Agotamiento invisible y automatismo: a qué señales prestar atención para evitar una exposición nociva a las pantallas
Los especialistas resaltan los beneficios de la tecnología en la comunicación, pero advierten sobre los efectos adversos del consumo excesivo; un fenómeno que se acentuó en la pandemia
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La irrupción de la pandemia de Covid-19 disparó nuevos hábitos a la vez que potenció el desarrollo tecnológico y de las comunicaciones. El efecto se extendió incluso a aquella población que todavía se mantenía reacia a incorporar las pantallas en su vida cotidiana, pero que no tuvo otra alternativa que hacerlo para mantener sus vínculos afectivos y laborales en los años de aislamientos obligatorio. Si bien los especialistas coinciden en que fueron herramientas vitales para mantener la comunicación durante la cuarentena, advierten que es importante tratar la compulsión tecnológica y recuperar la capacidad de decidir a conciencia cuándo uno se expone a ellas.
Burnouts y tecnofobia fueron algunos de los efectos nocivos que se manifestaron como consecuencia del posencierro. En ese sentido, consideran que hay que estar atento a las alertas que se encienden por la exposición prolongada. Automatismo, disociación, agotamiento imperceptible, aburrimiento y depresión son síntomas que se evidenciaron en estos tiempos. En el camino a alcanzar una cultura del uso saludable de la tecnología, la recarga afectiva cobra un papel fundamental.
“La virtualidad fue un herramienta muy útil durante la pandemia con la que mantuvimos los lazos afectivos. Sin embargo, el uso de las pantallas genera una potencial adicción. Sea de un celular, un televisor o una computadora o cualquier dispositivo tiene la característica de sostener la mirada y la angustia. Al mirarla, uno no solo ve lo que está pasando allí, sino que proyecta, saca las angustias e inquietudes y las deposita en la pantalla”, dice a LA NACION Gabriela Goldstein, psicoanalista y presidente de la Asociación de Psicoanalítica Argentina (APA).
La especialista resalta que es fundamental discernir el límite entre la pantalla como una herramienta valiosa y la adicción: “Elegir los momentos de exposición es una cuestión clave a recuperar. Es lo que hace una diferencia entre lo que es adictivo, que tiene un carácter de necesidad y compulsión de lo que no lo es”.
Alertas
Para la psicoanalista, uno de los efectos de la exposición prolongada a las pantallas es que la persona entra en un estado de automatismo . Los encuentros personales se contaminan con cuadros de disociación con el otro. Esto tiene que ver con una tendencia, como señala, a “hacer que estás o escuchás”. La persona ocupa un espacio físico que comparte con otra, pero sus pensamientos están enfocados en el mundo virtual.
La escena clásica que describe es la del grupo de amigos que se reúne a comer afuera y cada uno está inmerso en su celular, no se miran entre ellos. Los automatismos se relacionan con las conductas incorporadas y repetitivas: una persona se levanta, toma el celular y revisa mensajes, mails, redes sociales y noticias. Antes de dormir repite lo mismo. Las acciones automatizadas se trasladan a su vez hacia el resto de los aspectos de la vida ya que las pantallas están presentes en lo cotidiano.
La disociación incluye también el multitasking, el acto de realizar dos o más tareas al mismo tiempo. En principio puede aparentar eficiencia, pero esconde como efecto una pérdida de atención y detalle al presente.
“Es muy difícil que uno viviendo en un mundo de pantallas registre que necesita salir a caminar y mirar el horizonte o cosas que tienen que ver con una recarga afectiva y con no estar disociado. Es complicado también salir de la disociación que nos invade, en un mundo de rendimiento que nos exige pasar de una actividad a otra y seguir conectados. Un camino de desintoxicación de la pantalla requiere recuperar esa capacidad de elegir. Volver a la elección de la naturaleza, las amistades, tratar de desacelerar lo más posible y tener una mínima sensación de que estamos viviendo el momento en que estamos”.
Luego agrega: “Necesitamos recargar afectivamente, porque la pantalla no lo hace. Hay que recargar el vínculo con el otro, con los seres humanos, el estar haciendo cosas y vivir el momento en el que uno está”.
Goldstein considera que otro de los síntomas es el aburrimiento. “Tiene que ver a veces con estados depresivos –o el miedo a deprimirse– y el no saber permanecer en estados en los que se podría producir algo creativo. La reacción inmediata es taponarlos con una pantalla que obstruye que el ocio creativo genere una corriente vital en la que nos sintamos más conectados afectivamente. Las pantallas son un soporte antiaburrimiento, pero son armas de doble filo”, completa.
