran historiador militar, que recibe a mediodía en el salón de un hotel de Madrid en un ambiente completamente distinto al de sus libros. Es difícil hablar con él, sin embargo, sin escuchar el estrépito de la artillería, el chirriar estremecedor de las cadenas de los tanques y el fuego en estacato de las ametralladoras, punteado por los gritos del combate y los lamentos de los que resultan alcanzados por las balas o la metralla.
Beevor está doliente. Sufre lo que podríamos denominar una herida de guerra: una luxación en el brazo de tanto firmar ejemplares –más de 2000– de su último libro sobre la batalla de las Ardenas (Ardenas, 1944, la última apuesta de Hitler, Crítica) que ha requerido los cuidados de un fisioterapeuta. Pero su ánimo es tan entusiasta como siempre, su fino humor está intacto y su conversación resulta tan apasionante que a menudo uno tiene que pellizcarse para recordar que no está metido en un foso de tirador excavado apresuradamente en la nieve esperando la acometida de un Tiger, aferrado a la fría bazuca y tratando de visualizar el punto débil del monstruoso blindado. ¡Es la guerra!
–Veo por su agenda que no acudió a las celebraciones de Waterloo.
–En cierta manera he participado. El 18 de junio fui al banquete de la victoria que instauró Wellington en conmemoración de la batalla y que se había dejado de celebrar tras su muerte. Acudimos 74 personas, el mismo número del formato original; aunque entonces eran todos generales, la ha recuperado Charles Wellesley, el actual duque de Wellington. Se recreó un menú de la época, y un benefactor incluso aportó un vino de 1815.
–Es bueno recordar Waterloo aunque sea bebiendo; según las últimas estadísticas, el 73% de los británicos no tienen ni idea de la batalla y algunos creen que la ganaron los franceses… A propósito, ¿qué hay de su libro sobre Napoleón?
–Creo que ya no lo escribiré. Me di cuenta de que tras 35 o más años en la II Guerra Mundial sería demasiado empezar de nuevo en otra biografía. Además, un buen amigo mío, Adam Zamoyski, va a escribir otro libro sobre Napoleón, y no me gustaría entrar en un mano a mano con él.
– Sería cosa de ver a los dos historiadores, el inglés y el polaco, en plan duelistas.
–Jajaja, exacto. Aquella cena del año pasado en la embajada británica en Francia, cuando decidí no escribir sobre Napoleón, tuvo una parte muy agradable cuando dos historiadores me dijeron: "Queremos darte las gracias en nombre de todo el gremio porque has conseguido que los editores incrementen una barbaridad los adelantos a los autores de historia militar". Quizá por eso los colegas suelen ser siempre muy amables conmigo.
–Ardenas. ¿Fue una batalla a la altura de las grandes de la Segunda Guerra?
–Fue lo más cercano a Stalingrado en el frente occidental, con la salvedad de que no se desarrolló en una ciudad. Pero hubo una intensidad de combates, unas atrocidades y un frío comparables.
–¿Cuál es su historia favorita de las Ardenas? ¿Los paracaidistas de la 82ª Aerotransportada que usaban los cadáveres congelados de los alemanes como sacos terreros? ¿La vaca lanzada sobre un tejado por los cohetes de los Typhoon?
–Tantas… Es como elegir qué hijo prefieres.
–Una de mis anécdotas favoritas de sus libros es la de la compañía estadounidense a la que el Día D en Normandía dejan colgada en su lancha de desembarco al costado del buque nodriza británico justo donde desaguan todos los retretes del barco.
–Sí, aguantaron las descargas durante horas y llegaron luego a la playa literalmente cubiertos de mierda. El oficial estadounidense al mando estaba convencido de que era premeditado: algo que los ingleses habían querido hacer desde 1776, y al final lo lograron.
–Tengo que preguntarle por la polémica que provocó su colega sueco Christer Bergström con su libro. Afirma que la ofensiva alemana tenía posibilidades.
