Antártida: el centro del mundo se desmigaja como una galleta
Siete científicos y dos periodistas de El País aterrizaron en un campamento cercano al Polo Sur con una misión trascendental: averiguar el futuro de la humanidad; la zona ya sufre olas de calor que superan los 18 grados y se deshace por sus bordes
- 16 minutos de lectura'
GLACIAR UNIÓN, Antártida.- Dos aeroplanos militares cumplen la orden de transportar a un único científico a través del fin del mundo. Su nombre es Ricardo Jaña, pero todos le llaman Hielo. Por la ventanilla se contempla el yermo vacío blanco antártico al que cantó el poeta Pablo Neruda: “Allí termina todo y no termina: allí comienza todo”. El Polo Sur queda algo más allá del horizonte. Las aeronaves, de la Fuerza Aérea de Chile, vuelan de dos en dos porque abajo, escondidas bajo la nieve, hay grietas monstruosas, capaces de engullir un avión entero. El aterrizaje sobre el infinito manto helado, sin embargo, es suave y Jaña desciende con decisión por la escalerilla, escoltado por dos exploradores militares que responden a temibles nombres de combate: Inmortal y Prometeo. El investigador, con una vara de bambú en la mano, tiene una misión trascendental: buscar pistas sobre el futuro de la humanidad.
Hielo, un glaciólogo que lleva tres décadas estudiando el continente, se ha encontrado con una Antártida inesperada e inquietante. El hielo marino se derritió hasta un mínimo histórico el 13 de febrero. Las olas de calor ya son habituales. Hace tres años, una base argentina registró un récord insólito de temperatura: más de 18 grados. Los expertos, agrupados en la Iniciativa Internacional para el Clima de la Criosfera, se desgañitan ante la pasividad política: “No podemos negociar el punto de fusión del hielo”. El nivel del mar subirá dos metros de aquí al final del siglo si se mantienen las emisiones de CO2 actuales, según los actuales modelos informáticos. Y puede que las predicciones sean demasiado optimistas.
“Los cambios se están acelerando”, advierte Jaña, del Instituto Antártico Chileno, de pie en medio de la nada. Su silueta es una manchita insignificante al comienzo de la mayor plataforma de hielo del mundo, la de Filchner-Ronne. Es una superficie blanca casi del mismo tamaño que España. Con la vara de bambú de cuatro metros en su mano, y las hélices de los dos aeroplanos Twin Otter detrás, Jaña parece Don Quijote arremetiendo contra los molinos. Con destreza, levanta su lanza y la clava una y otra vez en el hielo, hasta que solo asoma la mitad. El año que viene, volverá volando a este mismo lugar para buscar la vara de bambú y medir cuánto se ha desplazado. Algunos glaciares de la Antártida occidental han aumentado su velocidad más de un 40% en el último cuarto de siglo, según la Agencia Espacial Europea. El hielo encerrado en el continente durante miles de años está acelerando su caída al mar.
Siete investigadores, con Ricardo Jaña al frente, y dos periodistas de El País aterrizaron a comienzos de diciembre en un avión militar C-130 Hércules en una pista de hielo azul en la Antártida profunda, en la estación científica chilena Glaciar Unión, la base más cercana al Polo Sur tras la estadounidense Amundsen-Scott y la china Kunlun. Es un campamento austero, en medio del infierno. La ventisca golpea los rostros como cuchillas afiladas y zarandea una veintena de tiendas de campaña. El termómetro alcanza a menudo los 15 grados bajo cero. Las Fuerzas Armadas de Chile apoyan a la expedición, organizada por el Instituto Antártico Chileno. Hay cinco militares por cada científico. El lugar es tan remoto y hostil que a todos los uniformados se les extirpó previamente el apéndice intestinal para evitar urgencias por apendicitis.