Vínculos
Otra alerta es el agotamiento imperceptible. Guillermo Bruschtein es psicoanalista y psiquiatra y considera que se está perdiendo el efecto neurobiológico de lo que es la señal de cansancio y agotamiento. “Lo que hace la pantalla es un aislamiento social y el empobrecimiento de los vínculos que son necesarios para toda persona. Con el trabajo remoto, por ejemplo se trabaja muchas más horas que antes porque no hay un corte. Si bien por un lado aparece la fantasía de que trabajando en el hogar es beneficioso, lo que notamos en el consultorio es que las personas en general extrañan los espacios comunes y los vínculos personales”, explica.
Y agrega: “Apareció el fenómeno de que no existe un corte espacial en el tiempo. Algo que es imprescindible para la vida, incluso el corte de viajar de un lado a otro para trabajar. Estamos trabajando en el mismo ambiente y se pierde la consideración del horario, la noción de lo cronológico”. De acuerdo con Bruschtein se está profundizando la necesidad permanente de estar vinculados a la pantalla.
El especialista considera que el fenómeno es más preocupante en los jóvenes y los niños en edad preescolar que corren el riesgo a futuro de contar con menos recursos para resolver los conflictos interpersonales: “Nuestras experiencias vinculares son las que nos hacen crecer emocionalmente, desde la edad más pequeña en la escuela y los espacios sociales”.
Bruschtein menciona el caso de un paciente joven que antes de la pandemia padecía adicción a los videojuegos y fobia social para comunicarse y salir con sus amigos. Con el aislamiento obligatorio la situación recrudeció en un momento que estaba intentando superarla. Después de estar dos años sin salir de su casa, decidió tratar su problema con un especialista. Dejó los juegos online y empezó a estudiar en la facultad. Si bien abandonó la pantalla de los videojuegos, la universidad a la que asiste todavía no retomó las clases presenciales y solo tiene la modalidad virtual. Día a día se enfrenta a estar nuevamente frente a una pantalla. “La falta de elección hace que para muchas personas no haya salida”, concluye Bruschtein.
La respuesta inmediata y la paranoia
“En general la tendencia es a demonizar los adelantos de técnica, que se suelen recibir con desconfianza, pero la pandemia demostró que la cibernética sirvió para tener comunicada a la gente en un momento donde la consigna era el aislamiento”, dice Diana Litvinoff, psicoanalista y autora del libro El sujeto escondido en la realidad virtual (Letras Vivas).
Sin embargo, advierte que se profundizó que transcurra la vida más en la virtualidad que en el mundo real. “En el primer momento tenía un justificativo. La cibernética tiene el atractivo que hace que a la gente le resulte más sencillo relacionarse con distancia que el contacto cara a cara, que implica un mayor temor al rechazo, tener que elaborar estrategias de acercamiento. Lo virtual, y a veces el anonimato, favorece a gente que es fóbica al contacto con los demás”, dice Litvinoff.
Y agrega: “La virtualidad sirve de refugio para la angustia, duda o dificultad ante situaciones que nos presenta la vida. Entonces, la tecnología se usa como tapón. El problema es que la angustia y la inquietud son lo que nos permite crecer y cambiar, nos permite cuestionarnos si lo que estamos haciendo nos favorece o tenemos que buscar otras alternativas”.
Lo que más nota Litvinoff en su consultorio es que hay cada vez más pacientes que se quejan de la demanda del otro con la mensajería instantánea. “Hay una idea de que hay que tener una disponibilidad absoluta. Se genera la necesidad de contestar de inmediato y eso termina siendo una esclavitud”, plantea. Esto genera, como explica, una invasión al tiempo propio. La idea general es que uno está siempre disponible y conectado: “La demanda del otro es muy fuerte y la propia también. Cuando no respondés de inmediato, te sentís en falta y cuando no te contestan, enseguida te angustiás”.
Otro observación recurrente sobre sus pacientes es que cada vez más se sienten espiados por los dispositivos. “Uno entra a un dispositivo para informarse, pero también da información y no se da cuenta. Quién soy, cuánto gasto, en qué, qué me gusta, que son luego utilizados por situaciones de consumo, de política, etc. En este momento, la paranoia toma una característica real por el hecho de que somos observados. Desde la realidad se potencia la propia paranoia y la fantasía. Lo que empezó como una fantasía, de pronto se concreta en una realidad sostenida por algo que realmente sucede que es que los dispositivos nos observan”, concluye Litvinoff.
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