El negocio de la muerte se convirtió en una salida laboral para muchos adolescentes en las zonas más deprimidas de la ciudad; los gatilleros ya no son solo miembros de las bandas, sino que actúan de forma independiente, por un precio por “trabajo”
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ROSARIO. No son asesinos sofisticados, ni expertos tiradores. Tampoco criminales que procuran borrar sus huellas en la escena de un crimen. La mayoría de los sicarios que matan por dinero en esta ciudad que sangra por la violencia narco que explotó hace ocho años, con 137 homicidios en lo que va de 2021, son jóvenes que integran el 42% de la franja de pobreza, que nunca trabajaron ni tuvieron educación y cuyo ingreso legal más estable es un plan social.
El negocio de la violencia, por el que fluye el aceitado mercado de la venta de drogas, se retroalimentó de perfiles como el de Lautaro Arenas, acusado de acribillar al “arrepentido” Carlos Argüelles el lunes pasado. Este joven de 19 años nunca tuvo un empleo ni educación: es analfabeto. Pertenece a ese lote de jóvenes que están fuera del sistema, que solo son integrados por el negocio criminal. El sicariato, que apareció como una herramienta al servicio del narcotráfico, hoy se convirtió en una actividad criminal autónoma.
“No sé leer ni escribir”, respondió Arenas, que no tiene antecedentes penales, cuando el juez Gustavo Pérez de Urrechu le preguntó el jueves si tenía estudios. Está acusado de haber gatillado dos disparos en la cabeza de su víctima con extrema precisión. Los otros tres detenidos –Aldana Peralta, Rodrigo Varela y Maximiliano Morel–, que habrían cobrado 180.000 pesos por matar al mecánico cuyo testimonio iba a ser clave en el juicio contra su exjefe, el narco Esteban Alvarado, no terminaron la escuela primaria y nunca tuvieron un empleo formal.
Dos de ellos poseen la tarjeta Alimentar y cobran planes sociales. La familia de Aldana Peralta, que sería la jefa de este grupo, maneja un comedor comunitario que se llama Corazoncitos Felices, en el corazón de La Tablada. Su pareja, Dardo Basualdo, está preso en el pabellón Nº4 de la cárcel de Piñero.
La crisis de seguridad que estalló esta última semana con seis crímenes en apenas 20 horas llevó al gobierno provincial y al municipal a reclamar un refuerzo de efectivos de fuerzas federales, pero la ministra Sabina Frederic descartó enviar más.
Actualmente hay en Rosario 2500 gendarmes, prefectos y policías federales, que se suman a 5400 agentes provinciales. Más de 8000 efectivos no lograron hasta ahora neutralizar este engranaje de violencia, cuya mano de obra son jóvenes rústicos, que en su mayoría no alcanzan a terminar la escuela primaria.
La hipótesis de los fiscales Matías Edery y Luis Schiappa Pietra es que el crimen de Argüelles se tramó desde las cárceles de Marcos Paz –donde Alvarado está preso junto a uno de sus sicarios más feroces: Mauricio Laferrara, alias Caníbal, acusado de seis homicidios– y de Piñero, ubicada a 20 kilómetros de Rosario, donde ya se había planificado en enero pasado el crimen del testigo, cuyo ataque, en aquella ocasión, falló.
Usaron personas “fungibles”, definió Edery, es decir, que por sus características “son intercambiables”. Estos sicarios son “fusibles” que administra el narco para matar sus enemigos circunstanciales.
Mano de obra
El mercado de la muerte es parte esencial del fenómeno de violencia que azota Rosario. Los sicarios rústicos, que cobran barato para matar –entre 50.000 y 200.000 pesos–, son la mano de obra clave de un negocio millonario que mueve una economía marginal, más aceitada que cualquier sector, con contactos estrechos con sectores de la policía. “Por ejemplo, el búnker que está frente al casino de Rosario paga 350.000 pesos por mes de coima”, señala con fastidio un policía.
Esta clase de sicarios presta el servicio de matar, pero muchas veces no pertenece a una banda determinada. Es un trabajo tercerizado, en un universo en el que otras personas cumplen funciones paralelas, como hacer tareas de inteligencia previo al crimen, como ocurrió con Argüelles en enero pasado, cuando el taxista Jorge Ojeda se encargó de estudiar los movimientos de la víctima.
