"Cómo me gustaría no ir a trabajar mañana", le comentó Juan Pablo Roldán a su mujer, Carolina Zambrano. No lo sabía, claro, pero esa conversación de pareja, la noche del 27 de septiembre pasado, fue premonitoria. Menos de 24 horas después, él, inspector del Cuerpo de Policía Montada de la Federal, de 33 años y padre de un niño de 4, moriría en cumplimiento del deber, acuchillado por unpaciente psiquiátrico a media tarde, bajo el sol de primavera, en la esquina del Malba, en Figueroa Alcorta y San Martín de Tours.
Incluso antes del absurdo y trágico episodio de las 16.30 del 28 de septiembre pasado allí en Barrio Parque, Roldán intuía que lo iban a matar: le repetía a su esposa que ese era el destino de un policía: morir en la calle, a manos de un delincuente, al impedir un hecho de inseguridad.
"Mi esposo era un policía en un millón; es difícil que todos tuvieran su vocación y su pasión. De hecho, si todos la tuvieran el mundo sería perfecto, maravilloso y estas cosas no pasarían", reflexiona Carolina mientras habla en presente, aunque enseguida corrige el tiempo verbal.
"Porque él era un policía con todas las letras; para él la fuerza era palabras mayores", cuenta Carolina a LA NACION en un departamento del barrio de Saavedra. Es la casa de una tía de Roldán. Ella está con su hijo, Pablo Valentino, de 4 años. Un piso más abajo vivía con él y con su marido; ahora la esperan en ese lugar su madre y su padre, que viajaron desde Colombia para acompañarla.
Desde la cabecera de la mesa del living, Zambrano mira fijo hacia adelante, ve pasar recuerdos y busca respuestas, poner el dolor en palabras. Se quiebra, llora y explica el hondo motivo de su angustia: aunque su marido le insistía con que iba a morir en un acto de servicio, ella nunca lo imaginó como ocurrió: "Yo hubiera pensado siempre que la muerte de él hubiese sido por trabajar muchas horas y dormir pocas. Era más factible que se hubiese quedado dormido manejando, que hubiese chocado y muerto así, pero no de esta manera, por alguien que viene y le quita la vida a toda una familia, porque también nos la sacó a mi hijo y a mí".
Roldán trabajaba en la sede de la Montada, en Figueroa Alcorta y Cavia, a dos cuadras de donde lo atrapó la muerte. Cumplía guardias en un régimen de 24 horas de trabajo por 48 horas de descanso, pero en esos dos días libres hacía servicios adicionales en trenes. Su vida era regida por dos razones fundamentales: la policía y su familia. Se repartía entre la vocación y los proyectos y el amor. Sin aquellas horas extras, afirma Carolina, el sueldo no les alcanzaba.
El inspector quería que su hijo tuviera las oportunidades que él y su mujer no habían tenido. Valentino y Carolina eran, para Juan Pablo, las caras de muchísimos sueños. Él se quería casar, no le importaba no hacer fiesta. También quería comprar una casa para no tener que seguir pagando alquiler. "Tener casa propia en la Argentina es imposible", dice Carolina ahora, aunque él pensaba que con años de carrera llegaría a ser comisario y con ese sueldo lograría cumplir aquel anhelo.
A Valentino, Roldán ya le había imaginado al menos tres futuros: podía ser policía como él y estar en la calle, o ser policía y trabajar como administrativo, aunque no descartaba que quisiera ir a la universidad. Esta charla generaba algo de discusión en la pareja.
"Yo le decía que no, porque me parecía peligroso; le explicaba que no quería entregar un hijo, y ahora entregué un marido", cuenta Carolina con dolor y resignación. Confiesa con lágrimas que también denotan bronca: "Me cuesta pensar en el futuro porque de un día para el otro te cambia todo y no te queda nada".
Incluso cuando imaginaba su destino fatal, Juan Pablo pensaba en su mujer y en su hijo. "Cuando yo me muera, ¿te vas a ir a vivir a Colombia o te vas a quedar en Argentina?", le preguntaba. Ella respondía que quizá volviera a su tierra, pero él le pedía que no alejara al niño de su patria y de sus abuelos. En respetar ese pedido piensa Carolina ahora.