Transformación
El glaciólogo, de 61 años, es suficientemente veterano como para haber detectado con sus propios ojos la transformación de la Antártida. “Me ha tocado ver con asombro los cambios. La reducción de algunos glaciares se puede observar a escala humana. No esperaba verlo tan rápido”, lamenta. Hielo, siempre con un café caliente en la mano, fue uno de los investigadores que en 1993 buscó sin éxito los restos del San Telmo, el legendario navío de guerra español que desapareció en 1819 con 644 tripulantes a bordo, cuando navegaba por el cabo de Hornos camino del Perú. Algunas piezas halladas en el siglo XIX sugieren que aquellos españoles fueron por accidente las primeras personas que pisaron la Antártida. Si es cierto, no sobrevivieron para contarlo.
El mapa del continente parece la cabeza de un rinoceronte de perfil. El cuerno es la península antártica, uno de los lugares del planeta más afectados por el calentamiento global. La temperatura allí ha aumentado tres grados en apenas medio siglo. El campamento chileno se levanta en el hocico del rinoceronte, la Antártida occidental, a solo 1000 kilómetros del Polo Sur. El 19 de mayo de 2021, un iceberg del tamaño de la isla de Mallorca se desprendió en la vecina plataforma de hielo de Filchner-Ronne, a la que Jaña acude en aeroplano para clavar su vara de bambú. La formación de icebergs descomunales es un fenómeno natural, pero el glaciólogo advierte de que ocurrirá más a menudo por el cambio climático, aumentando el nivel del mar y amenazando el tráfico marítimo.
El glaciólogo estadounidense Chad Greene, de la NASA, lo resume de forma elocuente. “Los bordes de la Antártida se están desmigajando como una galleta”, alerta en un mensaje de correo electrónico. Su equipo acaba de publicar un estudio que muestra que las milenarias plataformas de hielo que rodean el continente han perdido casi un 2% de su superficie en el último cuarto de siglo, un área similar a la de toda Suiza. Es el doble de lo esperado. Este hielo frente a las costas actúa como una presa que contiene el avance de los glaciares hacia el mar. Sin ese obstáculo, los colosales ríos helados aceleran su camino hacia el océano, advierte Jaña. “Es como quitarle el corcho a una botella de champán”.
En la costa antártica ya hay auténticos pueblos, como la base estadounidense McMurdo, en la que hasta 1200 habitantes tienen acceso a edificios de tres plantas, cajeros automáticos, gimnasios, restaurantes, un supermercado e incluso dos bares. El campamento chileno es muy diferente. Es un lugar extremo en la Antártida profunda. Las tiendas de campaña se alzan sobre una capa de más de mil metros de hielo. Los científicos y sus colegas militares duermen acurrucados en sacos de dormir, a temperaturas cercanas al cero incluso dentro de las carpas. No hay comodidades. Hay que defecar en una bolsa que se guarda en un bidón y orinar en un barril diferente, en dos operaciones separadas que son más fáciles de enunciar que de ejecutar. El objetivo es no dejar ningún residuo en la Antártida.
Operaciones
Incluso bajo la ventisca, el ingeniero Sebastián Alfaro, de 31 años, y el técnico Bastián Oyarce, de 32, cavan cada día en la nieve del campamento de Glaciar Unión para instalar una nueva estación meteorológica. Metidos hasta el cuello en una fosa de hielo y con sus respiraciones congeladas en sus barbas, parece que estuvieran cavando sus propias tumbas. La Antártida no es de nadie, pero siete países reclaman porciones triangulares, como si fuera una pizza. Chile considera suya la parte más cercana a su territorio, hasta el Polo Sur. El Instituto Antártico Chileno quiere instalar en esta franja helada 21 estaciones meteorológicas. Es una tarea endiablada. La primera estación, colocada hace un año en Glaciar Unión, dejó de funcionar a los cuatro meses. Las temperaturas pueden caer hasta los 50 grados bajo cero, provocando fallos en las baterías. Y la energía solar no sirve: en invierno, la noche dura unos cinco meses.
