Rosario sangrienta. Ya hay tres generaciones familiares dedicadas al crimen organizado y al negocio del sicariato
La banda de Los Monos es el paradigma de este fenómeno; las armas y el dinero fácil que se obtiene con el narco, las amenazas y los ajustes, atraen a los jóvenes a cada vez más corta edad
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Mientras los rosarinos asisten, aterrados, al drama que arrasa a su ciudad, y mientras los funcionarios nacionales y provinciales se echan culpas, se cruzan cuestionamientos y, finalmente, claudican ante el peso de los hechos, el poder y el negocio del crimen organizado crecen en el sur de Santa Fe sin que nadie, por ahora, encuentre la fórmula para torcerle el brazo y devolver niveles admisibles de seguridad.
Años de desaciertos, complicidades y corrupción, de tramas macabras que implican a políticos, jueces y fiscales con los capos narcos que dominan la escena con métodos cada vez más sangrientos y desaforados, convirtieron a Rosario en la capital del crimen de la Argentina.
Pero el curso de los acontecimientos forjó, en la última década, una realidad aterradora: ya hay, en Rosario, tres generaciones dedicadas al crimen organizado; familias enteras que siguen activas, incluso con la mitad de sus miembros encerrados en cárceles que controlan a sus anchas, en el dominio del territorio a sangre y fuego.
Los Monos son la quintaesencia de este fenómeno. Allí están Ariel “El Viejo” Cantero, fundador de la banda, de nuevo preso por reincidir en el narcotráfico con los integrantes más jóvenes de su familia. Están sus primeros hijos, los que llevaron el negocio y la violencia de la banda a nuevas alturas tras el asesinato, hace casi una década, de Claudio “Pájaro” Cantero. Y está la nueva camada, nietos del Viejo y sus hijos más chicos, que ahora intentan abrirse paso en la narcocriminalidad, con nuevos objetivos y, a veces, en franco desafío a sus predecesores.
Lo que aprendieron a hacer para defender de bandas rivales sus operaciones y su territorio, se convirtió, ahora, en un negocio en sí mismo: el sicariato polirrubro puesto a disposición del mejor postor.
A los gatilleros lo mismo les da balear la cortina metálica de un negocio que disparar a la cabeza de un hombre joven, una mujer embarazada o un chico. A la hora de “disparar a discreción”, como en un videojuego –con fusiles automáticos, ametralladoras o pistolas con cargadores largos– tampoco les importan los daños colaterales: lo mismo da si, en la línea de fuego, hay una abuela o un niño. Ellos tiran…
El sicariato en Rosario es, hoy, una industria. Es, también, una salida “laboral” con cada vez más postulantes. En el negocio hay mucho, muchísimo dinero en juego. Y hay, cada vez, más trabajos por encargo.
Como publicó en las páginas de LA NACION el periodista Germán de los Santos –uno de los que más conocen los entramados de la actividad de las bandas narcos y de su connivencia con quienes, en realidad, deberían perseguirlos– en los barrios pobres de Rosario los adolescentes están cambiando los lápices por las armas. Dejan la escuela –a veces, ni siquiera la empiezan– para convertirse en “soldaditos”.
En varias causas, a la hora de las indagatorias, los fiscales rosarinos advirtieron que muchos de los jóvenes detenidos por casos vinculados con la violencia del narcotráfico son analfabetos. Algunos ni siquiera saben escribir su nombre, aunque podían cumplir un encargo criminal.
Hay “bolsas de trabajo” en las que cada vez más personas se inscriben para cumplir los “contratos” de sicariato, con tarifas variables según el pedido: desde la simple intimidación pública hasta el asesinato.
Las armas de fuego están al alcance de la mano. Las municiones proliferan como caramelos. Ningún organismo del Estado logra detener esa terrorífica proliferación.
En los barrios deprimidos del norte y el sur de Rosario, en la periferia del oeste, cientos de adolescentes crecen en los pasillos de los asentamientos con el ejemplo del “éxito” de los narcos, a los que ven con dinero en el bolsillo y un arma en la mano, a veces en autos de alta gama. Quieren, ellos también, ese lujo. Tener mucho, rápido, sin importar las consecuencias.
Viven el hoy, con todo, sin preguntarse por un futuro que les es imposible imaginar. Prefieren el riesgo de la muerte a aceptar la utopía del progreso a base del esfuerzo, el estudio y el trabajo. Por eso, a cada vez más corta edad, toman las armas y salen a la calle a tirar y a matar. La amenaza de la cárcel, del “peso de la ley”, no les hace mella.
Ese paradigma de familias enteras dedicadas al crimen, de la atracción que ejerce en los adolescentes la salida fácil del crimen por sobre la esperanza del desarrollo personal, de la urgencia por obtener dinero fácil, es uno de los muros más difíciles de superar a la hora de intentar pensar cómo resolver el problema del crimen organizado en Rosario.
Incluso si, en el corto o en el mediano plazo, se pusiera en marcha una fuerte y drástica depuración de las filas policiales para arrancar de cuajo a los oficiales corruptos que trabajan para los narcos o son sus socios, si se castigara a los funcionarios judiciales implicados en delitos y a los políticos que se benefician de él, y si se quebraran los circuitos del lavado del dinero del crimen organizado, aún quedaría el ciclópeo desafío de descubrir cómo invertir este dramático curso de colisión en el que el Estado no tiene cómo ofrecer a las nuevas generaciones la esperanza de un futuro de progreso y bienestar.
En el debate público nadie ha esbozado un plan para romper en el largo plazo esta inercia sangrienta, un programa que ofrezca a las familias y a los jóvenes un futuro para evitar, así, que una nueva generación tome las armas para matar.
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