En la costa norte de Tierra del Fuego, se asienta Cabo San Pablo, donde naufragó el buque Desdémona
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CABO SAN PABLO, Tierra del Fuego.– “Estamos frente al Titanic de Tierra del Fuego”, dice Silvia Sosa frente al naufragio del Desdémona, que se produjo en 1985, el icónico barco encallado en la caleta de este inhóspito cabo en la costa norte, solitaria y salvaje de Tierra del Fuego. Sólo ocho personas viven frente al mar del fin del mundo, desde hace siglos los marinos más intrépidos han hallado su final en estas heladas aguas. Un faro inclinado por un terremoto ya no señala la costa. “La gente cree que hay fantasmas en el barco y vienen a verlo”, indica Sosa. El oxidado naufragio queda al descubierto cuando baja la marea. “A veces le hablo”, agrega.
“Es mágico”, confiesa Silvia. Cuando conoció por primera vez este páramo, se sentó frente al Desdémona y le dijo que quería vivir aquí. Pocos años después, ese sueño se hizo realidad. Junto a su marido, Miguel Capdet, vive incomunicada con el mundo, pero conectada con el mar. Tiene un pequeño restaurante de tres mesas y un camping sencillo, un refugio de humanidad alrededor de la más completa soledad. Vive sin teléfono ni internet, unos paneles solares producen electricidad, pero, en los largos meses invernales, un generador tose algunas revoluciones y enciende luces y la heladera. Tiene una red en la popa del barco, cuando baja la marea salmones salvajes y róbalos quedan atrapados. “No necesitamos más, el mar nos da todo, aunque a veces te da miedo”, reconoce Capdet, que es marinero y hombre de mar.
¿Por qué un barco encallado llama tanto la atención? “Es difícil hallar uno que esté en una caleta tan desolada y de ese porte y con su inclinación”, reconoce Capdet. Inseparable de la costa, desde lo alto del cabo, en las ruinas del viejo faro, cuando baja el sol el óxido recibe la luz dorada y provoca en su casco un brillo irreal. “Lo primero que hago cuando me despierto es salir y verlo”, dice Sosa.
“No es fácil vivir acá, el fin del mundo nos aceptó”, cuenta Capdet. Junto a Sosa, conoció el cabo en 1988. Él viene de La Pampa; Silvia, de Córdoba. Ese año pasaron una navidad con un matrimonio amigo. Ella fue la que sintió el toque del barco, un llamado. Vivían en Ushuaia. Sosa había llegado a la ciudad más austral del mundo en 1983. “Mi mamá me había dicho que si me quería volver fuera a la estación de tren y me tomara uno de regreso”, recuerda. La nieve la ahogó con su horizonte silencioso. Fue hasta la Base Naval de Ushuaia y le preguntó al guardia si había un tren que la llevara a Córdoba. Sólo obtuvo risas como respuesta. Cayó en la cuenta que la isla no deja salir con facilidad a quienes la habitan.
Trabajó en fábricas de electrodomésticos. Por entonces, un camión se paseaba por las calles embarradas de Ushuaia llamando a los vecinos. “Te daban trabajo en la calle”, recuerda Sosa. Luego, ingresó al hospital y en 2012 se jubiló. El Desdémona la llamaba. En ese momento, Miguel navegaba por el Canal Beagle. “Yo sentía que mi vida estaba allá, frente al barco”, relata Sosa. Tuvieron dos hijos. Iban todos los fines de semana a al cabo y construyeron un pequeño rancho. En 2014 hubo un intento de usurpación y Silvia tomó una determinación. Nadie iba a quitarle el sueño. “Me vine a vivir sola”, indica. Miguel le trajo víveres para algunos meses, pero esos meses se convirtieron en años. Él se quedó con los hijos y al frente de una lancha turística, y ella, en la soledad, frente al naufragio del Desdémona.
Lugar en el mundo
La vida en soledad no le pesó. Si hoy viven ocho personas, todas pescadores, en 2014 eran menos, una pareja le enseñó los artes de pesca. En la popa del Desdémona instaló una red que trabaja en la zona intermareal. Sumergida en marea alta, cuando baja sólo tiene que recoger los pescados que quedan atrapados. Se mantuvo con esto y buscando pulpos debajo de las rocas. No tenía pantallas solares. De noche, se iluminaba con velas. “Pero, a veces, no era necesario encenderlas, porque las estrellas hacían que la noche fuera un día”, cuenta. En verano, a las tres de la madrugada ya amanece y durante todo el día veía la misma secuencia: los visitantes que entraban a la costa para ver el barco. “Se me ocurrió hacer pan casero”, señala Sosa. Bajaba y se los ofrecía.
“Gracias por el gesto, no lo olvidaremos”, le dijo un cliente que le pidió una comida. Ella estaba haciendo sopa de pescado y le ofreció un plato. La esposa del hombre le preguntó por qué no hacía comida para vender y la idea le pareció buena. Con la pesca del día tuvo resuelto el menú, luego continuó con el pan casero. Así estuvo todo un año. Miguel la visitaba el sábado a la noche y volvía el domingo a Ushuaia. Desconocía que ella estaba trabajando en Cabo San Pablo. “Un día me animé y le dije”, recuerda. Pero aún más, había ahorrado para comprar un zepelín e instalar el gas. “Junté $50.000″, se enorgullece. Corría 2016. Sólo faltaba conseguir agua. “Estaba segura de que cerca de la casa había”, dice Sosa. Una mañana la visitó su hijo y comenzaron a cavar, a la cuarta palada, el agua brotó. “Fue como encontrar oro”, agrega. La historia se puso mejor.