Juan Pablo, Carolina y Valentino eran inseparables. Dormían juntos. Cuando uno faltaba en la cama era él, que estaba trabajando; pero ella sabía que iba a volver, y aunque le parecía un sacrificio creía que el trabajo y el esfuerzo eran lo que los acercaba a cumplir más de los sueños simples y realizables que tenían, como vivir en Nueva Atlantis, Partido de La Costa, comprar un motorhome para conocer Punta Perdices -porque siempre miraban fotos de ese lugar- y recorrer Río Negro o esperar a fin de año para conocer el destino de un posible traslado y empezar una vida nueva en la Patagonia o en una provincia del Norte.
Juan Pablo era sencillo. No le gustaba vivir en la ciudad, en Buenos Aires: prefería la tranquilidad del interior. Amaba los caballos, particularmente a Místico, su compañero de la Policía Montada. Cuando se lo entregaron estaba un poco enfermo y débil, pero lo recuperó en poco tiempo y eran inseparables. Sus días de franco iba al destacamento a verlo y alimentarlo.
La relación de él con el caballo era de protección, como con la mayoría de las personas. "Era así con todos. Nos cuidaba siempre a Valentino y a mí, y también a su tía, a sus padres y a sus hermanos. Cuando jugaba con Valentino lo apretaba y lo abrazaba tan fuerte que yo le decía que ya no era un bebé. Cuando tenía que entregar los cosméticos que vendo por catálogo, él los repartía para ayudarme; y si íbamos por la calle y veía a otro policía dejaba lo que estuviera haciendo para ir a asistirlo, aunque fuera de Ciudad o de la bonaerense. Él se sentía hermano de todos los policías. Y lo que pasó ese lunes fue que él se hizo cargo de la situación y protegió a todos. Llegó ahí como un padre".
Por momentos, Valentino va al living a ver a su madre durante la entrevista con LA NACION. Cristina, la tía de Juan Pablo, está con él. No quiere meterse en el reportaje, pero intenta ayudar a Carolina y sin haberse puesto de acuerdo coinciden en las palabras para describir a Roldán: era valiente, no tenía miedo, le sobraba vocación, se formaba, era instructor de tiro, sentía pasión por lo que hacía, ser policía para él no era un sueldo o solo un trabajo, era protector, colaborador y aplicado, dicen.
"'Voy a dar una mano' o 'tengo que ir a dar una mano', eran sus frases de cabecera", agrega Carolina. "Siempre", reafirma la tía Cristina.
"Era intenso -dice Carolina- y toda la vida vivió de esa manera. Él decía que iba a hacer algo y lo hacía inmediatamente. Todo lo quería al instante, no quería esperar. Le gustaba madrugar porque decía que había que aprovechar el día, que no había que dormir mucho porque es tiempo perdido".
Roldán valoraba el instante, el "aquí y ahora". Todos los días, antes de irse, cuando aún no había amanecido, les daba un beso a su mujer y a su hijo y les decía que los amaba. Los abrazaba y quería estar presente. Visitaba un templo de la calle Ciudad de la Paz. Cuando Carolina piensa en esos gestos y en la fe que él tenía dice: "Es como si él siempre hubiese sabido que el tiempo de su vida iba a ser corto".
Afirma que su pareja tenía alma de "dialoguista" y se ríe al contar que, un día, Roldán se acercó a un grupo de chicos que estaban prendiendo fuego en una vía del tren, en Saavedra, cerca de su casa, y les dijo, con tono cómplice: "Chicos, coman y váyanse porque los va a venir a sacar el patrullero".
"Él se llevaba mucho por lo humano. Nunca iba por las malas con la gente de la calle. Siempre decía que no iba a sacar su arma para matar a nadie. Aunque todos se preguntan por qué no sacó el arma y dio un tiro antes de que lo ataquen, a mí no me sorprende", cuenta. Y recuerda: "Poco tiempo antes de este episodio fatal lo habían llamado y le habían dicho que se acercara hasta Coghlan porque había una mujer prendiendo fuego en las vías del tren. Era una persona que le gritaba a la gente, con un cuchillo en la mano, pero él pudo acercarse un poco y calmarla. Ella guardó todo y se fue". Y culmina, ya arrasada por la crudeza de la coincidencia: "Esta vez no pudo, aunque seguramente quiso hacer lo mismo".
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