Pantriste: 20 años del caso que abrió el debate sobre el bullying en las escuelas argentinas
El 4 de agosto de 2000 un adolescente que cursaba el primer año del ciclo Polimodal en la Escuela de Enseñanza Media N° 9 de Rafael Calzada, partido de Almirante Brown, mató a un compañero en la puerta del colegio. Dijo que estaba harto de las hostilidades y cargadas que recibía. En los medios se difundió la historia como la de "Pantriste", apodo que le habían puesto a Javier Ignacio Romero, de 19 años, por su presunta semejanza con el protagonista de la película del célebre historietista Manuel García Ferré, estrenada en las vacaciones de invierno de ese año. El personaje del dibujo animado era un joven apocado y melancólico.
El autor del hecho fue absuelto en un juicio oral ya que, según los peritajes, no comprendió la criminalidad de lo que había hecho. No obstante, se consideró que constituía un riesgo para sí y para terceros, por lo que se ordenó su internación. Pasó por cuatro cárceles comunes y un neuropsiquiátrico hasta que, a finales de 2018, un juez dispuso su liberación.
Aquel episodio conmovió al país y visibilizó la problemática de la violencia en las aulas. A partir del crimen en la escuela de Calzada la sociedad incorporó el término de origen inglés bullying para referirse a los reiterados casos de hostigamiento que hacía tiempo formaban parte de la vida cotidiana en las escuelas. La tragedia sobrevino en un particular contexto de desestructuración institucional e inequidad, en simultáneo con la ruptura de imaginarios ligados a la familia y a la escuela misma.
Cuatro años después, el doloroso apelativo de Pantriste sería el hilo conductor entre ese crimen primigenio y la llamada Masacre de Patagones, donde Juniors, otro pibe en primer año del polimodal, disparó 13 tiros con la pistola reglamentaria de su padre, oficial de la Prefectura, y mató a tres compañeros e hirió a cinco, dentro del aula, en la primera hora de clase en la Escuela Media N°2 Islas Malvinas, de la ciudad más austral del territorio bonaerense.
En el tiempo transcurrido hasta hoy se hicieron relevamientos, jornadas, congresos; se escribieron informes; se aprobaron leyes –como la de Promoción de la Convivencia y el Abordaje de la Conflictividad Social (ley N° 26.892) que, entre otras cosas, creó el Observatorio de Violencia Escolar del Ministerio de Educación–; se elaboraron protocolos y se anunciaron programas específicos. Sin embargo, el fenómeno subsiste y, en rigor, las situaciones de maltrato, burla, estigmatización, aislamiento y discriminación entre alumnos solo tuvieron un freno a partir de la cuarentena dispuesta por la pandemia de coronavirus.
Disparos al salir de clase
Aquel mediodía de principios de agosto de 2000 ya había terminado la jornada y los estudiantes abandonaban bulliciosamente la EEM9. Romero, de 19 años, caminó hacia la salida en medio del alboroto.
–¡Ey, Pantriste! –le gritaron desde afuera.
El chico se detuvo junto al portón de entrada del establecimiento, giró y extrajo de la mochila un revólver calibre 22. Aferrado con sus dos manos al arma comenzó a disparar.
Si bien nunca quedó suficientemente acreditado, varios testimonios aseguraron que antes de apretar el gatillo, Javier lanzó, en un alarido: "¡Ahora me van a respetar! ¡Los voy a hacer mierda!".
Las balas alcanzaron a Mauricio Ariel Salvador, de 16 años, que recibió un impacto que le perforó el cráneo; terminó desplomado junto a uno de los pilares que sostienen la reja. A Gabriel Alfredo Ferrari, de 18, un proyectil le raspó el cuero cabelludo, sobre la oreja derecha.
Salvador, Ferrari y Romero cursaban juntos en la división 1° 2° del Polimodal.
En el momento de los tiros todo se volvió un caos. En medio de gritos y aullidos de terror, alumnos y docentes salieron disparados en todas direcciones en procura de refugio.
Tras efectuar los disparos, Romero corrió hasta el departamento de su hermana mayor, Ramona, donde vivía de lunes a viernes, ya que le quedaba más cerca del colegio. Almorzó sin mencionar lo ocurrido y se echó a dormir la siesta. Hasta allí llegó, horas después, su madre, Luisa Gómez, junto a una comitiva policial que lo detuvo y trasladó a la comisaría 5a. donde quedó incomunicado.
Los heridos fueron llevados al hospital Arturo Oñativia, donde Salvador llegó inconsciente. La gravedad del cuadro hizo que fuera trasladado al Hospital Fiorito, de Avellaneda, donde falleció tres días más tarde. Ese mismo día Ferrari fue dado de alta.
