Cocaína adulterada: radiografías de dos barrios atravesados por el narcotráfico
Desde el anonimato, vecinos de San Martín narraron el drama cotidiano que viven, acechados por “los narcos”; afirman que la pandemia profundizó el conflicto en los territorios y que los muertos “son chicos con problemas de consumo, no delicuentes”
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El aire sopla tibio a unas pocas cuadras de villa Loyola, partido de San Martín. El cielo está gris y el ambiente húmedo y sudoroso. Ese es uno de los barrios señalados como el lugar de donde habría salido la cocaína adulterada que dejó, hasta el momento, 24 muertos y al menos 84 personas intoxicadas. Pero es solo eso, un punto. El mapa de la organización criminal que podría estar tras la tragedia se completa con otras zonas calientes del narcomenudeo, las villas Sarmiento, 18 y Lanzone, también en San Martín, y con el asentamiento conocido como Puerta 8, en Tres de Febrero.
“En la18 ni siquiera se puede entrar, es impenetrable. A lo sumo llegás hasta una cuadra antes, hasta la salita [de atención médica], y a partir de ahí ya te cobran peaje”, dice Sandra, que no llega a 30 años. Así deja entrever que el hecho de poder estar ahí, a metros del Hospital Provincial General Belgrano, cuyo predio oficia de límite con los confines de Villa Loyola, y más allá, de Villa Maipú, ya es muchísimo, en este contexto al que describe “todavía caldeado” y “picante”.
El encuentro con Sandra, la anfitriona -usa un nombre ficticio, para protegerse-, y un grupo de vecinos de “acá nomás” (Loyola, Loma Hermosa y El Ombú), que se animaron a compartir el drama que viven en sus barrios, todos acechados por “los narcos”, se da bajo la condición del más estricto anonimato, en un establecimiento que tampoco se puede nombrar, y en un clima de tensión que, eso sí, dicen, ya se advertía desde la semana pasada.
“Todo se puso raro desde que mataron a Pololo, un cartonero del barrio que apareció muerto en la esquina del hospital Belgrano y la calle Melo, hace unos días”, asegura Mario, un electricista a domicilio. Y recuerda: “Esa noche se escuchó un tiroteo y después supimos que era él. Lo quería todo el mundo”. El resto asiente: “El clima se empezó a poner pesado y enseguida pasó lo de estos pibes de la droga envenenada”, agrega otro joven. “Una vez al mes cambian el comisario”, lanza José, de unos 40 años, en alusión a la comisaría 8ª de Villa Concepción.
“Lo más conocido de la zona es el caso de Omar Ibáñez, que lo mataron de siete balazos unos que llevaban máscaras de payasos”, cuenta Alfredo, en referencia al homicidio del militante de la agrupación “El Plumerillo”, de 42 años, asesinado en Villa Martelli, en 2017. Y agrega: “Es cosa de todos los días, pero nunca sale [en los medios]. Este tema [24 muertos por cocaína adulterada], mañana nadie se acuerda y acá en el barrio quedamos los mismos de siempre, por eso no damos los nombres”.
Desde afuera, pese al intenso tráfico, se escuchan los pitidos de la decena de uniformados de la policía bonaerense que han montado un operativo de control en plena Avenida de los Constituyentes. “Ahora, que no pasa nada, están acá, pero no se los puede llamar nunca”, afirma Mario.
Consultados acerca de si conocen personalmente o vieron alguna vez a Joaquín Aquino, El Paisa, el presunto proveedor de la cocaína adulterada, solo Hugo, un hombre de unos 50 años, que vive en Loma Hermosa, responde que sí. Relata que El Paisa cambiaba de domicilio con frecuencia -de hecho, el acusado fue detenido este jueves en la casa de José C. Paz que habitaba hacía solo cuatro meses- y cuenta que, en una época, acostumbraba a estacionar el auto frente a su casa. “Quizá para despistar, estacionaba en Loma Hermosa, de donde soy yo, pero él vivía a diez cuadras, en villa Loyola”, cuenta Hugo. Y agrega: “Una vez lo vi estacionar y salir caminando con una bolsa de droga fraccionada, como si nada”.
“El Paisa no es el supernarco, el verdadero narco es la policía, ahí hay que buscar, él era el remisero”, interrumpe José. Y reconoce que el despliegue del narcotráfico acaba involucrando, tarde o temprano, al “último orejón del tarro”, a “los de abajo”.
“Mi hermana está pagando en la cárcel. Cuando se quiso acordar, le empezaron a pedir favores, que guardame este poquito, que guardame esto otro. Al final, después la que les debía era ella. Y terminó cayendo”, cuenta.
“Mi hermano lo mismo -dice Susana, que vive en El Ombú-. Hasta le sacaron la casa. Empezaron a pedirle si les guardaba la droga, de a poco, y se la acabaron usurpando. Así funciona. Y se tuvo que ir, ahora está en la Capital, cartoneando”.
