El expediente fue archivado y hoy ya nadie investiga el homicidio del ingeniero Marcelo Schapiro, ocurrido el 26 de agosto de 1992 frente a la Dársena C
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El miércoles 26 de agosto de 1992, a las 12.30, el ingeniero civil Marcelo Schapiro salió de su oficina, en Arenales 1378. Antes de irse dijo: “Voy a hacer unos trámites, no me esperen porque puedo tardar”. En la puerta del edificio conversó durante 15 minutos con un vecino. Terminó la charla y se marchó. Fue la última vez que quienes lo conocían lo vieron con vida.
Ese día, a las 13.50, un llamado al Comando Radioeléctrico de la Policía Federal alertó sobre un incendio en el cruce de Antártida Argentina y Ramón Castillo, muy cerca del Acceso Wilson, uno de los ingresos a la Dársena C del Puerto de Buenos Aires.
Luego de apagar el fuego, al revisar los restos de la caja de madera de 1,80 metros de largo, cubierta con pallets, los bomberos hallaron el cuerpo de un hombre. La identificación fue incontrastable: era Marcelo Schapiro, de 42 años, integrante del directorio de una firma dedicada a prestar servicios informáticos, y asesor de varias empresas.
Aunque Schapiro fue asesinado en plena jornada laborable, entre las 12.45 y las 13.32, no hubo testigos del homicidio. Tampoco nadie pudo aportar datos sobre adónde fue el ingeniero tras salir del edificio de Recoleta ni explicar cómo su cuerpo terminó en una caja y fue quemado en uno de los accesos con más movimiento del puerto.
Según los peritajes, los asesinos de Schapiro usaron combustible de aviación como acelerante para rociar el cajón de madera en el que metieron el cuerpo y avivar el fuego. A pesar de ese detalle ninguno de los investigadores pudo averiguar dónde consiguieron ese elemento los responsables del asesinato de Schapiro, especialmente si se tiene en cuenta que se trata de una sustancia que no cualquier persona lleva en el automóvil o en una camioneta.
Pasaron más de 29 años y la Justicia y la Policía Federal no pudieron detener a ningún sospechoso por el asesinato. Los investigadores tampoco lograron establecer cuál fue el móvil del homicidio, no determinaron cuál fue la escena del crimen ni reconstruyeron el recorrido que hizo el ingeniero desde que salió de su oficina en Arenales y Uruguay hasta el puerto, donde los bomberos hallaron el cuerpo de Schapiro, parcialmente quemado, apenas 65 minutos después de que la víctima se despidiera de su vecino.
Actualmente, ningún organismo del Estado investiga el homicidio del ingeniero, que pasó a integrar la oprobiosa lista de crímenes sin resolver. Los veinte cuerpos del expediente N°35.536 están apilados en el archivo del Palacio de Justicia. Hace diez años, una jueza subrogante dispuso que se archive la causa debido a la falta de avances en la pesquisa. Habían pasado 19 años sin que los responsables de la investigación hubieran logrado identificar a algún sospechoso.
Para la ley argentina, el homicidio de Schapiro quedó impune. Si en la actualidad, a 29 años del homicidio, alguna persona se presentara en el juzgado de Instrucción N°20 y confesara que mató al ingeniero civil, no quedaría preso porque ya prescribió la acción penal. Según establece la norma legal, la única forma en la que el sospechoso podría ser sometido a un proceso por el asesinato de Schapiro sería si hubiera cometido otro delito entre el momento del crimen y la extinción del plazo de prescripción.
Quemado vivo
Los forenses que hicieron la autopsia pusieron al descubierto un detalle macabro sobre las circunstancias de la muerte del ingeniero: el hallazgo de negro de humo en las vías respiratorias superiores y en la tráquea avalarían la presunción sobre la posibilidad de que la víctima agonizaba en el momento que prendieron fuego la caja de madera donde lo metieron para poder descartar el cuerpo.
