Señales: las tumbas de los sueños rotos antes de tiempo
En el cementerio de Lomas de Zamora, se evocan muertes de muchos jóvenes en situaciones de violencia urbana
Las tumbas expresan una nueva clase de sincretismo que no solamente une la religión cristiana con el paganismo afroamericano, sino que agrega dos nuevos elementos: el fútbol y la cultura de las pandillas. Entre flores de plástico, fotos, botellas de vino y otras ofrendas, el oro y el azul disputan terreno con la bandera de River en los techos y toldos que reparan al hincha difunto. Enfrente de esas ofrendas, un banquito de material espera a los deudos que visitan el cementerio de Lomas de Zamora.
El color no es el único elemento inusual en aquella ciudad decrépita: la muerte temprana es abrupta y tiene la altisonancia de un título policial. Los relatos ahí coinciden en señalar cientos de entierros de muchachos y chicas vinculados a algún caso con intervención judicial.Esquivando pozos y pilas de basura humeante, después de pasar el mercado del Olimpo, está el barrio 30 de Agosto, parte del municipio de Lomas de Zamora. Casas de construcción humilde, paredes sin revoque, ni jardines, plantas o algún objeto decorativo son parte de un panorama monocorde que se extiende hasta Villa Fiorito. Ladrillos a la vista, algún intento de revoque grueso. Y rejas, muchas rejas. A marcha lenta por el borde de la calzada una postal del verano en el conurbano: la pelopincho en el medio de la calle les da tregua a unos pibes que se refrescan.
Entre Hornos y Martín Rodríguez, un poco más cerca de las zonas residenciales, el cementerio municipal de Lomas yace semiderruido y blanco grisáceo en su exterior. Pero a medida que se va avanzando por entre los pasillos y bóvedas más antiguas una inusual aparición de color deslumbra desde el fondo convocando al caminante. Villalba es el encargado de mantener uno de los tablones, así llaman a los sectores en que se divide esa parte del cementerio. Un hombre invisible para muchos, pero cuya presencia se adivina en el lustre de las placas, el cuidado de las parcelas y la limpieza de los monumentos. Mientras hace su recorrido, se detiene en las tumbas y evoca historias de narcos, policías, pandilleros y autoridades judiciales.
Una tumba en rojo vivo reflecta el intenso sol de la tarde, la imagen de una chica joven y un nombre: Micaela Medrano. Más abajo, varias inscripciones de amigos y familiares y sobre la tierra donde yace su cuerpo decenas de flores artificiales mezcladas con naturales, corazones rosas, azules y verdes y ofrendas de sus amigas. La historia de Micaela se puede encontrar en los diarios. El hermano de su exnovio la desmayó a golpes, la violó y estranguló. El 17 de marzo de 2015, dos años después del asesinato, Juan Leite Ruiz fue condenado a perpetua por el Tribunal Oral Criminal 2. En la pequeña repisa a media altura, bajo el vidrio donde está su fotografía, se pueden ver unos pequeños muñequitos, como afirmando una adolescencia interrumpida.
A escasos metros de allí está Javier Agustín Argüello. Una casita alpina celeste y blanca es su tumba, en el centro de la lápida está su foto y sobre un pedregullo blanco en la base, cuatro pequeños jarrones verdes en fila contienen flores de plástico violeta y blanco. La investigación policial determinó que Argüello fue abatido cuando intentaba asaltar una casa de venta de zapatillas en Villa Centenario. El dueño del local se resistió a los balazos y lo mató de un tiro en el pecho. Argüello, de 18 años, se desplomó en la entrada, mientras que su compañero de 16 cayó gravemente herido en medio de la calle. Horas después, amigos y familiares de Argüello atacaron el local de zapatillas con bombas molotov, sosteniendo que el comerciante, en realidad, era un narco.