Según el Registro Nacional de Barrios Populares (Renabap), elaborado por el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, en villa Loyola viven 1100 familias, a la espera de la regularización de su situación habitacional, más allá del acceso a los servicios de luz, agua y cloacas. A la cuestión de la urbanización, se suman las problemáticas del desempleo y de las adicciones, profundizadas con el avance del narcotráfico. Variables que, según Sandra, “si bien se venían viendo en el barrio desde hace unos cuatro o cinco años, claramente empeoraron con la pandemia, se visibilizaron más”.
“Ahora se ven cada vez más pibes dejando bolsitas en las garitas del gas para que otros, al rato, las pasen a buscar. O chicos que se sientan a esperar, sentados en las piedras, a que alguien les tire una señal”, cuenta Hugo, que los ve desde la misma ventana por la que espiaba a El Paisa.
Los silbatazos policiales vuelven a resonar desde la calle y, esta vez, Sandra aprovecha para dar por finalizado el encuentro informal, fugaz. Vuelve a pedir reserva de identidad. Tiene mucho miedo.
Lanzone, “campo tomado”
Eliana, docente de 33 años, sí se anima a dar su nombre, aunque con algunos recaudos. Vive con su pareja e hijos, de 1 y 4 años, en el barrio 9 de Julio, a unas cuadras de villa Lanzone, otra de las zonas señaladas como el lugar de donde salió la cocaína mortal. Su vecino de toda la vida, de 30 años, con quien creció jugando en la calle, es uno de los 24 muertos.
“Era un chico con problemas de consumo, no era un delincuente. Tenía su familia, su hija, se levantaba para ir a laburar todos los días a las 7 a una remisería, llegaba a la noche a su casa y compraba la droga, que consumía a puertas cerradas, hasta que se dormía. Y al otro día, lo mismo”, cuenta Eliana.
“El barrio está cada vez más invadido por la venta de drogas y el consumo. De hecho, es un negocio común para la gente, es una salida laboral para muchos vecinos y vecinas”, asegura Eliana. Y precisa: “En cada quiosquito es fija que están vendiendo, así como en cada en esquina, pibes y pibas, que hacen de soldaditos, o que llevan y reparten drogas en bicicleta”.
Al igual que la mayoría de los consultados por LA NACION, Eliana cree que “en el barrio todo el mundo sabe quién vende, quién compra, dónde, quiénes son los que traen, pero la gente no denuncia por miedo”.
Ella participa de un centro cultural y explica: “Las organizaciones que alguna vez denunciamos y denunciaron se vieron en situaciones de amenazas, de destrucción de las casas, inclusive hubo gente asesinada, hay mucho miedo”.
Sonia, que vive hace ocho años en la calle Gaviota, casi esquina 5, en Lanzone, da fe de ese calvario. “Vivo en la boca de la tormenta, la gente que vende está en mi entrada, los vas a ver en la esquina, algunos con muletas, otros sentados, esperando horas y horas”, relata. Y detalla: “El año pasado empezaron con los tiroteos, es una tortura llegar a nuestras casas. Todas las casas tienen siete u ocho tiros”.
La mujer aclara que, si bien “el tema de la droga siempre existió”, el barrio “se complicó mucho con los ‘transas’ hace tres o cuatro años, por la disputa del territorio”. Asegura que “la venta de droga está en un lugar que antes era un desarmadero de autos, en la zona llamada ‘Las Piletas’, un campo tomado”.
“Esta semana fue triste salir y encontrarse con gente dormida en las calles y luego enterarte de que más de uno estaba muerto. Ahora la venta de droga se paró por los caídos en el barrio, pero se las ingenian igual”, afirma Sonia, quien pide por favor que su nombre verdadero no se publique.
Eliana coincide: “No son los primeros 24 pibes que se nos mueren en los barrios por la droga. Hace mucho se vienen muriendo por esto, solo que hoy fue evidente. Acá mueren personas todos los días por balas perdidas que vuelan entre narcos, por consumo, por enfrentamientos. No se trata solamente de la droga, sino de las personas que involucra, de lo que hace con ellas”.
“Esta vez fue terrible. En horas empezamos a ver gente corriendo en el barrio, vecinos subiendo a otros en autos para intentar salvarlos, porque la ambulancia nunca llega a nuestro barrio, y si lo hace, no tarda menos de dos horas”, asegura Eliana. Y recuerda que “un chico cayó al costado de un zanjón del barrio. Los vecinos llamaron al 911, nunca llegó la ambulancia; vino un patrullero, pero cuando llegó ya estaba muerto. Estuvo el cuerpo tirado ahí más de cuatro horas. Fue desesperante”.
La docente, que, como tal, reconoce haber tenido oportunidades que otros vecinos del barrio no tuvieron, insiste en que “muchos de los pibes con problemas de consumo no son ni delincuentes, ni asesinos” y que “por eso, justamente, es tan doloroso, porque son chicos a los que no se pudo ayudar”.
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