Al revisar el cuerpo, los responsables de la necropsia no hallaron ninguna herida de arma blanca o de bala. Tampoco lesiones compatibles con golpes. Por tal motivo, los científicos indicaron que la muerte del ingeniero habría sido provocada por asfixia por sofocación.
Un detalle llevó a los detectives de Homicidios a interpretar que el lugar del hallazgo del cuerpo, una zona transitada por cientos de personas los días de semana, sería la escena secundaria del asesinato y que, en rigor, el ingeniero fue atacado y dejado exánime en otro sitio.
Esta presunción se fundó principalmente en que el reloj de Schapiro dejó de funcionar a las 13.32, hora en la que la acción del fuego habría arruinado el mecanismo. Los investigadores creen que los asesinos atacaron al ingeniero en otro lugar y, creyéndolo muerto, lo metieron en una caja y lo llevaron hasta el Acceso Wilson, donde lo prendieron fuego para borrar las huellas del crimen.
Desde un colectivo, un chico vio una camioneta y un auto de donde dos personas bajaban una caja grande. Minutos después, dos camioneros vieron esa misma caja ardiendo en llamas. Ninguno de esos datos aportó a los investigadores alguna pista que permitiera identificar a algún sospechoso.
El centro porteño, escena del crimen
Cuando Schapiro fue asesinado, la tecnología de cámaras de seguridad era incipiente. No había en la ciudad la cantidad de dispositivos que existe en la actualidad y que seguramente hubieran permitido a los investigadores reconstruir el recorrido que hizo el ingeniero después de salir del edificio de Arenales 1378.
El asesinato de Schapiro ocurrió en un radio de 25 cuadras —de su oficina en Recoleta a la Dársena C, en Retiro— y en una ventana temporal de 47 minutos. Estos factores surgen de la distancia que existe entre su oficina y el lugar del hallazgo del cuerpo, y el tiempo que pasó desde que se despidió de su vecino, a las 12.45, y el momento en que se detuvo su reloj, a las 13.32.
Ningún testigo en el radio de 25 cuadras, a la hora en que cruzó el umbral del edificio en el que trabajaba y en los 47 minutos posteriores, recordó haber visto a Schapiro. Como si el crimen se hubiera desarrollado y ejecutado en un segundo plano, ajeno a las vicisitudes de la zona con más movimiento de la ciudad.
Preocupaciones subyacentes e inconfesadas
Schapiro era introvertido, de pocas palabras. Ninguno de sus colaboradores estaba al tanto de las eventuales preocupaciones de la víctima. Ninguno de sus allegados pudo establecer si había recibido amenazas o si temía por su vida. No obstante, dos meses antes del homicidio, algunos de los integrantes del entorno advirtieron en el ingeniero un cambio de carácter, aunque desconocían los motivos que hubiesen podido provocar la modificación de su temperamento.
Un detalle que avalaba la presunción de que Schapiro estaba sometido a un intenso nivel de estrés fue advertido por uno de sus colaboradores la mañana que lo mataron. Ese día, el ingeniero puso a calentar yogurt en lugar de leche y ensució la cocina. Fuera de este episodio, nadie observó otra circunstancia anormal.
Todos los allegados, colaboradores y amigos que declararon ante la Justicia coincidieron en que Schapiro era honesto. Este hecho fue corroborado por los investigadores policiales y judiciales que revisaron los movimientos bancarios y de efectivo del ingeniero y no encontraron ninguna transferencia sospechosa.
“Tal vez con su silencio quiso proteger a su familia. Cuando nos enteramos de su muerte no entendimos por qué. Marcelo era un hombre dedicado casi exclusivamente a su familia y al trabajo, tenía un alto concepto del honor y la honradez, y era muy estimado por quien lo conociese. Marcelo no tenía tiempo para otra actividad, ya que tenía su familia, la administración del edificio de Arenales 1378 y estaba al frente de Sintecon”, explicó uno de los amigos del ingeniero en una nota publicada por LA NACION en 1997, al cumplirse cinco años del homicidio.
