Un prisma que deforma. El miedo al delito, la falacia de las apariencias, el abuso de poder y las armas listas para tirar
La muerte de Lucas González, un chico que tenía sueños, que quería triunfar, que se esforzaba, es una pérdida inmensa. Es, además, la representación de un peligroso sinsentido en el que se cruzan los prejuicios, el miedo al delito, la falta de preparación, el abuso de poder y resoluciones de conflictos en las que las armas de fuego, tras ser disparadas, desencadenan una situación irreversible. Detrás quedan ilusiones despedazadas, vidas segadas y familias destruidas.
El azote de la inseguridad subvierte todas las certezas. El miedo es un prisma que deforma. Cuatro adolescentes salen de un club enclavado en una zona “pesada” del sur porteño. Y se les cruza un auto dorado ocupado por hombres de mirada torva. ¿Podían intuir, en ese instante crítico, que no eran delincuentes dispuestos a asaltarlos? ¿Tenían tiempo, siquiera, para pensar otra cosa? ¿O en ese momento solo importa salvar la vida y correr? Eso parece haber pasado con Lucas y sus tres amigos que el miércoles, muy temprano, habían llegado desde Florencio Varela para probarse en “El guapo” de Barracas.
En el área metropolitana no debe haber hoy una sola persona que, ante una situación similar, no piense lo mismo que esos cuatro pibes. La inseguridad es una presencia tan fuerte, tan permanente, tan “real”, que convierte la mínima sospecha en peligro inminente. El miedo al delito es, ya, una segunda piel. Un miedo que lleva a correr, a tratar de huir para salvar la vida por un camino que, a veces, solo conduce hacia la muerte.
Ese mismo miedo forma parte de las acciones cotidianas de los policías que deben prevenir y evitar esos hechos delictivos. Y los policías, a veces, también analizan las situaciones en las que deben actuar según lo que la luz que les devuelve ese prisma que deforma. Ven caras, estudian ropas, “semblantean” y sacan conclusiones: así, muchas veces, deciden cuándo y cómo actuar. Algunos “regulan” el poder de su intervención según el aspecto del “sospechoso” y no por lo que estén haciendo. Eso está muy mal.
“Cuatro masculinos en un auto que realizan maniobras de evasión”, modularon los policías del Nissan Tiida color champagne al Comando. Esos agentes de una brigada de la Policía de la Ciudad que iban sin uniformes, en un auto no identificable –¿había forma de saber que eran policías?– siguieron su “instinto”, el clásico “olfato” de su profesión. La presunción es que se guiaron por sus prejuicios y no por los hechos.
Es que esos “cuatro masculinos” eran cuatro pibes del sur del conurbano que volvían cansados y transpirados a sus casas después de una prueba de fútbol con la que buscaban enderezar un sueño de éxito. Y el prisma del miedo inmanente los convirtió en “sospechosos”. Los policías de la brigada se lanzaron a perseguir un molde “prefabricado” de delincuente, no a alguien que estuviera cometiendo un delito.
En ese cóctel de ideas distorsionadas apareció, para agravar inexorablemente todo, el poder de las armas como solución final. A esta altura de los acontecimientos, la discusión sobre las Taser ya no conduce a ninguna parte; es un acto de necedad. Las pistolas electrónicas que disparan dardos inmovilizantes pueden entrañar algún peligro, pero hay un abismo con respecto a la letalidad de las balas de plomo. Hay ahí una clarísima relación de costo-beneficio.
No obstante, la Taser tampoco es la panacea. Cuando ocurre un caso trágico como el de Barracas, el problema no es qué arma se usa, sino si era prudente, necesario o inevitable utilizar un arma para hacer que los ocupantes de un auto se detengan. Ni siquiera para frenar a un sospechoso que huye y no representa un peligro concreto e inmediato.
No se trata de una discusión política, sino profesional: el arma de fuego debe ser la última ratio de intervención luego de una serie de medidas de acción disuasorias. Los protocolos y el entrenamiento permanente deben servir para que esa idea se haga “carne” en cada policía. Cualquier efectivo debería saber, a esta altura del partido, que está obligado a agotar todas las instancias de disuasión posibles antes de apretar el gatillo de su arma.
El Volkswagen Suran en el que iban los cuatro adolescentes recibió tres impactos de bala. Uno en el parabrisas –lo destrozó el proyectil que dio en la cabeza de Lucas–, uno en la luneta trasera y otro en el guardabarros trasero, del lado del conductor. De eso se infiere que los policías rodearon el auto y dispararon desde distintas posiciones. ¿Era tan grave la amenaza que entrañaban esos cuatro chicos como para justificar tamaña intervención? ¿Existió realmente esa amenaza?
Los policías argentinos —los de la Ciudad, los federales, los provinciales— han leído sobre “la progresividad del uso de la fuerza”. Esa es la teoría. La práctica es otra cosa… Lo que ocurrió con Lucas y sus amigos en Barracas, a la luz del día, es lo mismo que le pasó el año pasado, en plena pandemia, a Blas Correas en Córdoba: él también iba en un auto con amigos, ellos también aceleraron después de un incidente con alguien que les pareció un ladrón; también les disparó la policía para frenarlos. Lucas, Blas: dos vidas jóvenes destruidas por sendas balas oficiales.
En el caso de Barracas, los policías porteños dijeron que el que iba del lado del acompañante en el Suran “esgrimió un arma”. El que iba del lado del acompañante era Lucas. Tras el dramático desenlace, una pistola de plástico negro apareció en el Suran en el que iban los cuatro pibes. El primer parte del caso no mencionaba que hubiese un arma. Los familiares de los chicos, cuando llegaron a la escena del hecho, afirmaron que esa pistola apareció en el baúl, aunque un segundo parte policial informó que estaba dentro del habitáculo, detrás del asiento del conductor.
¿La escena fue manipulada para insertar una coartada? Será materia de investigación de la Justicia. Conviene recordar que hay una larga lista de casos de encubrimiento policial ante situaciones así. Pasó hace 27 años con la Masacre de Wilde; en 2005, con Fernando Carreras y la Masacre de Pompeya. Pasó, incluso, con Blas Correas en Córdoba, al que también “le plantaron” un revólver viejo e inútil para hacer pasar la balacera policial como una respuesta a una amenaza. Mentiras criminales.
Conviene recordar, sí, pero también aprender, enseñar, capacitar, mejorar. Y, sobre todo, urge que el Estado se haga cargo: que capacite a los policías, que mejore la prevención y que se ocupe de verdad en buscar respuestas eficientes y eficaces contra el delito, que establezca normas claras y que imponga las sanciones que corresponda. Que haya ley, y que se cumpla. Solo así podrá empezar a aflojar el miedo que confunde, alimenta los prejuicios y convierte todo en un peligro inminente y mortal.
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