–En absoluto. Ni siquiera los propios generales alemanes lo creían. Hay un consenso total de que fue una locura de Hitler. Nunca hubo ninguna oportunidad de vencer.
–En conexión con ello está la supuesta capacidad de Hitler como jefe militar.
–Muy al contrario, los aliados consideraban que los beneficiaba que Hitler estuviera al frente de los ejércitos alemanes, y por eso cancelaron la operación Foxley, en la que un francotirador debía matarlo durante su paseo en solitario en el Berghof: se dieron cuenta de que era mejor que siguiera vivo y dirigiendo él la guerra. Stalin también renunció a matarlo, aunque por un motivo diferente: pensaba que mientras estuviera vivo los Aliados occidentales no pactarían con los alemanes.
–De Ardenas retenemos la imagen icónica de los Panzers que emergían de los bosques nevados.
–No era la primera vez que los alemanes avanzaban a través de la zona: lo habían hecho en 1870, en 1914, en 1918 y en 1940. En 1944 estaban de vuelta y curiosamente nadie lo imaginaba. En 1940 los soldados Aliados describían los tanques de Guderian como "elefantes saliendo de un zoo infernal". En 1944 era un espectáculo más Jurásico.
–Las Ardenas tiene un dramatis personae muy extenso y variopinto. ¿Qué opina de Peiper, encargado de liderar una de las puntas de lanza del ataque de Hitler?
–Era un hombre muy atractivo, el ideal de oficial de las SS; en el Este a su unidad, el segundo regimiento de granaderos panzer de la división Leibstandarte, la llamaban "el batallón del soplete". Lo incendiaban todo.
–Otro personaje destacado es Otto Skorzeny, jefe de comandos favorito de Hitler que rescató a Mussolini en el Gran Sasso en 1943.
–No se debería exagerar su contribución. En realidad, su aporte a la batalla fue sólo provocar caos, haciendo reaccionar en exceso a la seguridad aliada con sus hombres disfrazados de tropas estadounidenses.
–Un individuo inesperado que corre por su libro es Hemingway, con algunos momentos de contrapunto humorístico.
–Sí, porque si no la batalla es insoportable, demasiada devastación.
–El retrato que hace en su libro sobre Omar Bradley es muy negro.
–Las Ardenas no fue su mejor hora, desde luego. Se sentía culpable de que los alemanes lo hubieran tomado desprevenidos. Y como Eisenhower le dio orden a Montgomery de mandar el flanco norte, poniéndolo por encima de Bradley, quedó hundido. Odiaba a Monty y tenía horror a la vergüenza del fracaso. Temía además una investigación del Senado.
–Reveló aspectos más siniestros en esa batalla; usted recalca su responsabilidad en la ejecución de prisioneros alemanes.
–No estaba solo en eso, me temo.
–¿Hasta dónde llegó el que los mandos estadounidenses alentaran las matanzas de prisioneros?
–Es difícil de saber. Lo seguro es que no hicieron nada para frenarlas. Una vez empezado eso era difícil pararlo.
–¿Se debió a un efecto contagio de las matanzas de las SS?
–Sin duda, en parte. En ambos bandos hay que recordar la dificultad que tenían las tropas blindadas de cargar con prisioneros. No se puede generalizar, hay motivos diferentes para matarlos: la falta de soldados de reserva para custodiarlos, la dificultad de mover a los heridos graves. Pero, sin duda, otras razones fueron la ira en caliente y el odio frío. Y, también, que algunos soldados novatos querían mostrarse como veteranos endurecidos. Lo que es paradójico, y resulta tan cierto para los alemanes como para los estadounidenses, es que los mismos soldados matan prisioneros y al día siguiente les ofrecen cigarrillos.
–Lo absurdo de la guerra.
–Sí. Es una lotería absurda la guerra. Si sobrevives o no depende a menudo de un cambio de humor de un segundo.
–Pero a veces el coraje tiene sentido. Sirvió en algunos casos en las Ardenas, como explica usted.
