Mira-Mar está dentro de un triángulo rural entre la ruta 65, 5 y 226, en la zona mediterránea de la provincia de Buenos Aires
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La pulpería Mira-Mar está dentro de un triángulo rural entre la ruta 65, 5 y 226 en la zona mediterránea de la provincia de Buenos Aires, tierras baldías donde el olvido y la soledad pugnan por su derecho al dominio del horizonte. En el que fuera el camino real entre Bolívar y Carlos Casares, se levanta protegida por un domo de árboles añosos. La vieja pulpería está allí desde 1890 y continúa a cargo de la misma familia sin haber cerrado las puertas en tres siglos.
“Para mí es todo, es un estilo de vida ser pulpero”, afirma Juan Carlos Urrutia, heredero de una tradición que comenzó su bisabuelo cuando llegó de España, y halló en este solar la tierra donde pudo trabajar y hacer su vida. “Con la pulpería, pudo comprarse un campo de 2500 hectáreas”, agrega. Eran otros tiempos, pero el encanto permanece intacto.
“No cerramos nunca, porque la gente de campo necesita un lugar donde entretenerse”, afirma Urrutia. Inaccesible, nostálgica y necesaria, continúa siendo el único punto de encuentro de una cofradía de gauchos que la visitan todos los días. Tiene un récord difícil de igualar: hace 50 años un cliente va dos veces al día a tomar un extraño trago de invención propia conocido como La Mezcladita. “Se sienta hace cinco décadas en la misma silla”, agrega Urrutia. Aunque no esté, nadie puede tocar ni sentarse en esa silla.
Mira-Mar hace 131 años que es un refugio para los corazones solitarios del mundo rural. Una reja separa el mostrador del pulpero, uno de los barrotes tiene una marca. “Es de una pelea entre gauchos, la faca dio en el hierro, lo que salvó la vida de uno de los ellos”, sostiene Urrutia. Hombres que peleaban por su honor.
La pulpería también dio nombre al paraje, que tiene un puñado de casas y una escuela rural que recibe como antaño a los hijos de los puesteros. Hoy tiene una matrícula mínima, pero es el sostén de esta pequeña comunidad que no tiene más de 20 habitantes. Pulpería y escuela, pilares sociales de Mira-Mar. “Nací, me bautizaron y fui a la escuela es este paraje”, afirma Juan Carlos.
“Tres Marianos, mi bisabuelo, abuelo y padre, se llamaron igual: estuvieron toda la vida en la pulpería”, agrega. Como es folclore, el camino rural tuvo mucho movimiento: en la actualidad, quedan ruinas de muchas de las casas. Y algo curioso: el paraje con su pulpería se hicieron sin estación ferroviaria. Bolívar queda a 40 kilómetros, el pueblo más cercano. “Siempre estuvimos aislados del mundo”, sentencia Urrutia.
“Pasaron tres siglos y seguimos”, sintetiza Juan Carlos. La pulpería tiene todas las señas de aquellas que ayudaron a formar el mapa bonaerense. El piso de tierra, la reja, el inmenso mostrador de madera, alisada por su uso, las estanterías repletas de botellas inclasificables como el Aperital, una bebida que advierte en su etiqueta que “con hielo se enturbia y vuelve a su estado claro al estar en contacto con una llama”. Las botellas de barro de ginebra, la cerveza italiana, la larga fila de aperitivos que siguen vigentes. Hierro Quina, Pineral, Hesperidina, conocida en el mundo pulpero como la botella más vieja, “porque se arrugó”, haciendo alusión a la textura de su vidrio.
“Fue banco, correo y aseguradora, las pulperías eran negocios muy redituables”, asegura Urrutia. Siempre alejada y rodeada de un mar de tierra, todo lo que se hacía comercialmente en esta zona se hizo en la pulpería. “Se pagaban las cuentas una vez por año, los gauchos traían sus ahorros y acá se depositaban en la caja fuerte”, afirma Juan Carlos.
La sempiterna caja fuerte inglesa aún está de pie. “El gaucho dejaba sus ahorros, se le sacaba un interés, podía desaparecer por años, y volver a buscar su dinero”, puntualiza.
De los primeros siete teléfonos rurales que se pusieron en Bolívar, uno estuvo en Mira-Mar. “El teléfono costó en 1978 $1.770.000, una fortuna”, aclara Urrutia.
Se cobraba por llamada. Los chacareros pedían turno, y lo usaban para hacer sus operaciones comerciales. “Se despachaba y se enviaba correspondencia”, agrega.