Brian Josué González, de 28 años, fue contratado por el líder de Los Monos, Máximo Ariel Cantero, para asesinar al empresario Mauricio L., que posee una empresa de aditivos dietarios para deportistas. González es un sicario profesional, según describió una alta fuente de la Policía Federal, que lo detuvo en mayo pasado, minutos antes de que concretara el encargo, por el cual le habían pagado 370.000 pesos.
El “trabajo” para matar a Mauricio L. lo gestionó, a través de la “agencia de sicarios” que maneja Guille Cantero desde la cárcel, su exsocio, el dueño de la empresa Nutrilab, Lucas Farruggia, que vivía en una mansión que pertenece al expiloto de Fórmula 1 Oscar “Poppy” Larrauri.
González no era miembro de Los Monos, sino solo un sicario que prestaba servicios a la organización. En abril pasado ejecutó de manera quirúrgica dentro de su camioneta a Nicolás Ocampo, alias Fino, otro arrepentido –como Argüelles– de la banda de Alvarado, rival de los Cantero. Ocampo estaba con su hijo de dos años, que no sufrió ni un rasguño. “Era un tirador experto”, describió una fuente de la PFA.
“Bolsa de trabajo”
Los sicarios más precarios buscan que el hecho sangriento aparezca en los medios de prensa, como se vislumbra en varias causas, algo que les garantiza cierto prestigio para ascender, en una escala que comienza con el llamado “tiratiros”, aquel que dispara contra los frentes de las casas para amedrentar, pero cuya misión no es la de matar. Así “entrenan”.
En el barrio La Tablada, en el sur de Rosario, de donde son oriundos los sicarios que mataron a Argüelles, el miércoles a la noche, dos días después del crimen, empezó a circular a través de WhatsApp una “oferta de trabajo” para los sicarios.
La vida de un narco que maneja un kiosco de drogas tiene precio: 180.000 pesos. En los mensajes aparece su apodo: “Cabeza de Burro”. “Es como si fuera una bolsa de trabajo. Sucede seguido. Se arma una cacería”, explicó a LA NACION una vecina que conoce todos los movimientos oscuros de esa zona. Cuenta que por eso se filman con celulares muchos de estos ataques. Es la prueba para ir a cobrar la “recompensa”.
A las 12.04 de la medianoche del miércoles empiezan a sonar las bombas de estruendo en ese barrio. Son 15 detonaciones, que se repiten como si fueran calculadas con un metrónomo. “De esa manera, el narco más grande avisa que llegó la droga. Comunica que los búnkeres están abastecidos. Es una tradición”, revela la mujer.
Vilma Ludueña, directora del jardín Nº249, tuvo en sus aulas a muchos chicos que hoy merodean como avispas, con un arma en la cintura, en sus motos alrededor de los búnkeres de venta de droga. “Sé que pelear por la educación en este territorio quizá sea una batalla perdida, pero yo la sigo dando”, reflexionó la mujer de 50 años, que tuvo en sus aulas a varios miembros del clan Funes, uno de los más sangrientos de Rosario.
Ludueña recordó que a uno de los más chicos, cuando tenía cuatro años, “le tuvieron que cambiar el nombre para evitar que lo identifiquen y quizá lo maten”. “Estos chicos los criaron en un lugar donde la droga llegaba al techo”, contó. Alan Funes, de 21 años, fue condenado en mayo pasado a 35 años de prisión, y está alojado en la cárcel de Marcos Paz.
La maestra advirtió que es muy difícil que esta generación de chicos termine la escuela primaria. “Faltan tres días y yo los voy a buscar a la casa, pero es peligroso y muchas docentes tienen miedo. Mi chaleco antibalas es el guardapolvo. Yo me meto en todos lados, porque a mí me tienen respeto”.
“Estos jóvenes son instrumentos del narco, que busca chicos con escasa formación, pobres, marginales, que muchas veces no tienen ni siquiera capacidad para evaluar una situación de riesgo extremo y cuya expectativa de vida no supera los 25 años”, consideró Horacio Tabares, psicólogo que estudia el fenómeno del consumo de drogas y violencia desde hace más de dos décadas.
Tabares, que dirige la ONG Vínculos y es autor de varios libros –entre ellos Vulnerabilidades, orden social y consumos–, señaló que “es un error pensar el problema narco sin observar el fenómeno cultural que genera, con jóvenes que aspiran a tener un arma y una moto que los prestigia en esos ámbitos absorbidos por el negocio de la droga”.
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