Acompañó a su hermana hasta el final y un pequeño detalle dispara una bellísima carta a su memoria
El autor narra con precisión, crudeza y emoción el vínculo entre hermanos, la pelea contra el cáncer y los sentimientos luego de la pérdida
A continuación se publica el texto completo -ya editado en la revista La Agenda-, con el que Pablo Perantuono le rinde homenaje a su hermana, fallecida hace dos años.
So long, Lucio
Sabés lo que más me gustaba de tu hermana…?
Cuando escuché la pregunta me quedé boquiabierto, pero no porque me sorprendiese la frase -aunque también- sino porque la que me lo preguntaba era Laura, mi dentista, que de la nada, mientras acometía contra una muela de mi boca, mientras yo sostenía con mi labio inferior el extractor de saliva y un reflector blanco me enceguecía, se le ocurrió disparar su recuerdo y disipar la que ella consideraba mi duda.
Mi respuesta no fue muy articulada: "Njnnnjj", balbuceé, dándole pie para que iniciara la suya.
-Sus carteras. Eran hermosas, de todos colores… ¿Sabés qué hizo con ellas?
"¿Ehhhh?", pensé, mientras mis ojos, en menguante redondez, oscilaban entre el desconcierto y la sorpresa. Negué con la cabeza, lo que fue interpretado por ella como un guiño para continuar con su particular homenaje. Lo hizo, claro, pero yo ya no la escuché más, no por descortesía, sino porque mi mente, aún en esas incómodas condiciones bucales, se fue de viaje por las nubes.
Mi hermana se llamaba Jorgelina y yo le decía "Lucio": a los 10 años, instante de mayor impunidad en la larga cabalgata por la estupidez de un niño, comencé a deformar su nombre hasta llegar, absurdamente, a ese apodo.
Hoy se cumplen dos años de que Lucio murió de cáncer. Tenía 42, estaba divorciada y era hermosa; era mi única hermana.
Una pérdida profunda es como un choque, pero no como un choque de camiones o de trenes, sino como uno contra un búfalo: aún cuando seamos fuertes, aún incluso cuando nos preparemos para la embestida, no hay forma de no ser arrasado por él. Quedás noqueado en el piso, mientras la tribuna te pide, te exige y espera que te repongas. Lo hacés, claro. Lo hace tu cuerpo, con patriótica inercia, y se va cada día a trabajar. Tu alma, en cambio, y eso no lo ve nadie, se queda penando en el fondo de un pozo, acorralada por perros negros.
Lucio murió después de pelearle a la bestia diez años, tiempo que llevó con toda la hidalguía, el orgullo y la pasión de la que era capaz, que era inmensa. Lucio era mi mejor amiga, condición a la que llegamos después de mucho fatigar, habiendo superado las trampas a las que se someten dos hermanos: las conspiraciones de los celos, las asimetrías sentimentales -vos siempre tan generosa, yo siempre tan cómodo-, las estúpidas batallas por el amor exclusivo de nuestros viejos o por sentirse absurdamente relegado.
Puede sonar brutal o incluso inadecuado, pero el primer sentimiento con la partida -y creo que el de mi vieja también- fue de incómodo alivio: su calvario final, una agonía de medio año de quimioterapias, metástasis y llantos, nos había conducido a una categoría ulterior del sufrimiento, algo parecido al desquicio. Cada centímetro que el hígado se hinchaba, también se hinchaba nuestra desesperación. Esa angustia no sólo tenía que ver con el sufrimiento físico o la acechanza inapelable del adiós, sino también con el agotamiento mental y emocional que nos provocaba todo eso: ya no sabés qué decir, ya no sabés cómo consolar, ya no sabés cómo disfrazar la rotunda inminencia de las sombras.
Recuerdo haberla acompañado a todas las quimioterapias (¿fueron setenta? ¿fueron cien?) que hizo. Teníamos nuestra rutina: antes de ponerse a leer o de dormir, se sentaba en esos sillones marrones que espero no volver a ver y, mientras las enfermeras la conectaban con ese jugo viscoso que decían que era bueno y nuestra viuda madre hacía inmundos trámites clínicos, le buscaba videos ochentosos en Youtube -ok, a veces cedía y le ponía alguna cumbia-, y cantábamos, aunque sea en voz baja, como viejos amigos. Una vez por semana, durante cuatros meses. Después, a esperar que la bestia retroceda. La bestia retrocedía, pero para pegar un salto más largo.
