Alberto Cormillot y su desvelo por aprender el idioma de su abuelo
La realización de un posgrado en Ginebra le acercó al médico un doble desafío
Honrar a los antepasados. Conectarse con aquello que fue parte medular de una identidad. Y aprovechar la ocasión para saldar una deuda con los orígenes. Con la herencia que —agazapada, dormida—, en algún momento pugna por aflorar.
Detrás de esa deuda había un rostro: el del abuelo paterno Jules. El francés que en 1890, con apenas 15 años y una precoz erudición en electromecánica, llegó desde París a Buenos Aires y ya no quiso más mirar atrás. En suelo porteño, adoptó un nombre más castizo. El de Julio. Julio Cormillot.
A su nieto, el doctor Alberto Cormillot, la ocasión se le presentó como una revancha que encerraba además la advertencia de convertirse en una "última oportunidad". O, al menos, en la oportunidad más propicia: Cormillot debía aprovechar las doce semanas que, durante un período de dos años y medio a partir del año 2000, lo detendrían en la apacible ciudad de Ginebra, y lograr dos objetivos. ¿El principal? Obtener el título de especialización en Educación Terapéutica en Enfermedades Crónicas, un posgrado de gran prestigio que se dictaba en la Universidad de Ginebra, en francés.
Esa inversión de tiempo y estudio (algo tan estimulante para Cormillot como también lo son sus ensayos de tap dance, swing y baile aéreo) concretaría otro anhelo postergado: dominar el francés. Aprender tan bien la lengua de sus ancestros hasta llegar a pronunciarla con la elocuencia de De Gaulle, con la hondura de Proust. Si nada de eso era posible, al menos, había que intentarlo y conformarse con una expresión diáfana y con un vocabulario enriquecido. Sumar aquel idioma, que por alguna razón cifrada el abuelo francés rehusó transmitir, era como colocar la pieza faltante al rompecabezas de la identidad.
"Él nunca le enseñó el francés a mi padre, ni mi padre no me lo enseño a mí —evoca Cormillot—. Lo recuerdo a mi abuelo hablando un fluido español; el acento galo apenas reconocible. Así el idioma desapareció en mi familia."
Para alguien intelectualmente inquieto como le docteur Cormillot, que habla perfectamente inglés, sumar en la adultez el desafío de cursar un posgrado durante más de dos años en una lengua que no dominaba suponía un esfuerzo intelectual y una gran oportunidad: la de incorporar esa lengua.
"Mi conocimiento del idioma era el básico de la secundaria. Así que antes del inicio del posgrado tomé clases de francés, escuchaba CDs en ese idioma en el auto, veía films en francés y en la computadora seguía con el aprendizaje. Cuando llegué a la Universidad de Ginebra, me comunicaba bastante bien", relata.
En esos claustros Cormillot aprendía el arte de la negociación médico-paciente. Una destreza que tiene mucho de discursivo, ya que en la Educación Terapéutica en Enfermedades Crónicas, el médico trata la dolencia mediante la persuasión. Cormillot lo explica así: "En una enfermedad aguda como una neumonía, el médico prescribe un antibiótico y ya está: el paciente obedece, lo toma y se cura. Pero en un padecimiento crónico, como es la obesidad, el tabaquismo, la diabetes, es el paciente quien detenta el poder para poder tratarse. Hará el tratamiento si él quiere. ¿Qué se hace, entonces? Se negocia".
Esa conferencia en inglés y español
Habían pasado varias semanas de cursada (esparcidas en varios meses) cuando en la misma Universidad lo invitaron a disertar sobre obesidad. Conscientes de sus limitaciones con la lengua le propusieron una traducción simultánea. La conferencia de Cormillot transcurrió en español y otro tanto en inglés, un idioma muy aceptado entre los francoparlantes ginebrinos y con el que Cormillot ganaba en seguridad.
"La cuestión es que en la tercera semana de cursada, sabiendo que podía hacerme entender muy bien en inglés, estudié mucho menos. Y en el aula me había hecho de dos amigos que me facilitaban los problemas expresivos: Guido, un médico italiano, hablaba perfectamente español y me traducía lo que yo no entendía en francés. Y Lee, otra médica coreana, tomaba apuntes en inglés, con lo cual miraba lo que había escrito y entendía qué había querido decir el profesor. Para coronar mi propia pereza mental, en las intervenciones hablaba directamente en inglés y así lo que había aprendido se me fue olvidando", repasa.
Con las semanas siguieron sucediéndose los atajos comunicativos.
"Al final, concluí el posgrado, aprendí mucho de las interacciones que tuve, me hice de grandes amigos, pero terminé sin saber hablar francés. Desperdicié la mejor oportunidad que tuve. Me quedó un sabor amargo durante mucho tiempo ", se confiesa monsieur Cormillot.
La lectura de aquella derrota, dice, es la misma que la que se traslada a muchos otros aspectos de la vida: "Cuando te facilitan tanto las cosas, te convertís en un inútil. A mí, mis viejos me acompañaron. Me pagaron el estudio y la primera cuota de los muebles. Pero fui yo el que debió salir al terreno".
En cuanto a la carga simbólica de aquel fracaso está el no haber podido acortar "la distancia" con su abuelo y con sus antepasados."Pero bueno, ya está, ya pasó —se consuela— estoy aprendiendo tantas cosas ahora, y tengo tantas, tantas ignorancias que esa sola ya no me hace la diferencia. La he aceptado y he aprendido a convivir con ella".