En medio de una gran consternación, las autoridades del colegio dijeron no comprender lo que había ocurrido.
La policía secuestró el revólver usado por Romero, que estaba oculto en un colchón en la casa donde había sido detenido. El arma había sido adquirida por la madre como elemento de defensa personal ante la inseguridad reinante y estaba legalmente registrada a su nombre.
Javier era el menor de cuatro hermanos. Sus padres, Bernardino Romero y Luisa Gómez, oriundos de Corrientes, habían migrado hacia el conurbano a finales de los 60. Se instalaron en el Barrio San José, una zona baja surcada por varios arroyos y poblada por asentamientos informales. Víctima de una afección hepática severa, Bernardino falleció en julio de 1983. Su muerte afectó especialmente a su hijo menor, que por entonces tenía dos años.
Los secretos del expediente
La causa quedó bajo la órbita de la jueza de Lomas de Zamora Marisa Salvo y los fiscales Domingo Ferrari y Walter Distéfano. El patrocinio de Romero recayó en la Unidad de Defensa Penal N° 9, timoneada por Graciela Noemí Caldini.
Tres días después del hecho, la psiquiatra Adriana Fourgeaux entrevistó al autor de la tragedia en la comisaría. Lo encontró "ubicado en tiempo y espacio". En su evaluación indicó que tenía "una personalidad pobremente estructurada" de carácter "esquizoparanoide" aunque "sin signos de alienación". Esto lo volvía, en principio, imputable. No obstante, la experta recomendó realizar estudios más exhaustivos.
Meses más tarde, las especialistas Mónica Santamaría y Laura Secondi llevaron adelante una serie de entrevistas y elevaron un informe en el que sostuvieron que, en el momento del hecho, el joven "presentó posiblemente un episodio psicótico breve". En su informe pericial, consideraron que "dicho episodio le impidió comprender la criminalidad de sus actos y medir la trascendencia de las acciones".
A principios de 2001 la jueza Salvo confirmó la prisión preventiva de Romero, que permanecía detenido en la comisaría. Ante la falta de vacantes en un sitio adecuado, el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) le reservó un periplo carcelario que lo llevó a conocer los penales de Sierra Chica, Mercedes, Magdalena y Dolores.
El 12 de marzo de ese año los fiscales solicitaron la elevación a juicio y acusaron a Javier Romero de "homicidio simple", por haber matado a Salvador, y "tentativa de homicidio simple", por las lesiones sufridas por Ferrari. Por su parte, la defensora oficial reclamó declarar al joven inimputable. Tres semanas más tarde, Salvo elevó el caso a juicio.
Las audiencias, a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal N° 6 de Lomas de Zamora, integrado entonces por Daniel Obligado, Rodolfo Goerner y Claudio Fernández, dieron comienzo el 27 de marzo de 2003. Participaron la defensora Caldini y el fiscal de juicio Osvaldo Carrea. La representación de la familia Salvador fue asumida por el abogado Alejandro Zimerman.
Los chicos que declararon en esa instancia reconocieron que las cargadas eran moneda corriente dentro del curso, especialmente entre los varones. Sin embargo, surgía del expediente que el apodo de Pantriste se lo habían puesto las mujeres, inspiradas en ciertos rasgos similares a los del protagonista de la película "Corazón, las alegrías de Pantriste", estrenada semanas atrás durante el receso escolar de invierno. Romero era flaco, alto y desgarbado, retraído y solitario, como el personaje concebido por García Ferré.
Los propios alumnos señalaron a un "grupito" de entre seis y siete chicos como la raíz de los entredichos que derivaron en la tragedia. Javier aspiraba a sumarse a esa cofradía de la que participaban, entre otros, Gabriel y Mauricio, pero su integración era conflictiva. Varios testimonios dieron cuenta de que las horas previas al fatal desenlace estuvieron particularmente cargadas de tensión y agresiones.
La internación
El 8 de abril de 2003, los jueces decidieron, por unanimidad, absolver al acusado por inimputabilidad, aunque lo consideraron "peligroso para sí o para terceros" y ordenaron una "medida de seguridad curativa" que se debería cumplir en la Unidad N°10 de Melchor Romero, un centro de régimen abierto para tratamientos neuropsiquiátricos dependiente del SPB.
En abril de 2003 Javier Romero quedó internado en la U10 de La Plata. Allí realizó tareas en la huerta y mantenimiento del edificio. También atendió el buffet del casino de oficiales.
Cuando el 3 de mayo de 2007 el Tribunal de Casación provincial confirmó el fallo no se expidió sobre los pedidos de la defensa para que el joven recuperara la libertad. Dos años más tarde, el 31 de marzo de 2009, el titular del Juzgado de Ejecución N°1 de Lomas de Zamora, Francisco Valitutto, decidió, basado en evaluaciones del SPB que indicaban una "atenuación de las causales de peligrosidad", incluir a Romero en el Programa de Alta a Prueba, con salidas de 24 horas. El magistrado no hallaba motivos para sostener la medida de seguridad.