Charlábamos mucho, muchísimo, y en esos diálogos en los que cabía el mundo se forjó un vínculo también desigual, en especial por la agudeza crítica con la que ella abordaba cada tema. En su living yo conectaba con el Universo. Su capacidad para diseccionar cada pieza de nuestra compleja maquinaria emocional me despertaba ya no admiración, sino asombro. Su mirada amorosa e implacable sobre mis asuntos desnudaban mi torpeza o mis engaños. Ahí comprobé que asomarse a la muerte también puede ser asomarse a la sabiduría.
Recuerdo cuando me dijo de empezar a cumplir todo aquello que la hiciera disfrutar. No lo mencionó, pero fue la forma de comenzar a despedirse. Aún en la desgracia, al menos tenía los recursos necesarios para viajar. Se había retirado de un puesto jerárquico en una multinacional, lo que le aseguró una jubilación premium. "Tengo que hacer una nota en Nueva York, ¿venís?", le dije. Y fuimos. "Acompañame a España", me llamó un día, y sacó pasajes. Me acuerdo cuando a la salida del recital de Dylan en el Gran Rex con los ojos húmedos por la emoción que le había causado verlo desde la fila 9, agradecida por mi invitación, me retrucó: "Nos queda ver a Cohen. Vayamos". No me lo dijo, pero es probable que, teniendo en cuenta que el viejo no tenía pensado venir, pensara: "veámoslo antes de que alguno de los dos, o Cohen o yo, no esté". Volamos a la Florida, de ahí en auto hasta Tampa, hasta llegar a un auditorio moderno y hermoso, al lado de un río. Rodeados de hippies de Woodstock de pelo largo canoso y progres de la América profunda, disfrutamos de uno de los mejores conciertos de nuestras vidas. Ahí estaba, al fin, el viejo poeta de Montreal con toda su leyenda a cuestas, musitando los himnos que lo habían hecho grande. Abrazados, con un vino en la mano, cantamos aquello de "Everybody knows that the plague is coming/ Everybody knows that it’s moving fast".
También tuvimos peleas legendarias, provocadas, claro, por la bomba que latía debajo de su piel y por mi falta de paciencia o de consciencia con todo lo que pasaba. Fueron muy pocas, pero en ellas se desataron rayos y truenos de angustia y de gritos. Era una forma de exorcismo. Un reclamo y su consiguiente reacción, ambos desmesurados. Ahí no hay cartografía sobre qué hacer: solo te salva la ternura.
Doblada de dolor en su sillón del living, podía ver el malestar que la mordía por dentro. Además de todo, además de perder el pelo, las pestañas, la energía, la sensualidad, el control del cuerpo o la ambición, se cernía sobre ella una aplastante sensación de injusticia: alguien la estaba tomando de las solapas y se la llevaba de viaje hacia lo ominoso, lo desconocido. ¿Quién coño va a querer eso a los 42 años? ¿Cómo no vas desear ver otro atardecer cuando tus ojos son sanos? ¿Qué mujer no quiere volver a abrazar sin remera?
Hay cosas que queman, y una de ellas es la muerte, porque no es verdad que uno supere la pérdida: uno se acostumbra. Así como, intuyo, hay gente que se adecúa a vivir sin un brazo o sin el oído, así pasa con los duelos: no los dejás atrás, sólo te adaptás al vacío. Somos, en definitiva, una colección de sobreadaptados.
En El loro de Flaubert, Julian Barnes reflexiona sobre los duelos: "Al final lográs superarlo, es verdad. Pero no lo superás de las misma manera que un tren sale de un túnel, con un brusco surgir al paisaje soleado del otro lado de los Downs; lo superás más bien a la manera como una gaviota se libra por fin de la pegajosa mancha de petróleo. Alquitranado y emplumado de por vida".
Manchado de alquitrán, todavía drenando la pérdida, la evoco amarillenta e hinchada por la enfermedad, escuchando, acostada y convertida en el eco lejano de lo que era, un fragmento de mi libro. Hablaba y pensaba despacio, pero su inteligencia seguía siendo feroz. Le leí un capítulo entero. Cuando terminé se hizo un silencio en su casa. Pensé que no me había escuchado. O que no me podía responder. Después de unos segundos, con un hilo de voz, me hizo una sola observación tan lúcida y acertada que tuve que corregir el tono del capítulo. Ocurrió horas antes de su internación final, cinco días antes de que se fuera.
Dos años después, con los recuerdos disparados por el detalle de sus carteras, mientras escucho esta canción que tanto cantaba, me repito como un mantra esta frase que el genio de Birmingham escribió hace siglos: "Cuando muera llévenla y divídanla en pequeñas estrellas, el rostro del cielo se tornará tan bello que el mundo entero se enamorará de la noche y dejará de adorar al estridente sol".