Puesto en términos comparativos, el virus se llevó el equivalente a la población total de una ciudad del tamaño de Santa Rosa; la posición del país en el ranking global de la pandemia
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La Argentina acaba de cruzar la barrera de los 100.000 muertos por coronavirus y el número, frío y demoledor, no sólo encierra un universo de sufrimiento: también dispara decenas de preguntas.
¿Cuánto dolor representa cada una de esas vidas truncadas por la pandemia? ¿Cuáles serán las marcas que dejarán esas pérdidas? ¿Cuántas se podrían haber evitado si las políticas adoptadas hubieran sido otras, si las vacunas llegaban a tiempo? ¿Cuántas muertes restan sufrir aún antes de que por fin veamos el fin de esta pesadilla? ¿Hay respuesta ante tanta desolación?
Con los números difundidos hoy, la Argentina suma 100.250 muertos. La cifra, por lo pronto, abruma. Puesto en términos comparativos, este virus se llevó el equivalente a la población total de una ciudad mediana. Un poco más de 100.000 son los habitantes de Santa Rosa, la capital de La Pampa.
Ranking
En el ranking global, la Argentina ocupa uno de los peores lugares. Esta mañana, con una tasa de 2239 muertes cada millón de habitantes, estaba dentro de los diez países más afectados. Perú encabeza esa ominosa tabla, que incluye a otros países de la región en los primeros lugares. Brasil y Colombia están incluso peor que la Argentina. El virus no distinguió colores políticos y fue impiadoso con América del Sur: ninguna otra región se vio tan diezmada. Su daño se cuenta en muertes, pero también en el derrumbe económico y en los miles de chicos en edad escolar que vieron interrumpida su educación.
En la inmensidad de los grandes números se esconde el llanto de las familias que sufrieron pérdidas. El coronavirus fue cruel no sólo por lo contagioso y letal, sino también por la imposición de agonías en soledad a las que obligó, en especial al inicio de la pandemia.
Muertes en la Argentina, hasta la última actualización
Los protocolos de aislamiento absoluto hicieron que los enfermos terminales tuviesen que cursar los últimos días de su vida aislados de sus familias y amigos. Incluso el contacto con médicos y enfermeros era limitado y estaba mediado por las capas de protección que dificultaban la comunicación. “Los pacientes nos miran como si fuéramos astronautas y encima se sienten culpables porque entienden que nos estamos protegiendo de ellos. Es muy difícil comunicarnos en esas condiciones”, explicaba Isabel, una enfermera del Hospital Fernández, al comienzo de la pandemia.
La deshumanización de los ritos con que aprendimos a lidiar con la muerte se trasladó a los entierros y velorios, que en el inicio también estaban restringidos. El amigo de una de las primeras víctimas de Córdoba recuerda el clima de clandestinidad que rodeó al entierro. El empleado del servicio fúnebre dejó la urna en una tapia “como si fuese una bomba atómica” y los cinco presentes se apuraron a depositarla en la fosa que habían cavado durante la noche. Parecía, dijo, “el entierro de un narcotraficante”.
“Morir en un completo aislamiento no es buen morir. Es todo contrario a lo que la mayor parte de las personas imaginan para su muerte e impacta de manera negativa en la elaboración del duelo”, señala Gustavo de Simone, un médico especialista en cuidados paliativos que coordinó entrenamientos y protocolos para humanizar el cuidado de pacientes terminales y sus familiares hasta lograr incluir el “derecho a la despedida” en las prácticas de muchos hospitales.
Fatiga por compasión
De Simone explica que el propio personal de salud sufrió a causa de haber tenido que lidiar con tantas muertes traumáticas. La “fatiga por compasión”, dice, es una consecuencia del cansancio físico y emocional que generó la pandemia en los profesionales de la salud. Se manifiesta en insomnio y alteraciones de ánimo, entre otros síntomas. Ellos, los médicos, enfermeros y el resto de los trabajadores de clínicas y hospitales se llevaron una de las peores partes de esta tragedia.
Entre las víctimas fatales, los adultos mayores fueron los que más sufrieron. Más de la mitad de las muertes por coronavirus registradas en la Argentina fueron de personas que habían superado los 70 años. El miedo al contagio representado por esa cifra generó largos períodos de aislamiento, en los que ese segmento de la población vivió privado del contacto con sus familias. Pero no fueron los únicos: el virus fue democrático a la hora de esparcir restricciones, aislamiento y temor.
Tanto dolor y sufrimiento se dio en el contexto de una creciente confrontación política. El Gobierno fue rápido para implementar una temprana cuarentena. El 19 de marzo del año pasado Alberto Fernández anunció el inicio de un confinamiento obligatorio con el objetivo, dijo, de fortalecer el sistema de salud y evitar el colapso de hospitales que entonces se veía en Europa.
