Miguel Cachambe recorre los paisajes más inhóspitos de la Quebrada del Toro para vender provisiones
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ALFARCITO, Salta.— “Soy un almacenero ambulante de las alturas”, dice con orgullo Miguel Cachambe, a un costado de la ruta 51, en Alfarcito a 3000 metros de altura, en La Quebrada del Toro, Salta. La región es dominada por los silencios y la soledad extrema. Los días hábiles trabaja en el Ministerio de Salud en Campo Quijano (más abajo, sobre la misma ruta), y los fines de semana, sale con su oxidada camioneta a recorrer los parajes más alejados y altos para llevarle provisiones a las familias que viven cerca de las nubes. “Soy la única persona que ven, es gente que está muy sola”, resume.
“Todavía ellos se comunican por el Camino del Inca”, afirma Cachambe. En los cerros no hay caminos nuevos, el sistema vial del imperio incaico aún está vigente. El pasado tiene un rol preponderante en el presente. “Viven como hace siglos atrás, no bajan mucho de los cerros y siento que no los puedo dejar solos”, confiesa Cachambe.
Es también productor de peras, maíz y algunas hortalizas, vive en Ingeniero Maury (a 30 km al sur de Alfarcito), un pequeño caserío. “Debería descansar los fines de semana —reconoce—. Pero ¿qué va a hacer esa pobre gente? Alguien les tiene que llevar comida”.
“Han quedado muchos abuelos, la mayoría no saben escribir ni leer”, cuenta. Sus nietos han abandonado el estilo de vida ancestral, y muchos viven en Salta o en otras localidades. En Alfarcito está la única escuela secundaria, obra del fallecido Padre Chifri, que tiene como meta retener este éxodo.
“Nos va a costar por lo menos un año recuperar a los niños que dejaron de venir por la pandemia”, afirma Walter Medina, cura de la capilla de este paraje y padre espiritual de todas estas comunidades, vive al lado del colegio, a un costado del templo.
La vida en los cerros, como la llaman, es todo sacrificio, la altura se siente como una soga que cuelga del pecho y que arrastra una piedra. Todo se hace lento, los pasos, los gestos y hasta la manera de hablar es musical y pausada. “Hay parajes que están a 4500 metros de altura y cuesta mucho llegar, a veces cinco horas”, afirma Cachambe.
En esa geografía de la desolación, la naturaleza es estricta en su mandato. “A veces hay caminos que se vuelven intransitables, y tenemos que seguir a pie”, cuenta Cachambe. En verano, los arroyos y ríos crecen su caudal y las aguas bajan marrones, arrastrando el sedimento de las montañas. Algunas familias quedan incomunicadas.
“El agua es un grave problema”, reconoce Medina. Sin servicio de red potable, la buscan en arroyos o ríos. “Usan un sistema de turnos, las familias se organizan para buscarla y ese día lo ocupan entero para recolectar agua, se quedan toda la noche trabajando en eso”, afirma Medina. Para filtrarla, en los baldes y bidones introducen la pulpa de los cardones. “Queda cristalina y tomable”, reconoce Medina. Así se hace hace siglos, así se continúa haciendo hoy.
“Arrancamos al amanecer, y bajamos antes que anochezca”, confiesa Cachambe. El peor escenario es transitar por las huellas que serpentean precipicios sin luz solar. Son caminos traicioneros que escalan al cielo, rocosos y algunas veces con una gravilla volcánica, son una trampa mortal incluso para el baqueano. “Es fácil caerte”, asegura. “Vamos haciendo camino al andar, con suerte a veces vemos un sendero”, afirma Cachambe.
Comunidades a distancia
En una superficie de 5400 kilómetros cuadrados (podrían caber 26 veces la Ciudad de Buenos Aires), existen 25 comunidades salpicadas por distancias inmensas dentro de La Quebrada del Toro. Hay 4000 habitantes en esa extensión donde el oxígeno es un bien preciado. Los parajes se camuflan, las casas de adobe se mimetizan con la montaña. Pascha, Las Cuevas, Incahuasi, Cachiñal, Carrera Muerta, La Mesa son algunos de los nombres.
