Violencia de género: Las voces de mujeres que no encuentran protección estatal
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No salir de la casa durante todo el fin de semana. Desconfiar de los autos que estacionan cerca y descartar llamados provenientes de números desconocidos. Nada alcanza para espantar el miedo. Así viven las víctimas de la violencia de género mientras la cantidad de casos aumenta cada día. “Vivo más presa yo que él”, resumió Zunilda Arce Acuña, una mujer que denunció a su expareja por ejercer sobre ella toda clase de violencia –física, verbal, económica y sexual–, pero que sigue merodeándola, incluso, incumpliendo medidas de restricción o deshaciéndose de la tobillera electrónica que le impuso la Justicia. “Me dijo que mi hija y yo vamos a terminar en una bolsa negra”.
Cuando en 2011 Zunilda se casó con Fernando –se omite el apellido por un “bozal” legal que le otorgó la Justicia– jamás imaginó que estaba inaugurando un infierno personal. “Al año y medio empezó con gritos, insultos, me decía todo el tiempo que yo no servía para nada, que me había casado con él por interés. Al mismo tiempo me sometía sexualmente, y eso derivó en los golpes”.
Zunilda juntó coraje y en 2013 pudo radicar la primera denuncia contra su marido en la comisaría 33 de Pompeya. Ese día, contó que se había dislocado el hombro luego de caerse al piso por las patadas y trompadas. Pero el violento no sufrió ninguna consecuencia inmediata.
“Yo lo seguía denunciando y varias veces vino la policía a mi casa, pero me hacían sentir que la problemática era yo. Me decían que a él se lo veía muy bueno, me pedían que me tranquilizara y que todo se iba a arreglar. Cuando se iban, él me agarraba otra vez y me pegaba más fuerte. Me decía ‘ves lo que te digo, nadie te va a creer, vas a quedar como una loca’. Yo en ese momento no sabía lo que era la violencia de género. Estaba acostumbrada a ir a la comisaría y que quedara todo ahí”, explicó.
Recién en 2019, y gracias al asesoramiento de la abogada Raquel Hermida Leyenda, Zunilda denunció a su pareja en la Oficina de Violencia Domestica de la Corte Suprema de Justicia. Tampoco le resultó sencillo. “Estuve tres días para que me tomaran la denuncia. El primer día estuve ocho horas esperando hasta que me dijeron que volviera al otro día. Lo hice y de nuevo no me atendieron. Pero no me fui, me quedé a dormir en una banqueta, pasé toda la noche en la oficina hasta que a la mañana siguiente me atendieron”.
El relato sobre los trámites burocráticos que las víctimas deben enfrentar para ser escuchadas es un eje común en los testimonios de las mujeres damnificadas. Zunilda logró que le dieran un botón antipánico y que le impusieran a su marido una restricción perimetral. Sin embargo, había comenzado, en palabras de ella, “la odisea más grande”. Al violento lo había sacado de su casa, pero no de su vida.
En mayo de 2020, “en atención a los incumplimientos denunciados a la orden de restricción dispuesta”, el Juzgado Civil 106 ordenó la colocación de una tobillera electrónica al hombre destacando que “la adopción de medidas de dicha naturaleza” no declara a alguien como autor de los hechos que se le atribuyen.
“Nunca obedeció nada. Tardó como 15 días para dejarse poner la tobillera que al final resultó peor porque tiene un dispositivo que te avisa cuando él está cerca. Empecé a sufrir la odisea más grande de mi vida porque constantemente me avisaba que él estaba a 100 o 50 metros”, dijo Zunilda.
“Me palpita el corazón”, comentó Guadalupe, confesando los nervios que le produce tener que contar públicamente la pesadilla que vive hace tres años. “En marzo de 2018 –explicó– hice una denuncia por abuso sexual agravado con acceso carnal contra el progenitor de mis dos hijos. La nena, por entonces de cuatro años, me contó una situación de abuso que sufrió por parte de él y la verdad es que entré en un estado de shock absoluto”.
Guadalupe, que como otras víctimas prefiere dar solo su nombre de pila, comenzó a pedir ayuda en los Centros Integrales de la Mujer. Pronto, las declaraciones en Cámara Gesell, los psicodiagnósticos y las terapias confirmaron que también su hijo mayor había sufrido situaciones de abuso.