La sede del Instituto Antártico Chileno se encuentra en Punta Arenas, una ciudad portuaria vinculada a la edad heroica de la exploración polar. Un cartel en la fachada recuerda que, en este mismo lugar, en 1904, el capitán británico Robert Falcon Scott depositó 400 cartas para anunciar al mundo que regresaba sano y salvo de su primera expedición a la Antártida. Moriría congelado ocho años después, tras quedar segundo en la carrera para conquistar el Polo Sur. El explorador noruego que llegó primero, Roald Amundsen, describió el continente como “un monstruo” y lo desafió en sus notas: “Hemos oído tu llamada y acudiremos. Tendrás tu beso, aunque tengamos que pagar por ello con nuestras vidas”.
La hostilidad del monstruo ha impedido conocerlo durante dos siglos, según admite el paleontólogo Marcelo Leppe, director del Instituto Antártico Chileno. “Nuestra comprensión de los fenómenos que están ocurriendo en la Antártida es paupérrima”, advierte en su despacho. El gobierno de Chile pretende conectar las 21 futuras estaciones antárticas con una red similar en su territorio americano, aprovechando que el país es tan alargado que recorre todo tipo de ecosistemas, desde el desierto de Atacama a la húmeda Patagonia, pasando por la cordillera de Los Andes. Leppe afirma que será “el sensor de cambio climático más largo del mundo”. Más de 8000 kilómetros separan la frontera norte chilena y el campamento antártico de Glaciar Unión, la misma distancia que hay entre Madrid y Bogotá.
Este año, gracias a los satélites de Elon Musk, internet ha llegado por primera vez al campamento, inaugurado hace una década. Todo parece menos inhóspito ahora. El biólogo Jorge Gallardo, curtido en una quincena de expediciones antárticas, es un nostálgico de los viejos tiempos. Se niega a conectarse, para no distraerse. “Es parte de la mística de la Antártida. Aquí una mala decisión te puede costar la vida. Todos los errores de la época heroica de la exploración antártica se cometieron por subestimar a la Antártida. Ernest Shackleton dijo: ese hielo marino no va a crecer. Y su barco, el Endurance, se quedó allí atrapado. La Antártida siempre es peligrosa. Yo me acuesto cada día pensando en qué voy a hacer la mañana siguiente”, explica apesadumbrado, al ver por primera vez a muchos habitantes del campamento ensimismados en sus teléfonos móviles.
Los científicos más veteranos, como sus colegas militares, tienen un nombre de combate. A Gallardo, de 51 años, le llaman Galgo, porque es flaco y camina raudo por las montañas heladas. Corrió una media maratón por la Antártida en una hora y media. Su cometido es arriesgado. Escoltado por tres exploradores militares, trepa por las cimas de los Montes Ellsworth en busca de seres vivos. A tan solo 1000 kilómetros del Polo Sur, no hay focas ni pingüinos ni insectos. Ni siquiera pasan aves por el cielo. No hay nada. El explorador noruego Roald Amundsen y cuatro compañeros lograron conquistar el Polo en 1911 porque iban en trineos de perros y se los fueron comiendo por el camino.
Otro planeta
“Aterrizar en la Antártida profunda es como aparecer en otro planeta”, sentencia Galgo. “Esta es la única vida visible en cientos de kilómetros a la redonda”, explica mientras muestra líquenes de vistosos colores —naranjas, verdes, negros— en las rocas desnudas de la cumbre del pico Charles. Es un cerro de apenas 1000 metros, pero en estas latitudes es como ascender por una cima de 6000. Con vientos a 20 grados bajo cero, el biólogo se ha tenido que quitar sus guantes de abrigo y ponerse unos de látex, para recoger asépticamente muestras de sedimentos con microorganismos. “¡Casi pierdo la mano!”, grita a sus compañeros durante el descenso.
Galgo, de la Universidad de Talca, subraya que la Antártida ha estado 30 millones de años aislada del resto del planeta por las frías corrientes marinas y las masas de aire gélido. “Todas las hipótesis decían que nada entraba ni salía de la Antártida”, recalca. Sin embargo, un equipo de la Universidad de Barcelona, dirigido por la bióloga Conxita Àvila, descubrió hace dos años que unos animales marinos potencialmente invasores —briozoos, diminutos seres con tentáculos— habían llegado a las costas antárticas sobre algas a la deriva. Con el calentamiento global, las invasiones serán cada vez más probables. Galgo, junto a su colega Thais Luarte, intenta averiguar si también hay bacterias potencialmente nocivas que están colonizando el continente por el aire.
