Una decisión que pone en el debate la letra y el alcance de la ley penal
Es probable que el fallo del jurado popular en el caso del carnicero de Zárate Daniel Oyarzún sea objeto de debate -tanto de académicos del derecho como de ciudadanos comunes- durante un buen tiempo. Pondrá sobre la mesa de discusión no solo la dicotomía entre justicia dictada por jueces o tomada en sus manos por personas sin conocimiento profundo de la ley penal ("especialización" vs. "democratización"), sino cómo y cuánto inciden en las decisiones de ese jurado ampliado y "lego" el humor social, la percepción del contexto y la evaluación de las leyes, de su implicancia y pertinencia, en ese mismo contexto.
Lo que acaba de pasar en los tribunales de Campana puede convertirse en un hecho histórico. Solo los 12 jurados saben qué discutieron en esas dos horas en las que estuvieron encerrados antes de dar su veredicto razonado de "no culpabilidad". Pero de atenerse a lo que se conoce del hecho en cuestión -que es mucho, por cierto- es posible deducir que esos doce ciudadanos pueden haberse llegado a plantear, en el seno de ese debate, cuán justa era la letra fría de la ley que debían aplicarle a un comerciante, un humilde trabajador como ellos, que, enceguecido de furia por haber perdido en un instante el dinero para mantener su negocio y llevarle el pan a su familia, persigue a los ladrones que huían en una moto y provoca una muerte evitable.
La muerte evitable es uno de los "efectos colaterales" de la justicia por mano propia. Nadie debe estar obligado a colocarse a sí mismo en esa situación. Mucho menos por ausencia, directa o indirecta, del Estado. Tampoco nadie está por encima de la ley. Aunque cabe preguntarse si lo que ocurrió hoy no marca un rumbo de viraje en cuanto a la interpretación de la letra fría del Código Penal. Hace más de una década, y después de un largo peregrinar, el ingeniero Horacio Santos -que en 1990 persiguió y mató a dos ladrones que le habían robado el pasacasete del auto- obtuvo el fallo menos gravoso para sí: homicidio por exceso en la legítima defensa. Usando otros medios, pero con el mismo resultado, ahora el carnicero Oyarzún consiguió ser declarado inocente. Solo un cambio social en el medio explica ese viraje interpretativo.
En el caso resuelto hoy, se sabe que Oyarzún -además de despojado de sus bienes, atacado a balazos dentro de su propio local- salió al volante de su auto en persecución de los delincuentes hasta que prácticamente les mordió los talones. La moto derrapa y cae; uno de los ladrones corre, como puede, y escapa, pero el otro queda enredado en su propio rodado y es arrastrado por el auto del carnicero. El ladrón queda atrapado contra un poste, irremediablemente, sin posibilidad de escapar.
La escena pudo haber terminado ahí, igualmente trágica, pero sin la complicada vuelta jurídico-penal que sobrevendría. Oyarzún pudo haber detenido allí su acción, con la que buscaba dar con quienes lo habían despojado y, con suerte, recuperar lo suyo, lo que le habían quitado. Pero optó por otro camino: una filmación muestra cómo increpó al ladrón y le pegó mientras estaba atrapado entre la trompa del auto y el poste de luz, aun cuando le rogaba, en un hilo de voz, que le "corriera el auto" para liberarse de esa presión que resultó mortal.
Resulta contrafáctico estimar qué pudo haber pasado con este caso si hubiese sido examinado a través del prisma de un tribunal clásico integrado por tres jueces letrados. Quizás -otra vez, especulación- hubiesen opinado lo mismo que el fiscal en este hecho: que lo que Oyarzún hizo fue ir más allá de los límites que impone la ley para considerar que mató en un acto de legítima defensa. Apelando a términos legales, el peligro que se cernió sobre él al momento del robo había cesado (por lo tanto, él ya no obraba "violentado por fuerza física irresistible o amenazas de sufrir un mal grave e inminente") y el medio del que se valió para ejercer el derecho a recuperar lo suyo fue desproporcionado (ante una "agresión ilegítima" -previa al momento de la persecución y, por lo tanto, clausurada- la "necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla). Lo que hizo, luego de atropellar a su perseguido, fue prácticamente un linchamiento. Y eso no es ni puede ser justicia en una sociedad regida por el Estado de Derecho.
Lo que se vio en imágenes de video, lo que se supo del debate, lo que el mismo Oyarzún dijo y defendió públicamente no es la descripción de un acto de legítima defensa (cuyos requisitos son los que figuran entre paréntesis en el párrafo anterior) sino de uno de justicia por mano propia.
En la primera audiencia de este debate se preguntó a los jurados si alguno había sufrido un robo. Todos levantaron la mano. Lo que se juzgaba era, precisamente, la reacción de un ciudadano común, como ellos, ante un robo. El propio acusado dijo, durante esa primera audiencia, que en su opinión a todos los ladrones había que meterlos en una bolsa y tirarlos a la basura. Es su opinión, claro, pero lo que dice la Constitución Nacional es que las personas en conflicto con la ley penal deben ser enjuiciadas y, una vez condenadas, encerradas en cárceles sanas y limpias, para su tratamiento y no para su castigo, con fin resocializador y a los efectos de su reinserción en la sociedad. La justicia por mano propia, el linchamiento -condena sin juicio, castigo extremo que solo busca venganza y no retribución o restauración- es exactamente todo lo contrario.
La decisión absolutoria dictada por el jurado hoy es inapelable; ajustada a derecho, razonada. Pero, a la luz de cómo fueron los acontecimientos que debieron analizar, los hechos sobre los cuales debieron resolver, la decisión que tomaron parece, ante todo, convalidar una forma de respuesta individual ante el hastío que provoca la delincuencia, con el desapoderamiento, el miedo que genera la violencia con la que actúan los criminales, el desasosiego que provoca suponer que la inseguridad no tiene solución y que las autoridades no aciertan en encontrar respuestas o no les interesa demasiado hallarlas.
Habrá que ver cómo evolucionan los acontecimientos. Pero hay signos que prefiguran un camino hacia un mayor punitivismo y hacia una justificación de las respuestas individuales ante el delito, aun cuando sean excesivas. Esto que se puso en discusión con el caso Chocobar se reaviva, ahora, con la resolución de un jurado popular: la "justicia democrática" en el caso Oyarzún.
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