“Mi nena y mi nene, en ese momento de seis años, fueron muy valientes y se animaron a hablar. Y ahora vivo con el miedo de que el abusador venga y nos pegue un tiro porque es capaz de hacer cualquier cosa. Yo tuve en pareja con él muchos años y sufrí maltrato verbal, económico, sexual. Yo era una víctima que no podía salir de esa situación de violencia. Recién reaccioné cuando mi nena me contó lo que él le hacía”, señaló.
El acusado es en ese caso Mariano Andrés Del Corso Parente y lo que hacía no era nuevo. En 2017, el Tribunal Oral y Correccional Nº12 porteño lo condenó a la pena de cuatro años de prisión por el delito de “abuso sexual gravemente ultrajante” cometido contra su sobrina mientras la víctima tenía entre cuatro y 17 años, según la sentencia que lleva la firma de los jueces Luis Márquez, Darío Medina y Claudia Moscato.
El dolor de perder todo
Las historias de falta de apoyo estatal frente a situaciones de violencia de género son constantes. “Hoy me llamó la policía, una semana después de hacer mi denuncia, para decirme que le ponían una perimetral de 200 metros por 90 días. Intentó matarme y las instituciones no hacen nada. Agradezco estar viva y no me quiero callar”, reclamó Noelia G. La joven, de 26 años, llevaba seis meses viviendo con su pareja, de 25, cuando una noche la tiró al suelo y la golpeó, hasta que una chica llegó a ayudarla y también fue agredida.
“Me agarró de los pelos y me pegó en la cabeza en la calle. Una chica se acercó a ayudarme y él la tiró al suelo y comenzó a darle patadas. Apareció la policía y se lo llevó. Pensé que lo retendrían al menos una noche, pero cuando fui al departamento en el que vivíamos juntos hace seis meses a agarrar mis cosas, llegó él. Fue directo a matarme”, contó Noelia.
Cuando escuchó que intentaba entrar, llamó a la policía, pero el agresor rompió la puerta. Noelia estaba con una amiga, que logró habilitar el paso a los agentes. “Pensé ‘ya está, me va a matar acá’. Cerré los ojos mientras él me pateaba y me escupía. Les pedí por favor a los policías que se lo llevaran, pero me dijeron que no podían hacer nada porque el departamento está a su nombre. Solo me apuraron para que juntara mis cosas y se fueron”, agregó.
Ella se encerró durante tres días en la casa de un amigo, hasta que pudo viajar a otra provincia con familiares. “Sabía que si me encontraba, me mataba. Tuve que dejar toda mi vida: mi trabajo, mis estudios, mis amigos, y escaparme a miles de kilómetros para sentirme segura porque la justicia no existe en este país”, relató.
Realizó una denuncia en la oficina de violencia doméstica y ante una fiscalía. “No puede quedar impune. Lo que me hizo a mí se lo va a hacer a más mujeres. Tiene que estar encerrado, pero el sistema se está burlando de mí. ¿Hasta cuándo nos van a seguir matando?”, indicó Noelia.
“Hace una semana que no tengo apetito ni duermo. Tengo todos los días con ataques de pánico. Ahora, por suerte, ya puedo abrir el ojo que me golpeó. Estoy asustada. Pero también tengo ganas de pelear este infierno de estar desamparada a los ojos de las leyes y las autoridades. Estoy viva y no me quiero callar”, sentenció.
“Ya que ni la policía ni el Estado hace nada, nos organizamos con colectivos feministas para reclamar ante la Casa Rosada hasta que nos den una respuesta. Estamos armando la protesta y vamos a acampar para presionar al Gobierno. Estamos cansadas de que nos maten, nos peguen, nos violen, y no se haga nada”, dijo Noelia..
Más de tres años sin respuesta
En 2017, Camila A. denunció a su pareja por primera vez. Volvían de una fiesta de Navidad y su novio no dejaba de exigirle su teléfono para revisarlo. Ella se negó y él le pegó. La llevó a la fuerza a un descampado. “Dije ‘acá me mata’. Tenía incluso un cuchillo en el auto. Salí corriendo y dejé allá toda mi documentación, mi celular, todo. Salí hasta descalza. Le pedí a una moto que pasó que por favor me llevara a la comisaría”, contó a LA NACION.
