Un cura protege a las "madres del paco" de los narcos que las amenazan
El sacerdote Mariano Oberlín alertó sobre el riesgo de vida que corren las mujeres de dos barrios humildes que denuncian a los vendedores de drogas
CÓRDOBA.-"Parece que piensan tomar algunas medidas con «estas mugrientas» (las mamás) que se andan juntando con el cura (yo). La realidad, la triste realidad, es que ellas son invisibles para la sociedad. O peor aun: he escuchado expresiones sociales tales como «mejor que se maten entre ellos», en referencia a la gente de nuestros barrios y villas." Eso escribió ayer el cura Mariano Oberlín en su cuenta de Facebook. Intentó así hacer "visible" a la gente con la que trabaja a diario en un barrio donde la droga está haciendo estragos y en el que denunciar a los que la venden es ponerse en la mira de los narcos y, paradójicamente, seguir lejos del foco del resto de la sociedad.
A él no le importa. Cree que callarse y dejar de trabajar es hacerles el juego a los que venden veneno. Hijo de padre desaparecido -tenía 2 años cuando lo secuestraron y torturaron, y el año pasado se reunió con el militar detenido que habría participado de ese crimen de lesa humanidad-, criado en una familia que sabe lo que es la pobreza, hace 12 años se hizo cura y asumió el compromiso de trabajar con y por los más necesitados.
Las amenazas a las "madres del paco" de la Sección Quinta de esta ciudad llegaron tras una nota publicada por LA NACION el 7 del actual sobre la irrupción de ese residuo de la pasta base en Córdoba. En Müller y en Maldonado los narcos creen que las que hablaron son mujeres de la zona y amenazaron con represalias. Concretamente, luego de este fin de semana que pasó, tras el cumpleaños de uno de los dealers, los mercaderes de la muerte iban a ir en busca de esas madres para "tomar medidas".
No es la primera vez y todos creen que no será la última. "Los narcos quieren ser invisibles y que sus blancos también lo sean", reflexiona.
"Cura bendecime la medallita", le dice una chica de unos 11 años. Lo para en medio de un baldío, frente a la parroquia. "Cura, no se quiere quedar en la casita, ¿qué hacemos?", le pregunta la madre de un pibe que consume drogas y coquetea con la muerte. De cura, Oberlín no tiene nada en su vestimenta.
Con bombacha de gaucho y campera tejida se pasea en lo que para las estadísticas son "zonas rojas". No son villas, aunque las rodean seis. Parte de sus vecinos tienen un negocio lucrativo: cocinan y venden drogas. Los protegen los "perros" -como llama la gente a quienes los cuidan- y no dudan en amenazar si por una denuncia se sienten en riesgo.
El sacerdote llegó hace seis años a la parroquia Crucifixión del Señor. No le hicieron falta muchos meses para darse cuenta de que la droga era un problema serio, tanto como el miedo a hablar. Armó talleres para sacar a los chicos de la calle y, después, recibió ayuda de la Sedronar (de la que, por recortes presupuestarios, queda poca). Montó una "casita" donde los más necesitados se quedan a vivir mientras buscan una salida del infierno.
"Puede sonar morboso, pero por momentos uno piensa que la muerte se ha naturalizado en estas tierras. La semana pasada murieron dos jóvenes. Honestamente, no estoy informado sobre las causas. Pero no pasa en todos los barrios que en una semana mueran dos jóvenes de muertes violentas, sean cuales fueren las causas. Pasan muchísimas cosas hermosas en nuestros barrios cotidianamente. Pero, lamentablemente, también pasan estas cosas", escribió en su alegato.
Falta de apoyo
Admitió a LA NACION que dudó en publicar ese texto: "Por la exposición mediática yo tengo una suerte de coraza, pero ellos quedan atados. Me da miedo lo que les pueda pasar a las mamás, a la invisibilidad de los chicos. Están mal, consumen paco y muchos repiten: «Déjenlos que se maten entre ellos». Me da miedo que nos maten a uno de los chicos y que todo quede como si fuera un perro atropellado por un auto en la calle".
La repercusión de la nota impactó en los medios cordobeses. Del Gobierno no hubo llamados y nadie se acercó a ver lo que pasaba o para ofrecer ayuda. Sólo están Oberlín y algunas mujeres. El año pasado, cuando un auto sospechoso circuló frente a la casa parroquial, se acercaron algunos funcionarios.
"A esta altura no sé qué pedirle al gobierno -se sincera el sacerdote-. No puedo pedir un policía las 24 horas ni para mí ni para nadie. Tienen miedo; si hasta yo me cuido de hablar, imagínate el que no tiene a quién recurrir." Para la gente el último recurso es él; saben que los escucha y que no falta a su palabra.
El "cura villero", como lo llaman aquí, se siente acompañado por el arzobispo Carlos Ñañez: "Apoya porque sabe que es trabajo genuino, sin segundas intenciones. Cuando nos amenazaron nos apoyó públicamente en la homilía".
Tiene manos grandes y curtidas; siempre le gustaron las herramientas y en los talleres comparte tareas con los jóvenes. "Nos han visto laburando, ponemos el cuerpo, y eso tiene valor para ellos, nos da credibilidad", insiste.
"Estos chicos no han hecho nada para ser pobres; no han hecho nada para vivir como viven. Necesitamos un espacio integrador". Vuelve a lo que podría pedir a los gobernantes y se decide: "Que se tomen en serio lo que pasa, que se hagan cargo de darles a los chicos un horizonte".
Del editor: qué significa. La decisión de este cura emociona, pero también preocupa, pues revela un drama en carne viva: el de la droga que arrasa a los barrios y a su gente.
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