El impulso de la causa
Durante gran parte de los 29 años que pasaron del asesinato, la investigación tuvo dos motores fundamentales para que el expediente no se paralizara: la familia de la víctima y el juez Juan Esteban Cicciaro, que fue el primer secretario penal que tuvo la causa y luego, al ascender, mantuvo vivo el caso en su despacho de magistrado, hasta que ascendió a la Cámara del Crimen.
Durante más de veinte años, los familiares de Schapiro publicaron avisos y solicitadas en los principales diarios del país con el objetivo de mantener activo el caso y que algún testigo se presentara con datos que permitieran reconstruir los últimos minutos de la vida del ingeniero y capturar al asesino.
El otro motor de la investigación fue el juez Cicciaro, quien se desempañaba como secretario del juzgado de Instrucción N°20 cuando Schapiro fue asesinado y el caso recayó en su despacho. Realizó audiencias semanales y revisó cada pista que le acercó la familia de la víctima. Tenía el expediente siempre a mano, ante la posibilidad de que se presentara algún testigo y así, cruzar los datos que aportara con la información que existía en la causa.
Sin testigos y sin medios tecnológicos, poco pudieron hacer para esclarecer el caso en la División Homicidios de la Policía Federal. Un joven inspector de dicha dependencia fue el detective a cargo de la investigación. Tuvo el sumario durante más de cuatro años, pero no pudo avanzar con resultados que permitieran identificar al asesino.
Ese mismo detective, en julio de 1996, logró esclarecer el homicidio del subinspector de la Policía Federal, Fernando Aguirre, asesinado junto a la estudiante María Andrea Carballido en el pub Company, de Migueletes y Libertador. La pesquisa realizada por el inspector permitió establecer que el autor de ese doble asesinato fue Guillermo Antonio Álvarez, alias El Concheto, uno de los homicidas seriales más sanguinarios de la historia criminal argentina. Fue un gran éxito en su carrera. Pero siempre sintió que el caso Schapiro fue una mochila muy pesada, una deuda que le quedó pendiente cuando se retiró de la Policía Federal como subcomisario.
La agenda de la víctima aportó una tenue pista. Ese indicio llevó a los investigadores hasta una oficina situada en el edificio de Corrientes 1515. Pertenecía a un sospechoso imputado en una causa por narcotráfico que instruyó el entonces juez federal de La Plata Manuel Blanco, ya fallecido.
Durante la declaración ante el juez Cicciaro, ese sospechoso reconoció que estuvo vinculado con Schapiro desde 1989, que se encontraron en varias ocasiones, pero que había perdido el contacto un año antes del homicidio. Así, esa pista quedó rápidamente descartada.
Desde 1993, cada 26 de agosto la familia Schapiro publicó en LA NACION un aviso para recordarlo. Así fue durante más de veinte años.
“Los amigos de Marcelo Schapiro”, tal como se hacen llamar aquellos allegados y familiares que lucharon por esclarecer el homicidio, afirmaron que integrantes de un servicio de inteligencia del Estado fueron responsables del asesinato del ingeniero. “Tanto desde el Ministerio del Interior como desde la Jefatura de la Policía Federal no tuvieron interés en encontrar a los culpables del homicidio”, concluyó uno de los amigos del ingeniero.
“Año tras año, día tras día, los pasillos de Tribunales fueron la ruta que no llega a ninguna parte, hasta que la causa se archivó de facto mucho antes de la prescripción procesal. Nadie vio, nadie supo, nadie dijo”, expresó un familiar del asesinado ingeniero en el perfil de su red social, el 26 de agosto pasado, al cumplirse 29 años del homicidio.
“Tantos tomos de expediente, fojas y fojas tan burocráticas como infructuosas, solo sirvieron para defraudar la expectativa de saber quiénes y por qué. Pasaron 29 años y la impericia, negligencia o complicidad institucional sigue azuzando nuestra herida perpetua”, agregó el familiar de una víctima que fue convertida en uno de los grandes misterios de la historia criminal argentina.
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