A la mesa, sin celular: ¿qué perdemos cuando dejamos de comer en familia?
Los horarios de trabajo, de jardín de infantes y las distintas actividades de la rutina semanal hicieron que Carla, de 38 años, y su marido, Alejandro, de 48, decidan comer separados de sus hijos. A Lautaro y Benicio, mellizos de siete años, les daba de comer su abuelo o, a veces, su mamá, alrededor de las 19.30. Después, se iban a dormir. La tablet y el televisor eran bienvenidos a la mesa.
Hace poco más de un año que la pareja de abogados –que prefirió no dar su apellido– intenta instalar el hábito de compartir las comidas en familia, en su departamento del barrio de Palermo, pero no les resulta una tarea fácil. "Mis hijos no están acostumbrados a sentarse y conversar, porque comían solos mientras veían algún video. De a poco, fuimos sacando la tecnología para dar lugar al diálogo", cuenta ella.
Aún cuando comenzaron a reunirse los cuatro, cada uno siguió comiendo su menú –Alejandro, carne; Carla, ensalada; Lautaro y Benicio, fideos o milanesa con papas fritas–. Es otra costumbre que buscan erradicar, y de la cual Carla se lamenta: "Si hubiese sentado a los chicos con nosotros, podría haberles generado el hábito de comer alimentos que hoy no quieren probar".
El ritual de comer en la mesa se ha diluido con el tiempo. Los padres trabajan todo el día, comen en tuppers en la oficina y llegan cansados a sus casas; los chicos almuerzan en el colegio; los celulares se roban la atención de las miradas, y el delivery hace que se olviden las formas y se acorten los tiempos de encuentro.
Protocolo
Tanto psicólogos como especialistas en protocolo, ceremonial y etiqueta coinciden en que el descuido de la mesa familiar compartida tiene un impacto negativo en el desarrollo social de las personas; niños y adultos.
"El carácter nutritivo de la mesa no se limita solo a la calidad de los alimentos, sino a la construcción de vínculos, modalidades relacionales, conversaciones. Cocinar, distribuir los cubiertos, acercar el agua, servir la comida, son interacciones que requieren una labor de equipo que, sin dudas, excede el hecho de alimentarse", explica Denise Beckford, psicóloga especializada en niños y adolescentes, con perspectiva vincular y familiar, que solía trabajar en el Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez y, ahora, atiende en su consultorio particular, en Villa Ortúzar, y da clases Psicología en el colegio San Patricio, en Villa Urquiza.
Una característica particular que tiene la mesa respecto de otros espacios, según Beckford, es que "cuando sucede satisfactoriamente, se instala en la rutina como algo incuestionable, que no se suspende por lluvia y que, si un día se reemplaza por algún evento especial, al día siguiente volverá a suceder".
En la casa de la familia Cogorno-Pierri, en un barrio cerrado de Tigre, las comidas familiares son un hábito adquirido y una oportunidad para profundizar la educación de Feliciano y Solana, de tres y seis años, respectivamente.
"Es un momento de comunicación, para hablar de emociones y proyectos familiares. También, para enseñar buenos modales, cómo se pone la mesa, cómo se usan los cubiertos, y que mis hijos puedan adquirirlo con naturalidad", cuenta Natalia Pierri, abogada y directora de Estilo Solana, un centro de asesoramiento de imagen.
Pierri y su marido Juan Pablo –contador especialista en derecho impositivo– consideran que es importante que sus hijos "vean una mesa cuidada y bien puesta, para que entiendan el valor que tiene el espacio". Por eso, además de los elementos básicos (mantel, servilletas, platos, vasos), suelen incorporar flores naturales a modo de adorno.
Si bien los hijos de Pierri y Cogorno son chicos, sus padres intentan hacerlos colaborar en el desarmado de la mesa. "Con que levanten un tenedor ya me siento contenta, porque aprenden a ser solidarios con el otro", dice Perri.
Diálogo y aprendizaje
El diálogo es una de las virtudes principales que se desprenden en torno al ritual de la comida. "Cuando uno conversa y se mira, es posible empatizar con el otro, descubrir cómo está, qué le pasa. Ser nombrado, escuchado y validado por la otra persona, habilita una sensación de seguridad que fortalece la imagen de uno mismo y da solidez para asumir desafíos y desenvolverse en sociedad", afirma Leticia Arlenghi, licenciada en Psicología por la Universidad de la Marina Mercante y especializada en terapia Gestalt en Estados Unidos, Argentina y Chile.