–Sí, el valor no es inútil. En la guerra se malgastan vidas, sin duda, pero hay momentos en que, como pasó en las Ardenas, pequeños grupos de hombres luchando en defensa de pueblos y cruces de carreteras frustran los planes de tiranos como Hitler.
–Nunca se sabe cómo se va a portar uno bajo el fuego.
–Es impredecible cómo los hombres se van a comportar en la batalla. Algunos valientes colapsan, y es porque han consumido su valor, se les ha agotado.
–Es la famosa teoría de lord Moran, el que fuera médico de Churchill y que ganó la Military Cross en el Somme.
–Exacto. El valor se gasta en algunos hombres más rápidamente que en otros. Y en cambio están esos que parecen débiles, y de repente muestran un extraordinario coraje.
–Tantos años en la Segunda Guerra Mundial, ¿qué más ha aprendido del valor y la cobardía?
–Que nunca podés emitir un juicio moral instantáneo sobre el coraje de un hombre. No hay reglas. El más insospechado puede mostrar liderazgo y valentía. Y el fuerte colapsar. Pero insisto, una de las lecciones de la Segunda Guerra Mundial, en todos los ámbitos, es que no puedes generalizar.
–¿Ni en el mando?
–Por supuesto. Ha habido generales brillantes en unos casos y desastrosos en otros. Ahí está Patton en las Ardenas, precisamente. Lo hizo extraordinariamente bien desplegando su ejército para enfrentarlo al ataque alemán e inmediatamente lo estropeó todo por su impaciencia. Los generales, como todos, tienen buenos y malos días
–¿Leer historia militar nos hace más antimilitaristas?
–Cualquier soldado que conoce la guerra va a ser pacifista, al menos los más inteligentes que conozco lo son.
–¿Se lee sobre la guerra por morbo?
–La guerra atrae y repele; fascina a la gente como todas las situaciones extremas en las que hay sufrimiento. Como el montañismo o la exploración polar. Ahí también hay muertes horribles, congelaciones, amputaciones. Es algo muy profundamente natural en el ser humano querer saber cómo son esas cosas. Y hay un placer vicario en leer confortablemente de ellas en la butaca en el salón de casa. De hecho, parece que concretamente mi libro sobre Stalingrado la gente lo leyó al sol en la playa. El motivo añadido de que la gente esté tan fascinada por la Segunda Guerra Mundial es la elección moral. Entonces esa elección fue mucho más radical que en cualquier otro momento de la historia. Son esos aspectos los que la hacen para mí tan interesante, la parte humana más que la puramente militar.
–Todo eso explica el auge del género.
–Cuando escribí Stalingrado (1998) no pensábamos que se fueran a vender más de 6000 ejemplares, el máximo que vendían los libros de historia militar. Pero los tiempos estaban cambiando y las barreras, los límites del género, se derrumbaban. Tampoco imaginábamos que habría tantas mujeres lectoras de libros de guerra.
–Dice usted que en la guerra ellas son mejores y más fiables testigos.
–Sí, los hombres tienden en sus relatos a justificar sus acciones. Las mujeres en general tienden a observar y recordar con muchísima más objetividad.
–Usted fue oficial, y de caballería, húsares nada menos. ¿Añora el uniforme?
–Ja, ja, ja, voy a ir próximamente a una cena de mi antiguo regimiento, que conmemora su fundación en 1715, hace 300 años, tengo amigos y los veré. Pero sólo ahí. El ejército es parte de mi pasado. Le estoy muy agradecido. Una carrera es una cosa muy extraña. Yo en realidad me hice soldado para conjurar el complejo de inferioridad física que me había dejado la enfermedad de Perthes (necrosis de la cabeza femoral) que sufrí de niño y que me obligó a ir con muletas.
Bio
Profesión: historiador
Edad: 68 años
Es el más historiador best seller de la Segunda Guerra Mundial. En Sandhurst, le dio clases John Keegan, padre de la historia militar moderna. Entre sus libros se destacan Stalingrado, El Día D. La batalla de Normandía, y el reciente Ardenas, 1944, la última apuesta de Hitler.
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