Luarte, de 33 años, no tiene dudas: los microbios de otros continentes ya están utilizando rutas aéreas para entrar en la Antártida. La bióloga, de la Universidad Andrés Bello, acaba de analizar para su tesis doctoral la llegada de contaminantes orgánicos persistentes a través de estas autopistas atmosféricas. En la isla antártica Rey Jorge, ha hallado trazas del insecticida DDT, residuos de fábricas de pintura y compuestos derivados del petróleo. También ha detectado una concentración creciente de hexaclorobenceno, un fungicida prohibido, utilizado durante décadas para evitar los hongos en las semillas de trigo. “Alguien en alguna parte sigue usándolo”, advierte Luarte.
En diciembre es verano en la Antártida y hay 24 horas de luz cada jornada. El Sol da vueltas en el cielo una y otra vez y no anochecerá hasta finales de febrero. El día en Glaciar Unión durará unas 3000 horas. El ingeniero físico José Jorquera, de 34 años, y su colega holandesa Veronica Tollenaar, de 30, miden constantemente la radiación solar reflejada por la nieve o el hielo en los alrededores del campamento. La nieve más pura del planeta se encuentra en el entorno del Polo Sur, así que los científicos utilizan estos datos como referencia para el resto del mundo. El porcentaje de radiación reflejada aquí supera el 90%. El calor del Sol rebota. Es un escudo contra el calentamiento.
Récord negativo
Jorquera, apodado Joker, reflexiona en su tienda de campaña llena de aparatos. La Antártida acaba de vivir otro récord negativo. El hielo marino alcanzó un mínimo histórico el 13 de febrero, bajando de dos millones de kilómetros cuadrados por segunda vez desde que comenzaron los registros por satélite, en 1979. La primera vez fue el año pasado. La comunidad científica no sabe si es un episodio de variabilidad natural o si se trata del inicio de un deshielo constante, como ya ocurre en el Ártico desde hace décadas. Esta segunda posibilidad sería desastrosa. “Cuanto menos hielo hay, menos radiación solar se refleja, más calor se queda en la superficie y todavía más hielo se derrite”, advierte Jorquera, de la Universidad de Santiago de Chile. Es un círculo vicioso llamado retroalimentación del albedo: el calentamiento provoca más calentamiento.
La hipotética desaparición del hielo marino podría tener otros efectos catastróficos. Las ballenas, las focas y los pingüinos se alimentan de kril, un pequeño crustáceo parecido a un camarón. Y el kril se nutre de las algas que viven bajo el hielo marino. Un deshielo masivo provocaría un efecto dominó en todo el ecosistema de la Antártida: menos algas, menos kril, menos ballenas, menos focas, menos pingüinos.
El equipo de Joker intenta este año determinar el umbral de temperatura a partir del cual las plataformas de hielo flotantes pueden sucumbir a las olas de calor. En sus expediciones lejos del campamento, los científicos tienen que ir escoltados por miembros de la Unidad de Exploración Terrestre Antártica del Ejército. Estar solo aquí es muy peligroso. Ricardo Jaña muestra un espeluznante vídeo de una máquina pisanieves siendo devorada por una inmensa grieta en el hielo, en las inmediaciones del campamento. Pone los pelos de punta.
El líder de los exploradores es el teniente coronel Fernando Inostroza, alias Inmortal, un hercúleo militar de 42 años curtido en la Antártida y en operaciones de rescate en tsunamis y erupciones volcánicas. Fue jefe de la base O’Higgins, una instalación ubicada en un islote que en invierno se queda aislada del mundo durante meses cuando se congela el mar. El propio Inmortal ha elegido a sus cinco hombres: Nitro, Prometeo, Rex, Face y Alacrán. A algunos los conoció en Cabo Haitiano, la segunda ciudad de Haití, cuando patrullaban sus inflamables calles como cascos azules, con un fusil de asalto SIG 542 siempre listo en las manos.