Según Alrlenghi, la mesa es un espacio donde se construye identidad, como en una tribu, y se transmiten valores, enseñanzas y habilidades: "En la mesa hay alguien que ocupa el lugar de guía y es un espejo para aprender qué se come, cómo se come, cuándo se come. Se aprenden hábitos alimentarios y se despliegan habilidades motrices".
Como en muchas familias resulta difícil dedicar tiempo para recuperar la comensalidad –del latín cum (con) y mensa (mesa)–, las psicólogas consultadas destacan la importancia de buscar momentos de intercambio dentro de la rutina semanal: en las idas y vueltas del colegio, en el club, en talleres, con juegos de mesa o películas.
En línea con las profesionales, los ceremonialistas también consideran que la oportunidad de conversar en familia que se pierde al prescindir de espacios compartidos hace que los jóvenes carezcan de herramientas para comunicarse fuera de su casa.
"Las situaciones de violencia que hemos visto en este último tiempo reflejan que existe una comunicación verbal paupérrima, fallida, y eso empieza en la mesa, el punto neurálgico de intercambio familiar. Los adolescentes no saben expresarse con palabras, entonces acuden a los golpes", opina Eva Lucía Branda, ceremonialista del Centro Delfina Mitre Espacio Cultural.
Branda y su hija Mercedes, de 13 años, suelen esperar con un aperitivo nocturno a Gabriel Abello, el padre de la familia, y a Lourdes, de 21 años, ya que son los últimos en llegar a su casa, ubicada en el barrio de Palermo. Gabriel trabaja en el Ministerio de Defensa y Lourdes estudia Comunicación en la Universidad Católica Argentina.
En aquel momento, previo a la comida principal, definen los roles para esa noche: quién cocina, quién pone la mesa, quién la levanta, quién lava los platos. Cuando la comida está lista –en general, alrededor de las 20.30–, se sientan a la mesa sin celulares y con el televisor apagado, dos condiciones que son innegociables.
Estadísticas
En 2011, tras 17 años de estudio, el Centro Nacional sobre Adicciones y Abuso de Drogas de la Universidad de Columbia concluyó que puede reducirse el riesgo de que los adolescentes caigan en adicciones si aumenta la cantidad de veces en las que se come en familia. La investigación se titula "La importancia de las comidas familiares".
Según el informe de la universidad estadounidense, los adolescentes que comparten menos de tres mesas familiares por semana, comparados con aquellos que lo hacen entre cinco y siete ocasiones, son: dos veces más propensos a consumir alcohol; dos veces y media, marihuana, y es cuatro veces más probable que fumen tabaco y tengan expectativa de consumir algún tipo de drogas en el futuro.
Comer en familia fortalece la calidad de las relaciones familiares y, tal como expone el estudio, cuanto mejor es el vínculo entre padres e hijos, menor es la probabilidad de que los jóvenes desarrollen adicciones.
También, el Pediatric Academic Society Meeting, congreso internacional que reúne anualmente sociedades pediátricas de distintos países del mundo, determinó que los niños que comparten mesas con sus padres son más exitosos en el ámbito académico y emocional y menos propensos al bullying.
Adultos
En lo que a los adultos respecta, además del refuerzo del vínculo familiar, la mesa es un punto crucial en el ámbito de los negocios, según la consultora en Protocolo Internacional e Imagen, Karina Vilella: "Si no sabés cómo manejarte, cómo se toman los cubiertos, la negociación pierde seriedad. En mi instituto, la mayor cantidad de alumnos son profesionales entre 30 y 40 años que buscan dar un salto cualitativo y quieren aprender las reglas del comer".
Vilella coincide con el resto de sus colegas sobre la importancia de que padres e hijos coman juntos. "¿Cómo uno se da cuenta si es buen padre? Cuando tu hijo te pregunta, mientras comen, «¿cómo te fue hoy?». Pocos lo hacen; se ha perdido el diálogo en la mesa de los argentinos, están todos sumergidos en el celular", concluye la directora del Centro Diplomacia Karina Vilella.
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