A veces el paraje tiene una capilla mínima, de adobe, donde se protege una ancestral imagen de algún santo o virgen, eje donde se concentra la actividad y la fe, y alrededor un puñado de casas. Pero otras, se trata de algunas familias que viven a algunas leguas de distancia entre sí. En la montaña se ve una continúa sucesión de “zetas” que se dibujan en las laderas. “Es el camino del Inca, sigo activo”, manifiesta Cachambe. Esa huella de los siglos XIV y XVI se recorre a lomo de burro o a pie.
“Ellos prefieren morir a dejar sus ranchos en el cerro”, afirma Cachambe. Sus cultivos de papines andinos, habas y maíz, suelen bajarlos un par de veces al mes hasta ferias y poblados como Ingeniero Maury, Puerta de Tastil o Gobernador Solá. “Algunos tardan diez horas en mula, pasan la noche, y otra vez, diez horas subiendo hasta regresar a sus casas”, afirma Cachambe. “La vida que tienen no la cambian por nada, siempre dicen que les gusta vivir rodeado de silencios”, agrega.
¿Cuáles son las provisiones que este almacenero ambulante lleva a estos solitarios? “Frutas, verduras, y elementos de primera necesidad”, cuenta Cachambe. Los pedidos se completan con fideos, y bolsas de 50 kilos de harina, arroz, azúcar y frangollo, un elemento típico de la Puna. También lavandina y elementos de limpieza, detergente y jabón. “Ellos tienen una importante soberanía alimentaria, se autoabastecen”, confirma Cachambe. En verano hacen queso de leche de cabra y oveja, para todo el año.
“Pero lo que más quieren es charlar —advierte Cachambe—. Muchas veces soy la única persona que ven en todo un mes”. Tiene un circuito que va completando durante los fines de semana, volviendo a parajes en 30 días. “Hay muchos silencios en los cerros, me esperan y me invitan a pasar a sus casas”, cuenta. La llegada de este gentil hombre es un acontecimiento.
¿Cómo es la vida de aquellos que pasan sus días sin televisión, telefonía, internet, ni ningún avance del siglo XXI? “Se vive con mucha profundidad, cada persona vale todo —afirma el cura Medina—. Es gente que tiene una mirada distinta. Un ritmo de vida más lento. No tienen problemas de perder el tiempo”.
Las casas son todas de adobe, con ventanas muy pequeñas para que no entre el implacable viento. En una habitación se concentran las camas, comedor y la cocina, que humea todo el día. “Lo más importante es mantener el fuego encendido”, asegura Medina.
La leña es, como el agua, un bien muy escaso. “Hay abuelas que tienen mucha y es como si tuvieran dólares en un banco”, compara el cura. El baño está siempre afuera de la casa. La electricidad la obtienen por uno o dos paneles solares. Y solo los que lo tienen. Para bañarse, calientan agua.
“También usan el huano de los corrales para cocinar, las tortillas salen muy ricas porque es un calor muy parejo”, confiesa Medina. Un detalle de esta vida se nos hace interesante: no existen las canillas, ni antes ni hoy formaron parte de las casas. “Las abuelas cuando tienen que bajar al pueblo, a pesar de estar en una casa con grifo, salen a buscar el agua al arroyo”, cuenta Medina, que a veces camina seis horas para llegar a un paraje para dar Misa. El rumor de su presencia ilumina de esperanza. “Se enteran del paraje vecino y tengo que ir: otras seis horas de caminata”, cuenta Medina.
¿Cómo se curan de enfermedades?: “Los médicos del campo”, los nombra Medina y se refiere a los curanderos. “Los hombres se curan del pulso y las mujeres, de la matriz”, enumera las patologías más usuales. La medicina es ancestral. Raíces y hojas infusionadas o en ungüentos son los métodos usuales para sanar. “La grasa del puma también es muy apreciada para curar males”, agrega.
“Tienen un amor muy grande por sus animales, que luego comen”, manifiesta Medina. En una realidad en donde no existen las heladeras, a la carne la filetean con sal y las dejan secar, haciendo de esta manera el charqui. Se lo suele cruzar a Cachambe en los caminos. Ambos ofrecen alimento, el primero para el alma, el segundo para la supervivencia. “Como ellos, me gusta estar rodeado de silencios. Esta vida no la cambio por nada”, concluye el almacenero ambulante de la altura.
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