En la Antártida, un continente consagrado a fines pacíficos, los militares van desarmados. Los exploradores recorren hasta 25 kilómetros en motos de nieve, sorteando grietas en el hielo, y trepan por traicioneras cumbres heladas para recoger simplemente unos pocos gramos de sedimento con microbios. “Siempre hay riesgo”, reconoce Inmortal. Hace cuatro años, otro Hércules de la Fuerza Aérea de Chile cayó al mar con 38 tripulantes a bordo camino de la Antártida. No hubo supervivientes.
El gran enigma de la Antártida es su región oriental: el cráneo y el cuello del rinoceronte. El continente custodia el 70% del agua dulce del planeta. Si se derritiera todo este hielo, el nivel del mar subiría 58 metros: 52 procederían de la vasta parte oriental. Nadie espera que esto ocurra en los próximos siglos.
La Antártida oriental es la región más fría e inaccesible del mundo. La base rusa Vostok, en medio de esta planicie helada, tiene el récord de la temperatura más baja registrada en el planeta: más de 89 grados bajo cero, el 21 de julio de 1983. Los científicos repiten la metáfora del “gigante dormido” porque esta inimaginable masa de hielo parecía ajena al calentamiento global, pero ya hay señales intranquilizadoras.
“Ola de calor”
La base Vostok alcanzó un récord de temperatura máxima, unos 18 grados bajo cero, en marzo del año pasado. Son 15 más de lo habitual en esas fechas. Y en la estación italofrancesa Dome Concordia, también en la Antártida oriental profunda, se rozaron los 10 grados bajo cero, casi 40 más de lo normal. Los científicos europeos incluso se hicieron una foto sin camiseta y en pantalón corto, como si estuviesen en la playa. Durante esa ola de calor, la plataforma de hielo Conger se despedazó. Nunca se había observado algo así en la gélida Antártida oriental. Incluso llovió en algunos puntos de la costa, un hecho inaudito.
La oceanógrafa Laura Herráiz, una madrileña de 43 años que trabaja en la agencia australiana Csiro, intenta entender qué está ocurriendo en aquella región antártica. Su equipo ha detectado que los fuertes vientos del oeste, característicos de esas latitudes, se han desplazado hacia el sur por el cambio climático y ahora mueven corrientes marinas más cálidas hacia las costas de la Tierra de Wilkes. La temperatura del océano en esta región ha aumentado entre dos y tres grados desde comienzos del siglo XX. “Es muchísimo y es alarmante. Antes se pensaba que no teníamos que preocuparnos de la Antártida oriental”, advierte Herráiz por teléfono.
Uno de los lugares más extraños en la Antártida es la Villa Las Estrellas. Durante la dictadura de Pinochet, en 1984, Chile levantó este pueblo en la isla Rey Jorge, llevando allí a familias con niños, para reivindicar su soberanía en el territorio. En esta aldea antártica, con escuela y oficina de correos, incluso nacieron tres bebés, entre focas y pingüinos. Muy lejos de allí, en el inhóspito campamento de Glaciar Unión, el glaciólogo Ricardo Jaña, con un café caliente en la mano, rememora que, en un promontorio de la Villa Las Estrellas, se alza la iglesia cristiana de Santa María Reina de la Paz. Cuando trabaja en la isla, a menudo sube a la iglesia a rezar. Jaña musita una frase bíblica, del Antiguo Testamento: “Por el soplo de Dios se forma el hielo”. En los bordes de la Antártida, parece que los dioses están dejando de soplar.
Por Manuel Ansede, Claudio Álvarez y Luis Sevillano Pires
©EL PAÍS, SL
Temas
Otras noticias de Ciencia
Más leídas de Sociedad
Histórico. Por primera vez, dos mujeres llegaron a la comisión directiva de uno de los clubes más tradicionales de la ciudad
"Avance de un frente frío". Alerta meteorológica por tormentas y vientos intensos en 14 provincias
Murió este viernes. Las frases y obras destacadas de Juan José Sebreli
Denuncia. Un centro de salud mental clave para más de 8000 pacientes, en riesgo por la subasta de inmuebles nacionales