Almudena Grandes: "No hay hazaña más admirable y noble que sobrevivir"
La escritora española presentó en la Feria su última novela, Las tres bodas de Manolita, donde narra las atrocidades de la guerra civil
No debe de existir mayor desafío para una novelista consagrada, abocada a narrar la vida cotidiana en España durante la posguerra, que superar en realismo las atrocidades que calla la historia. Pero en Las tres bodas de Manolita (tercera novela de su serie Episodios de una guerra interminable , que ideó deslumbrada por Benito Pérez Galdós), Almudena Grandes logra poner en relieve, en letra grande y legible, las notas en minúsculas y al pie que inscribieron 37 años de dictadura franquista: en su gran relato coral, de más de 700 páginas, la autora madrileña rescata la solidaridad que une a los supervivientes de la resistencia republicana mientras destapa un friso de comportamientos humanos signados por el terror. La clave no será otra que llegar vivos al día siguiente en un país acechado por abusos y delaciones a granel.
En clave literaria, pero basada en hechos reales, Grandes hilvana aspectos poco conocidos de la historia: las vicisitudes de los niños esclavos alojados en colegios religiosos hasta que sus padres cumplieran su condena en prisión; la corrupción de un capellán que por cifras exorbitantes casa en la cárcel a los presos políticos condenados a muerte para que éstos pudieran tener un último encuentro con sus mujeres. "Toda la novela está atravesada por la corrupción de los que se aprovecharon de la desesperación y el miedo de la gente", cuenta Grandes, quien ayer tuvo un contacto directo con los lectores en el stand de LA NACION en la Feria del Libro.
Autora de novelas memorables, como El corazón helado y Atlas de geografía humana , Grandes se consagró en 1989 con su novela erótica Las edades de Lulú , galardonada con el premio La Sonrisa Vertical.
-¿Escribió esta novela desde la indignación, la denuncia o como un ejercicio de memoria?
-No, el impulso es literario y el compromiso es contar buenas historias. Los españoles vivimos arriba de una mina de oro: rascando un poco, hay personajes, historias y misterios que nunca se contaron. Exploto ese tesoro. Recién después satisfago un impulso moral ante luchas que se ignoran. Y como en España la versión de la transición era incompatible con el reconocimiento de la resistencia, de paso, yo los homenajeo.
-¿Cómo se toma distancia de una historia que el lector lee como novela pero intuye cierta?
-Sin distancia no se puede escribir ficción. Y más ante historias atroces. Los hechos más inverosímiles y terribles en la novela son ciertos. Por eso inventé a Manolita y pasé a un segundo plano la historia de los niños esclavos. No quería escribir una novela triste de una época tan triste. Porque no cuento la historia de los vencidos, si no la de los resistentes.
-¿Dónde se documentó para obtener esas historias de vida tan dramáticas?
-La historia de la niña esclava me la contó su protagonista, Isabel Perales. Ella quería que se supiera. Alojadas en colegios religiosos, estas niñas eran explotadas y lavaban ropa ocho horas diarias con soda cáustica. El negocio era coger hijos de presos, porque el Estado pagaba una cantidad para alimentarlos. Pero no lo hacían, y encima las ponías a trabajar. Y la historia de las bodas en la cárcel de Porlier la escribió una militante comunista que la vivió en persona. Ella pudo casarse dos veces con su marido, condenado a muerte.
-¿Cree que las podría haber inventado usted?
-La de Isabel desde luego que no. Ella me contaba que pesaba 37 kilos, que tenía las manos destrozadas por la sosa con la que lavaba y una anemia perniciosa por falta de alimentación. Que dejó de menstruar por dos años. Tampoco podía salir del colegio hasta que su madrastra saliera de la cárcel, lo que implicaba la mayor crueldad de todas: que los hijos debieran pagar por penas de sus padres. En Córdoba pasó lo mismo: había un convento donde a las hijas de los rojos las preparaban para ser criadas. Las monjas se llevaban una parte de su sueldo. Hubo 11.000 niños en esa situación.
-¿Hay más historias así?
-Sí, y muchísimo dolor taponado. La paz social que ha habido en España por estos temas fue a partir del dolor de mucha gente. Después de la guerra no hubo revanchismo porque a los vencidos los derrotaron otra vez: les impidieron contar sus historias. Eso lo viví en mi adolescencia. "No hay que hacer nada, puesto que la guerra civil puede volver", se decía. Pero es normal que eso aflore ahora: ha ocurrido y hay que contarlo.
-¿Qué hay de usted en Manolita?
-Es mi personaje favorito, porque ella es una sobreviviente. No hay hazaña más admirable y noble que sobrevivir. Es la actitud que mejor dibuja la dimensión del ser humano. Lo ferozmente determinada que está a conseguir su meta es lo que tiene de mí. Pero su batalla no tiene fin, y es llegar viva al día siguiente, y al otro.
-¿No es más bien una heroína?
-Es una heroína sobreviviente. Parece insignificante: no tiene nada, no es guapa, pero se convierte en un personaje grande gracias a su sensibilidad, su capacidad de ayudar a los demás y de dejarse ayudar en la cola de la cárcel. Es allí donde se moldea su carácter: Entre las mujeres que cuentan chistes, se hacen amigas y se intercambian recetas. Esa actitud implica una victoria de la vida sobre la muerte.
-¿Cuál es la ventaja de abordar la historia desde la literatura?
-La literatura transcurre en el territorio de las emociones, y los vínculos con los personajes son mucho más intensos. Porque las buenas novelas, al final, acaban contándote tu historia. Yo tengo una ventaja: puedo avanzar con la historia a pesar de una laguna documental. La historia no.
-Cambia de tono y de voz narrativa continuamente. ¿Cuesta eso?
-Mucho. Me cuesta más alternar de voz que narrar desde el punto de vista de un hombre. Es verdad que soy mujer, pero también estoy convencida -y así escribo- de que hombres y mujeres somos iguales o nos parecemos mucho.
-¿Esa versatilidad viene del lector que anida en cada escritor?
-Pues claro. Escribo porque he leído. Leyendo me he formado un gusto, una tradición y una forma de narrar. Los escritores del siglo XIX fueron quienes me enseñaron a pensar: Tolstoi, Dickens, Dostoievski, Flaubert y, por supuesto, Pérez Galdós.
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