Esa medida, y las sucesivas prolongaciones iniciales de la cuarentena, fueron anunciadas con un significativo consenso político, cuya imagen más elocuente fue el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, y el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, sentados en la misma mesa que el Presidente.
Ranking global de muertes, hasta la última actualización
“Prefiero tener el 10% más de pobres y no 100.000 muertos en la Argentina”, dijo el Presidente en un reportaje publicado en el diario Perfil el 12 de abril del año pasado. Al final, la Argentina padeció la pobreza y también los muertos, pero la frase señala la lógica con que Fernández se abrazó a sus decisiones sanitarias en el inicio de la pandemia.
El Presidente logró crecer en las encuestas durante esos primeros meses, pero pronto sus propios errores y desmanejos hicieron que ese capital político acumulado comenzara a dilapidarse. La prolongación de la cuarentena como casi única medida sanitaria en medio del derrumbe económico, la escasez de testeos, el vacunatorio VIP para amigos y aliados, las negociaciones confusas para obtener vacunas, los largos meses sin clases presenciales y la confrontación con enemigos reales e imaginarios son sólo algunas de las razones que horadaron la credibilidad del Gobierno.
“Se enamoraron del instrumento”, evalúa Adolfo Rubinstein sobre la relación del Gobierno con la cuarentena. El ex ministro de Salud durante el gobierno de Mauricio Macri considera que el gran error de la gestión de la pandemia fue mantener una “cuarentena plana” durante tanto tiempo. La medida, dice, se copió de Europa, pero en la Argentina, con más de la mitad de la economía en la informalidad, no había forma de sostenerla.
Ante el relajamiento de hecho de la cuarentena que se fue dando por la necesidad de generar ingresos, el Gobierno fue licuando el capital político que luego necesitó cuando tuvo que volver a instalar las restricciones por el aumento de contagios. Para Rubinstein, y muchos de los analistas, una estrategia de cierres focalizados, estrictos, pero más cortos, hubiese sido más eficiente. La famosa estrategia de la danza y el martillo.
Grieta
La pérdida de consenso sobre la cuarentena acrecentó la grieta política y comenzaron a aparecer diversos chivos expiatorios a los que el oficialismo y sus aliados culparon del aumento de casos. Sandra, la jubilada de 85 años que discutió con la Policía de la Ciudad de Buenos Aires porque no la dejaban tomar sol en el parque, fue el primer símbolo del sinsentido que adquirieron ciertas medidas de confinamiento. Desde corredores a jóvenes que organizaban encuentros sociales y, ahora, a turistas argentinos que viajaron a Miami, la vocación persecutoria de sectores de la alianza de gobierno fue encontrando blancos fáciles.
Mientras tanto, las gestiones para conseguir las vacunas, el insumo central con que los países más avanzados comienzan a salir de la pesadilla del Covid, tuvieron trabas y contratiempos. A las negociaciones nunca del todo aclaradas con Pfizer se agregan ahora los problemas para conseguir la segunda dosis de la Sputnik V. A inicios de esta semana, solo el 11 por ciento de la población argentina estaba inoculada con las dos dosis. Esto representa un riesgo ante el avance de las nuevas cepas ya que la protección con una primera dosis no es suficiente contra las mutaciones del virus.
Las dilaciones para completar el esquema de vacunación son apenas uno de los factores que generan incertidumbre sobre la evolución de la pandemia en la Argentina. El límite de los 100.000 muertos se cruzó cuando algunas tenues señales, como la ocupación de las camas de terapia intensiva, podrían marcar que lo peor ya pasó, pero ningún especialista se atreve a pronosticar una pronta superación de la epidemia.
Uno de los segmentos de la población más perjudicado por las políticas del Gobierno fueron los niños en edad escolar. Primero se les prohibió hasta salir de las casas y luego se les restringió durante largos meses su derecho a la educación.
Los chicos del Gran Buenos Aires fueron particularmente damnificados por el tesón que el Gobierno puso en mantener las aulas cerradas, una medida que se continuó durante casi todo el año pasado y el inicio del actual. La grieta de desigualdad generada por la educación virtual entre aquellos niños con acceso a tecnología y los que debieron conformarse con ejercicios enviados por WhatsApp quedó registrada en múltiples estudios, incluyendo los del propio ministerio de Educación.
Encerrado en su receta y atrincherado contra los supuestos enemigos de la salud, el oficialismo no supo, o no pudo, estar a la altura de las enormes demandas que planteó el drama de la pandemia. Los 100.000 muertos son parte del legado con que se escribirá la historia de este Gobierno.
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