Bajar la edad de imputabilidad, ¿y después, qué?
Cada tanto, y cada vez con mayor asiduidad, la sociedad argentina se despierta alterada por un hecho delictivo de alta intensidad como, por ejemplo, un asesinato. En muchas ocasiones este tipo de supuestos llama la atención y enciende debates por dos características: quien apretó el gatillo es un joven y este adolescente ya había pasado varias veces por el radar de la Justicia.
A partir de aquí asistimos a un repetido ritual de ataque y defensa de discursos irreflexivamente automatizados. Raudamente, todos los protagonistas, especialmente los políticos, ponen el foco en torno al tema de la edad de imputabilidad. Como esas viejas cantinelas que nos resuenan desde el pasado, todos empiezan a posicionarse. Unos reclaman la baja de la edad de punibilidad. Otros exigen que no se victimice a todos los jóvenes. Ahora bien, las preguntas que surgen inmediatamente en este baile concertado, y a las que sigue sin darse respuesta, son tres: ¿para qué lo vamos a hacer?, ¿qué vamos a hacer con los que queden por debajo de la nueva edad de imputabilidad? y ¿qué se puede hacer, sea que se baje o no la edad?
En primer lugar, aparece la cuestión de qué esperan que suceda aquellos que piden la baja de la edad de imputabilidad, una vez que se produzca. Parece que hay una convicción de que el mero hecho de poder imputar al menor resolverá o mejorará la situación de la comunidad. En realidad, para lo único que parece seguro que servirá esta medida es para colapsar, aún más si cabe, el sistema de Centros de Alojamiento de Menores y para reafirmar que este tipo de respuestas no genera una transformación real de la problemática en cuestión.
Por su parte, aquellos que reclaman la no victimización tampoco encaran la pregunta trascendente: si no bajamos la edad, ¿cuál es la propuesta?, ¿cuál será el programa para responder frente a este tipo de situaciones?
Parece que, en el fondo, ambos confluyen en un mismo resultado: sacar a los jóvenes de circulación, a la espera de que sean mayores para poder seguir sacándolos de circulación.
No hemos entendido, o no se ha querido entender, que la edad de imputabilidad es, en el fondo, un debate secundario que tiende a esconder la falta de una respuesta real, de unos y otros, para trabajar con los jóvenes en conflicto con la ley penal.
Bajada... ¿y después?
La segunda cuestión que no contestan los defensores de este debate, cualquiera sea su posición, es qué vamos a hacer con aquellos jóvenes que son o seguirán siendo inimputables. Si la respuesta a la situación actual es la baja de la edad de imputabilidad, bastará con que, como ya está sucediendo, empiecen a aparecer casos de jóvenes en conflicto con la ley penal por debajo de la nueva edad para que, otra vez, volvamos sobre la misma cantinela.
¿Hay algún límite a la baja de edad como respuesta mágica del problema? Por supuesto, aquellos que se oponen a modificar la edad tampoco tienen una respuesta para reaccionar frente a estas dramáticas situaciones. La confusión permanente en este sector entre inimputabilidad e impunidad es manifiesta. El diagnóstico es acertado. Lo que preocupa es la falta de una prognosis eficaz y eficiente frente al problema.
Es evidente que la Argentina no ha encarado con solvencia el problema de los jóvenes en conflicto con la ley penal, en general, y de los jóvenes inimputables, en particular.
En tercer lugar, surge la cuestión de qué acciones y programas podemos plantear con independencia de si se baja o no la edad. En el plano del trabajo con jóvenes en conflicto con la ley penal han ido surgiendo en las últimas décadas diferentes programas que, con muchos aciertos y algunos errores, han intentado generar respuestas frente a este tipo de situaciones.
En mi opinión, la propuesta más interesante ha sido la referida al discurso de la justicia y las prácticas restaurativas. Básicamente, se trata de crear procesos reflexivos-formativos con los jóvenes, encaminados a lograr el reconocimiento, la responsabilización y la restauración del daño ocasionado.
Creo que la respuesta fue, es y será más pedagogía.
Ahora bien, este tipo de modelos no ha dejado de ser objeto de profundos ataques, tanto de un sector como del otro, en la mayoría de los casos surgidos de estereotipos y desinformaciones.
Por ejemplo, la idea de que apostar a lo restaurativo es evitar cualquier tipo de sanción es radicalmente falsa. La afirmación de que los restaurativistas no toman en consideración a las víctimas resulta una tergiversación. Y, entre muchas otras, la perspectiva de que restaurar es "comprar" el daño para evitar una respuesta judicial es, a todas luces, un sinsentido.
Por supuesto que es mucho más simple atrincherarse en el discurso de la edad, pero, en mi opinión, eso no genera respuestas que nos ayuden a acercarnos al resultado que todos deseamos y buscamos.
Raúl Calvo Soler es profesor de la Universidad de San Andrés y de la Universidad de Girona (en excedencia), y director de programas de prácticas restaurativas
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