A ochenta años de la trágica muerte de Leopoldo Lugones
En aquellos años, entre los más jóvenes se había puesto de moda atacar al escritor que había sido adorado por las generaciones juveniles anteriores. Una de las cultoras de esa moda fue María Alicia Domínguez. Estudiante de Letras, con condiciones literarias para destacarse, varias poesías publicadas y veintidós años cumplidos en 1930, era, además, profesora de Instrucción Cívica y Castellano en la Escuela Comercial Sud nro. 4.
En una entrevista para el diario La Razón le preguntaron qué opinaba de la poesía de Leopoldo Lugones y respondió: "No me gusta. Carece de humanidad y de lirismo". Jamás pensó que, un mes después de aquella manifestación desafortunada, necesitaría una mano del hombre al que había criticado tan livianamente.
María Alicia recibió un nombramiento de Asistente Técnica que esperaba con ansias. Pero los horarios de los dos trabajos se superponían. Se le ocurrió que, como la tarea de asistencia era en el Ministerio de Educación, podía gestionar que las horas cátedra se cubrieran en la Biblioteca del Maestro. Para lograrlo, debía convencer al director de la biblioteca: Leopoldo Lugones.
María Alicia le escribió una carta, explicándole el problema que tenía y al día siguiente Lugones la citó en su despacho. Después de un intercambio un poco tenso, Lugones le propuso una solución: una fusión de tareas en la misma oficina en donde ella trabajaba. Ese día comenzó una relación que trascendió la amistad.
En el Ministerio de Educación, las visitas de María Alicia Domínguez a Leopoldo Lugones se hicieron habituales. Pasaba mucho tiempo en el despacho del director. Él leía poesías y le regalaba libros. Juntos tomaban el té en el despacho.
María Alicia seguía escribiendo poesía y, en 1937, cuando la relación con Lugones ya había alcanzado su madurez, publicó la primera biografía novelada de Mariquita Sánchez de Thompson. En el mundo de las Letras era conocida como la discípula de Lugones, título que ella lucía con orgullo.
En enero de 1938, Lugones le regaló su lapicera de madera, muy rudimentaria, y le aclaró: "Es la que he usado toda mi vida, tampoco he tenido más que un par de anteojos". Se dice que cuando una persona con el carácter abatido entrega un objeto preciado, es porque está despidiéndose. Lejos estuvo de sospecharlo su compañera.
María Alicia Domínguez fue la última persona de confianza que estuvo junto al poeta antes de que se quitara la vida. "La última vez que vi a Leopoldo Lugones fue el viernes 18 de febrero de 1938, a las dos y media de la tarde más o menos. Crucé, como tantas veces, el corredor que separaba nuestras oficinas. Me sorprendió su gravedad, una dulce gravedad, serena, que parecía volverlo distante”, contó posteriormente María Alicia.
Aquel viernes de calor sofocante, Lugones le contó en confidencia a su joven amiga que el nuevo gobierno lo había citado en Campo de Mayo en relación a unas armas que Lugones había guardado durante los episodios del golpe de estado de 1930. María Alicia, preocupada, le pidió que la llamara para asegurarse de que todo estuviera bien.
-Si puedo, te llamo-, fueron las últimas palabras que escuchó de Lugones.
Anteriormente, el escritor había llamado a su casa para decirle a su mujer, Juana González, que tenía mucho calor y que partiría al Tigre, para descansar y tomar algo fresco. Abandonó su despacho y caminó hasta Retiro, donde compró un boleto de tren a Tigre. Solo de ida.
María Alicia Domínguez continuó con sus tareas y quedó a la expectativa de que sonara el teléfono. En la estación terminal de Tigre, el hombre preguntó cuál era el recreo más alejado y tomó una lancha colectiva hacia una hostería llamada El Tropezón. Allí pidió una botella de whisky.
Nunca tomaba whisky. Recién luego de varios fondos blancos se instaló en la habitación número 19, con la botella, y pidió que no lo molestaran hasta la hora de comer. Murió esa tarde, la del 18 de febrero de 1938, luego de ingerir whisky con cianuro. Lo velaron en su casa, en avenida Santa Fe 1391. María Alicia nunca recibió el llamado.
En su biografía de Lugones, Cristina Mucci agrega un dato. Le contaron en El Tropezón que, una vez, una empleada de la Biblioteca del Maestro fue a visitar el cuarto donde murió el poeta y "se arrojó con desesperación sobre su cama y se largó a llorar". Su identidad nunca pudo ser establecida.
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