El otro drama de la violencia narco: muertos por error en el reino del sicariato
Se repiten los casos en los que los gatilleros se equivocan de víctima o asesinan a inocentes que se cruzan en el camino de la lluvia de balas que disparan
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ROSARIO.– El miércoles a la noche, las canchas de fútbol De Taquito, en el barrio de Fisherton norte, estaban a pleno. En el tramo final de un picado entre amigos, cerca de las 21, aparecieron dos hombres y se acomodaron en un extremo, cerca de la salida. Nadie sospechó nada raro hasta que desenfundaron sus 9 milímetros y comenzaron a dispararles a las piernas a los jugadores.
Ocho jóvenes, empapados en sudor, quedaron ensangrentados y tirados en el césped sintético. El pánico corrió a toda velocidad por el predio, donde había más de 30 personas, entre ellos varios chicos. Un segundo bastó para que el terror se apoderara de esa noche estrellada y cálida, repleta de mosquitos y de balas. Quedó sobrevolando el oscuro acertijo: ¿a quién fueron a matar?
Las historias de víctimas inocentes de la guerra narco que lleva casi una década quedan encerradas en el miedo a dar testimonio de una tragedia que puede atrapar a otros familiares. “Vemos que por la cantidad de municiones que se usan en estos ataques muchas veces no solo se busca matar a una persona, sino también generar pánico en una determinada zona. Es una especie de mensaje que dejan las balas”, advirtió a LA NACION el fiscal de la Unidad de Criminalidad Organizada Luis Schiappa Pietra.
Las balas que se disparan cada día en Rosario, donde se produce un promedio de entre 20 y 30 ataques con armas por día en disputas narco por territorio, tienen un elevado –y tremendo– margen de “error”.
La frase “se matan entre ellos” asoma ya como un mito asentado sobre la creencia de que los disparos solo aciertan a personas que pertenecen a un circuito cerrado de la mafia. La realidad derriba a cada rato esa leyenda urbanas.
Hace un mes, Luisana Biagiola, de 13 años, decidió ir a dormir a la casa de su tía Pamela. Iban a estar sus primos y podrían divertirse tras un año de pandemia. Eran ocho chicos. A la noche, 50 balazos atravesaron de manera inesperada las paredes, puertas y ventanas de esa casa en la zona oeste de Rosario.
Luisana estaba en el comedor cuando empezaron los tiros. El instinto la llevó a tirarse sobre una primita para protegerla. Su madre y su tía corrieron a la planta alta para resguardar a los otros chicos. Un disparo de esa lluvia balas atravesó el cuello y salió por la espalda de Luisana. Murió minutos después en el policlínico San Martín.
Elsa Monzón, tía de Luisana, rompió el cerco del miedo. Todos los miércoles se junta con amigos y familiares de Luisana para reclamar justicia en las Cuatro Plazas. “Era una nena maravillosa, con ilusiones, inocente, que preparaba su cumpleaños de 15. Era muy querida en la escuela República Federativa del Brasil Nº91 y da mucha bronca que mueran niños inocentes por esta violencia extrema”, afirmó Elsa, en diálogo con LA NACION.
En Rosario, 871 personas fueron heridas con armas de fuego el año pasado, según cifras del Ministerio Público de la Acusación y del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe. Por cada homicidio concretado –214 en 2020– hubo cinco personas que se salvaron de la muerte. La tasa de letalidad en relación con incidentes con armas de fuego orilló el 20%. La delgada línea entra la vida y la muerte parece una cuestión de puntería, de azar.
Trágicos parecidos
A Lisandro Fleitas lo confundieron con un miembro de la banda de Lautaro Funes, integrante de una nueva generación narco aún más violenta. El 10 de octubre de 2016, luego del clásico Argentina–Brasil, Fleitas volvía a su casa en una moto Honda CBX junto a su pareja y su hijo de seis años. A las 22.30 cuando en Callao y Mister Ross, los interceptó un auto con vidrios polarizados de donde le dispararon a Fleitas e hirieron a su pareja. El nene salió ileso.
Esta semana el exjefe de la barra de Ñuls, Emiliano Avejera, alias “Jija”, admitió en un juicio abreviado que ordenó el ataque desde la cárcel. Fue condenado a 11 años y medio de prisión; ahora está en juicio por otros cinco asesinatos y cuatro tentativas de homicidio. Nada garantiza que, desde la celda, no volverá a ordenar ejecuciones.
En la investigación se detectó que la confusión con Fleitas fue por su moto. Lautaro Funes tenía una Honda muy parecida y se movía por esa zona. El crimen fue ordenado desde la cárcel por Avejera y por Rubén Segovia, que dos años después fue degollado en su celda del penal de Coronda por cuatro encapuchados. Sus negocios habían despegado al adquirir un complejo turístico en Mina Clavero, Córdoba, algo que sus jefes, Los Monos, no le perdonaron.
En esa trama demencial en torno a la barra de Newell’s se produjo otra ejecución por “error”. Segovia había ordenado matar a otro “leproso”, Jonatan Rosales. La única testigo de ese crimen fue su pareja Brisa Ojeda. Segovia decidió ordenar la ejecución de la mujer que podía incriminarlo. Pero los gatilleros se equivocaron y mataron de seis tiros a la hermana de Brisa, Lorena.
“En las investigaciones vemos que los sicarios no tienen demasiado cuidado en acertar a la víctima que van a ejecutar. A esto responde la cantidad de disparos en los ataques. Hemos detectado que muchas veces se busca sembrar el miedo, el terror, no solo del núcleo familiar de la víctima, sino del barrio”, consideró Schiappa Pietra.
Para el fiscal hay una economía de subsistencia con la venta de drogas que genera un movimiento importante de dinero y que se consolidó como un negocio al que es fácil acceder, pero tiene “alto riesgo”.
Ese mercado atomizado hace más complicado incautar grandes acopios de droga. En 2020 se secuestraron solo 52 kilos de cocaína. Rosario, la ciudad que más problemas tiene con la violencia en el país por el narcotráfico, está novena en el ranking de volúmenes de incautación de estupefacientes.
Esta semana fue imputado Brandon Bay, ladero de Ariel Cantero, líder de Los Monos, como autor intelectual del asesinato de Rodrigo Gigena, al que mataron el 6 de agosto de 2019 cuando cruzó al kiosco a comprar una gaseosa. Pero el blanco del ataque era otro, un dealer del barrio al que Bay quería eliminar como competencia. Tenía un gran parecido físico con Gigena.
En agosto pasado, los familiares de Rodrigo marcharon por las calles de San Lorenzo para reclamar justicia. Entre lágrimas, Estela y Miguel Gigena, sus padres, afirmaron que el fiscal les había dicho que se había tratado de un “ataque por equivocación”. Este argumento sostuvieron los acusadores esta semana en la audiencia en que imputaron a Bay, que está preso en la cárcel de Coronda.
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