La importancia de la pulpería fue vital. “Se vendían armas, municiones, ropa, elementos de ferretería y toda clase de artículos para la vida”, afirma Urruitia, quien se crió entre esta actividad y dentro de la bohemia rural.
Línea de tiempo
La línea de tiempo es interesante. En 1890 llegó Mariano Urrutia desde España. Vivía en Miramar, una localidad a orillas del mar Cantábrico. Le gustó esta tierra marginal porque tenía una laguna (estaba frente a la pulpería, hoy seca). Cuando el sol caía al atardecer, la imagen le remetía a su pueblo natal: de ahí Mira-Mar. “No sé por qué le puso guión, pero así nombró a la pulpería”, afirma Juan Carlos.
Después de Mariano, vino su hijo Mariano (abuelo del actual pulpero) y, desde 1954 hasta 2011, el tercer Mariano, padre de Juan Carlos. “Siempre me interesó que estos lugares se hicieran conocidos”, afirma. Organiza eventos y, principalmente, abre todos los días.
“Para nosotros es el único lugar para hablar”, confiesa Ricardo Errazquín, el cliente con asistencia perfecta en su silla indivisa de su cuerpo. “Nunca falté en 50 años, ni cuando se inundó el camino”, aclara.
Personaje inigualable el Vasco Errazquín, típico de pulpería. “Toma hace cinco décadas lo mismo: la mezcladita”. ¿Qué tiene este brebaje?: “Él lo inventó: fernet, caña quemada y caña común, ambas en partes iguales, y soda. A la noche, le saca la quemada y le agrega agua”, afirma. El mítico cliente tiene 70 años y desde sus 20 hace lo mismo. “Mal no me hace, porque me siento bien: eso sí, siempre son dos copas, una tercera es un error”, asegura Errazquín.
Otro personaje de la pulpería: Miguel Urrutia, fallecido ya, un pionero del cuidado antibacterial. Cuando atendió la pulpería en la década del 70 junto a Mariano (padre de Juan Carlos) construyó una estantería donde guardaba muchos mates con sus bombillas. “A cada gaucho le daba uno para que no lo compartieran”, recuerda Urrutia.
“Tampoco permitía que le dieran besos a los niños —agrega—. “Él decía que en el mundo había muchos virus, y que había que cuidarse”. Usaba barbijo y vivía en la ciudad de Buenos Aires, pero se vino a vivir al campo para escaparse de la aglomeración de gente. “Fue un adelantado”, reconoce Urrutia.
¿Cómo es trabajar detrás del mostrador de una pulpería en el siglo XXI? “Es el mundo del pasado en la actualidad”, sintetiza Juan Carlos. Él vive en Bolívar, todos los días abre la pulpería, pero muchas veces se queda en su casa materna, atrás del establecimiento. “Los celulares quedan afuera, no hay señal, entonces no queda otra que hablar”, acuerda.
“La conserva tal cual fue en su época”, afirma Iván Engels, explorador rural que lleva visitado 950 localidades, pueblos y parajes de la provincia de Buenos Aires (y que comparte sus experiencias en su cuenta de Instagram). “La pulpería Mira-Mar fue uno de los lugares que más me sorprendió, ya que se entabló en un paraje que nunca tuvo estación de ferrocarril ni gran población”, afirma.
Conocedor de los caminos de tierra, sus viajes lo han llevado al corazón del mapa melancólico donde las pulperías siguen vigentes. “Son muy importantes porque además de tomar un trago, se puede conseguir un paquete de yerba, una gaseosa hasta aceite para motores y repuestos básicos”, cuenta Engels.
La tradición es un sello indeleble. Única luz en la larga noche rural. “Nunca faltan juegos de mesa, bailes y guitarreadas”, asegura Engels. La ceremonia del aperitivo no se ha perdido en estos templos criollos, como otras que marcan la identidad campera. “Poner un pie dentro de la pulpería es viajar en el tiempo”, agrega.
“Nos acompañamos, somos una gran familia”, asegura Urrutia.
Mira-Mar se nutre de los pocos que quedaron en el campo. “Llueva o truene, vienen a tomar un aperitivo y jugar al mus”, afirma Urrutia. Además, aún continúa siendo un ramos generales: hay comestibles, alpargatas, y medicamentos. “Pero la gente viene a buscar charla y recuerdos”, resume Juan Carlos. Los fines de semana es frecuentada, cada vez más, por turistas que buscan vivir la experiencia de lo genuino y oír historias. “Es simple —dice—: acá te alejás del mundo por un rato”.
Fotos: Fabián Marelli / LA NACION
Edición Fotográfica: Enrique Villegas
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