Pese a que el agente fiscal Hugo Carrión objetaba la decisión, el plazo de externación se fue ampliando paulatinamente debido al buen comportamiento de Romero, que, con el tiempo, sumó otra iniciativa valorada positivamente: se graduó como bachiller mediante el plan Fines y se capacitó como electricista, herrero y soldador en un Centro de Formación Profesional de Florencio Varela.
El 20 de diciembre de 2018 Valitutto hizo lugar al pedido de la Secretaría de Inimputables de la Defensoría General de Lomas de Zamora y dispuso el alta definitiva.
"Yo ya pagué por lo que hice"
A Javier Romero no le gusta salir en los medios ni hablar con periodistas. "Cada vez que se habló de mí, lo que dijeron me jugó en contra", se excusó durante una conversación telefónica con este cronista poco después de recuperar la libertad. "No sé por qué se interesa en recordar mi caso. Hubo otros mucho más graves, con chicos que se terminaron suicidando", alegó.
Romero aseguró que siempre se sintió arrepentido por lo ocurrido y por la desgracia que provocó, y antes de cortar la comunicación soltó: "Yo ya pagué en el neuropsiquiátrico por lo que hice, pero sé que voy a llevar esta mochila para siempre".
Cuando quedó detenido acababa de cumplir 19 años y al recuperar la libertad tenía 37. Había pasado 18 años bajo supervisión judicial y penitenciaria. Varias veces contó a sus allegados lo que había vivido durante el encierro: "Ahí no se la pasa nada bien y uno se siente como muerto en vida", relató, al borde del llanto, según pudo reconstruir LA NACION.
Si bien durante todos estos años Romero fue sometido a numerosas entrevistas y estudios para determinar su peligrosidad y su estado de salud mental, no existen constancias de que haya recibido tratamiento alguno, a pesar de que fue algo expresamente indicado en el fallo del juicio oral.
Desde que salió en libertad intenta abrirse paso con changas y con una pensión otorgada por su afección. Si bien no registra antecedentes, se le hace muy difícil encontrar un empleo fijo y estable.
En julio de 2008 Romero había accedido a dar una entrevista para el programa "Un tiempo después", conducido por la actriz Soledad Silveyra y emitido por Telefé. Entonces confesó su arrepentimiento y dijo sentir culpa por "la desgracia que hice". Recordó que era hostigado y apuntó al grupo de compañeros que lo amenazaban. También narró que para evitar encontronazos se había "aislado mucho", por lo que "estaba sufriendo". Finalmente reveló que nunca comentó a nadie lo que estaba viviendo y recalcó: "En ningún momento pensé en matar a nadie... solo pensaba asustarlos".
El grupo de aquella división se deshilachó. Varios pidieron cambiarse de curso y otros abandonaron la escuela. Solo algunos que se conocían previamente de la primaria se siguieron viendo una vez terminada la secundaria. Nunca hubo una reunión de egresados y, en general, pocos conocen la suerte de quienes fueron sus compañeros.
A Gabriel Ferrari, que lleva una huella indeleble de aquel día, le surge con cierta frecuencia una molestia leve en la zona de impacto de la bala cerca de la oreja. "Api", como todos lo llaman, dejó el colegio ese mismo año. Su convalecencia no fue larga, pero cuando se recuperó no quiso volver a la escuela. Solo dos años después retomó los estudios y se recibió en el Centro Especializado Bachiller para Adultos con orientación en Salud que funciona en el Hospital Gandulfo. Junto a su familia montó una academia de manejo. "Hoy veo reacciones muy violentas en la sociedad, por cómo está todo, pero aquello, para mí que me tocó vivirlo y por suerte poder contarlo, fue algo inexplicable", comentó.
Norberto Martínez, compañero de banco de Javier Romero, fue otro de los que se cambió de turno y luego abandonó el colegio porque, cuenta, tuvo que salir a trabajar. "Lo que nos tocó vivir fue algo muy terrible. Los de ese grupo quedamos todos muy dolidos, golpeados por lo que pasó, y cada uno siguió su camino", dijo, midiendo sus palabras.
Para la familia Salvador, la muerte de Mauricio fue un verdadero terremoto que los arrasó. Su mamá, Marta Inés Martínez, tenía 38 años y vivía para su familia junto a su marido, Rubén Darío Salvador, de 40, que trabajaba en un supermercado. Después de reclamar airadamente justicia se sumieron en un silencio doloroso, hasta hoy impenetrable.
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