La primera notificación le llegó un año después. La llamaron numerosas ocasiones para testificar y a finales del 2020 le informaron que el caso había sido cerrado. “Ahora va a hacer un tratamiento psicológico, tres años después”, agregó.
Un botón antipánico y una perimetral por 30 días son las restricciones que le impusieron al agresor que le cortó la cara con un cuchillo a J.T. en la puerta de su casa. Era frecuente que su expareja, con el que tiene un hijo en común, se presentara en la puerta de su hogar o de su trabajo para hostigarla. “En la comisaría nos dijeron que no podían hacer nada, ‘haremos algo cuando te mate o te viole’, me respondieron”, aseveró la víctima.
El miércoles pasado , Florencia B. acompañó a su hermana a una comisaría. Su expareja llevaba una semana rondando por el barrio donde ella vive. Ya la había agredido físicamente. “Estuvimos cuatro horas esperando a ser atendidas, había cinco chicas más por lo mismo. Reclamamos que actuaran rápido, porque estamos en riesgo. Hemos recurrido a avisar a nuestros familiares que viven más cerca por el momento”, advirtió.
“Entró a mi casa, violó todas las perimetrales y el botón antipánico no le importa. Tengo miedo de aparecer en una bolsa negra”, dijo en un diálogo con LA NACION una mujer que sufre en Córdoba la violencia de género por parte de su exesposo, con quien tuvo una relación de 25 años. El hombre es un guardiacárcel. Hizo diez denuncias el año pasado. Las presentaciones judiciales fueron realizadas ante la fiscalía de Cosquín, a cargo de Paula Kelm. “No dicen nada, hay secreto de sumario. Ni mi abogada puede leer. Como sé que es violento tengo miedo de sus reacciones. Me da bronca que la Justicia no ayude”.
Y agregó; “No salgo sola nunca porque él aparece de la nada. Esta libre como un pajarito. Una vez activé el botón antipánico y lo detuvieron en la ruta, cerca de mi casa. Estaba con el uniforme. No sé qué pasó, tampoco podemos ver los documentos en la Justicia. Tengo miedo de aparecer en una bolsa negra”.
Fátima Aparicio logró en Salta la condena de 15 años para su agresor, cuyos golpes la habían dejado al borde de la muerte. Sin embargo, el temor no abandona a las víctimas. “Luis Ernesto Rondón vino a mi casa para matarme. ¿Quién me garantiza que, cuando salga de la cárcel, no vuelva para terminar lo que empezó?”
Al igual que cientos de víctimas de violencia de género, entre la primera denuncia y el ataque final, Fátima tuvo que peregrinar por diferentes instituciones estatales; desde comisarías hasta juzgados en los que no fue escuchada. Fátima vivía en la ciudad de Salta junto a Rondón. Según recuerda, una noche fue golpeada. Por la mañana, al despertar, preguntó a la madre de su agresor, que vivía en una casa lindera, si acaso no había escuchado los gritos, los golpes. La mujer le dijo que no. Entonces, supo que de allí debía escapar, por su propia seguridad. Se comunicó con la línea 144 y, acompañada por asistentes estatales que la protegieron a través del sistema formal de atención para mujeres en situación de vulnerabilidad, regresó a San Miguel de Tucumán, su ciudad natal.
Sin embargo, continuaba recibiendo amenazas mientras Rondón revisaba las redes sociales y siempre, de alguna u otra forma, lograba localizarla. Hasta que un día la esperó encerrado en el baño de la casa donde Fátima había comenzado una nueva vida. La mujer fue hospitalizada por los golpes y estuvo en coma. Hoy mantiene el temor por la agresión sufrida, pero pudo seguir adelante, aunque piensa en la sucesión de casos tan similares al suyo. “Escucho casos muy parecidos donde hubo denuncias, donde la víctima trató de protegerse. Me da mucha bronca porque es revivir todo de nuevo; tantas mujeres muertas y no hay solución”.
Sandra Rodríguez Ramos, Gabriela Origlia, Gastón Rodríguez y Belisario Sangiorgio
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