“Acá la vida es más sencilla, sos dueño de tu destino”, afirma Capdet. En 2018 dejó Ushuaia y acompañó a Silvia y le dio forma al proyecto de vida. Desde entonces viven frente a la costa. Levantó el restaurante y la vivienda, con ventanales que muestran al protagonista de sus vidas: el Desdémona. Hizo una bajada más directa hacia la costa e instaló panales solares. “Hay personas que están toda la vida buscando su lugar en el mundo, acá encontramos el nuestro”, confirma. Para completar, hicieron un camping.
Cosas de mar
¿Cómo es la vida en la soledad absoluta? “Estamos incomunicados, no hay médicos, pero vivimos en el paraíso, nos arreglamos. Acá sos feliz con poco”, dice Capdet. Se dividen las tareas, cuando baja la marea salen a buscar pescados, cortar leña, mantener las plantas y la casa. El mar obliga a un mantenimiento constante. “Acá te olvidás del mundo y cuando te enterás de alguna noticia, ya pasó una semana, nos hace bien estar alejados del mundo de los noticieros”, agrega. Le dan de comer a Rulo, una oveja que iba a ser una cena navideña, pero terminó como animal de compañía del matrimonio. “Protegemos todo lo que podemos, les dejamos comida a los pájaros”, dice Capdet.
Tiene un esparcimiento. Con una radio VHF marina se comunica con los barcos que pasan por la costa. “Hablamos de cosas de mar”, dice.
Merodeando alrededor de la casa se ven zorros, guanacos y caballos que bajan a beber agua del río San Pablo. Dos peligros acechan: los perros cimarrones, que no distinguen presas, y los visones, que persiguen un tesoro, los pescados que quedan atrapados en la red. Sobre el cabo, suelen sobrevolar los cóndores las casas.
“Valorás lo sencillo, la salida de la luna sobre el mar”, describe Sosa. En días de plenilunio, la luna emerge del mar del doble de su tamaño de un color anaranjado, a un costado del Desdémona. “Es como si fuera una naranja”, se emociona Sosa. Silvia cocina, mientras escucha música de Radio Nacional Río Grande, la única que llega. “Todo esto está inexplorado”, dice Capdet, mientras mira al este, donde se presagia la oscura e incógnita Península Mitre.
En la cima del Cabo San Pablo se halla un faro inclinado de 1945. A punto de caerse, es un mudo testigo de un fuerte terremoto que sacudió la isla en 1949. En 1966 se construyó el actual, sin tripulantes, una torre troncopiramidal de seis metros de altura, que se activa en forma automática con energía fotovoltaica, la señal luminosa tiene un alcance óptico de 12,5 millas náuticas (unos 23 kilómetros). Sin embargo, la costa es un cementerio de barcos. El Desdémona y su lenta agonía en la caleta son una muestra del peligro de navegar por estas irredentas aguas.
Naufragio
¿Cómo fue el naufragio del buque? Fue construido en los astilleros H. C. Stulken and Sohn, en Hamburgo, Alemania. Tenía dos gemelos, el Ofelia, hundido frente a la costa de Venezuela y el Cleopatra, desguazado en el puerto de Buenos Aires. Como todos los buques alemanes construidos en la posguerra, no debían tener mucha potencia. Se lo equipó con un motor diésel Krupp de 8 cilindros de 1470 HP con una sola hélice, originalmente diseñado para submarinos. Podía desarrollar apenas 10 nudos (poco más de 18 kilómetros por hora).
La nave entró a navegar en aguas argentinas en la década del 60 en la compañía Líneas Marítimas Cormorán. Los marinos afirman que algunos barcos nacen con mala suerte, como el Desdémona. En julio de 1983 cuando navegaba cerca de Mar del Plata, recibió el impacto de un rayo que averió su sistema de comunicaciones y su radar. Un denso banco de niebla lo abrazó y quedó varado. Tuvo otra varadura en Río Grande y, finalmente, su último viaje lo hizo con una carga de 20.000 bolsas de cemento, desde el puerto de Comodoro Rivadavia hasta Ushuaia. Según relata su capitán Germán Prillwitz, en el libro Naufragios de Carlos Vairo, la nave sufrió un sabotaje y perdió su potencia.
Un temporal lo encerró a la altura del cabo San Pablo el 9 de septiembre de 1985 a la una de la madrugada y ante la inminencia de perder el gobierno de la nave, el capitán decido acercarse a la costa, e impactó en popa con una restinga que no figuraba en las cartas náuticas. El choque perforó el barco e inundó la bodega. Algunos dicen que la maniobra estaba preparada para cobrar el seguro. Luego de un tiempo, el buque se incendió incidentalmente. Después de esto, nacieron el misterio y la leyenda.
“Este mar no está contaminado, la costa es mística”, describe Miguel. Además de los peces se ven algas en la orilla. Cachiyuyos, principalmente, que los usan para sus estofados. Debajo del agua, hay bosques de estas macroalgas. “Son los ecosistemas menos perturbados de la Tierra”, dice la bióloga marina Carolina Pantano, que trabaja en el territorio en su protección para la Fundación Por el Mar. Más de 60 especies de invertebrados los usan como refugio para desovar, como la codiciada centolla. Proveen alimento, medicina, protección costera y mitigan el cambio climático.
“Salgo muy poco. Todo lo que quiero lo tengo acá”, se confiesa Sosa. Río Grande está a 120 kilómetros y Ushuaia, a 200. Le gusta cocinar, lo hace bien, su menú es costero: róbalo a la pizza, salmón grillado, pizza de mariscos, empanadas de pescado, pero también amasa el pan y las facturas para el desayuno. “Todo lo hago a mano, soy feliz en la soledad”, agrega, mientras mira por la ventana al Desdémona, confidente y misterioso.
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