Bajo la fresca sombra de un fresno está la tumba de Simón Oviedo, de 30 años. Oviedo murió de dos puñaladas tras una discusión en la calle con su vecino, Ezequiel Víctor Barraza. La tumba tiene el techo liso y es de color marrón. Bajo la foto del difunto, dos botellas de vino y flores de todos los colores imaginables rinden tributo al caído. La familia de Oviedo se vengó. Al día siguiente fueron a la casa de los Barraza, prendieron fuego con nafta los colchones y lo lincharon. Barraza también murió y se encuentra en otra colorida tumba muy cerca de allí. Continuarán siendo vecinos por siempre.
Ese sector del cementerio parece estar reservado para las muertes prematuras. En los últimos 10 años, dicen los locales, esa parcela se extendió como nunca antes. La vereda que bordea los tablones y los separa de la calzada para los vehículos es utilizada para sepultar a los niños y recién nacidos. En la estrecha franja del terreno se superponen los colores pastel de las versiones alpinas más pequeñas que resguardan a los más chicos. Las estadísticas indican que esa porción del cementerio continuará ampliándose: los últimos datos a nivel municipal registran una tasa de mortalidad infantil de 11,5% y de 2011 a 2016 no se registran grandes variaciones en la cantidad de defunciones infantiles que permitan sugerir un descenso.
Soldado en la retaguardia
Un poco más lejos del tablón de Villalba, en una de las esquinas apareció un hombre de unos 45 años, fornido, vestido con pantalones verdes estampados de un típico camuflaje militar. Sentado sobre un banco improvisado, hacía rato que nos observaba y nos acercamos . Era un pai umbanda que prácticamente vive en el cementerio. Se dedica a hacer trabajos para mucha de la gente que tiene familiares allí y otros que simplemente se acercan al cementerio a consultarlo. Pai Omulú, así se llama, dice que tiene mucho trabajo acomodando y apaciguando las almas que andan por la zona. Su relato coincide con el de Villalba: en lo que va del año fue testigo de cientos de entierros de jóvenes vinculados a algún caso judicial.
Es como si la teoría de Arnaldo Rascovsky se hubiera hecho realidad. El psicoanalista y pediatra hablaba de filicidio como un fenómeno que está en el origen de nuestra herencia cultural: el asesinato de los hijos puede ser literal o simbólico.
En la Argentina, de manera evidente, tratamos mal a nuestros hijos, a nuestros jóvenes. Cuando se verifican algunos datos que surgen de las estadísticas no se puede llegar a ninguna otra conclusión. Como si la vieja teoría del doctor Arnaldo Rascovsky sobre el filicidio se hubiese hecho realidad,.
El 20% de los chicos de cuarto grado que estudian en la provincia de Buenos Aires no saben escribir ni leer una sola palabra. La mitad de los estudiantes que entran al colegio secundario no lo terminan. De los que terminan, más del 60% no sabe resolver una ecuación matemática simple. El 30% de los niños del país está mal nutrido o desnutrido. Esta situación termina afianzando en los más jóvenes la sensación de que no tienen futuro. Cuando se observan todos estos datos, es inevitable preguntarse: ¿qué clase de empatía tiene la sociedad para con ellos? ¿Podemos exigirles a estos chicos que sientan empatía por nosotros?
Semejante cantidad de jóvenes sepultados: una imagen difícil de digerir. En qué otro momento de la historia los viejos entierran a los jóvenes, tratamos de pensar. Solo encontramos una respuesta: durante las guerras.
En esta extraña guerra de baja intensidad, oculta tras las agendas políticas, el pai Omulú, vestido de soldado, se quedó en la retaguardia, para apaciguar el alma de las víctimas.
A medida que el caminante se aleja de la parte nueva del cementerio, el vivo color de las tumbas se va disipando. En su lugar, aparece una gama de grises que anuncia la entrada principal. El color que no tuvieron durante su corta vida lo consiguieron al final, con su muerte. Todos los domingos se puede oír mucha música en el camposanto, son los amigos de los muertos que visitan, llevan vino y cerveza para brindar a la salud de los que quedan y a los soldados caídos de esta guerra incomprensible.
Gabriel Levinas, Jorge Ossona y Marina Dragonetti
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