Poco menos de un año de sanguinaria actividad criminal, a principios de la década del 70, le bastó para convertirse en uno de los icónicos “serial killers” de la historia
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Cuando tenía 10 años, y luego del divorcio de sus padres, un día volvió de la escuela y se encontró con que, sin previo aviso, su cama y sus cosas habían sido mudadas al sótano de la casa con la excusa de que sus hermanas se sentían intimidadas por su estatura y masculinidad adolescente. Corría 1958 y esa decisión, que evidenciaba menosprecio y violencia discriminatoria, lo etiquetaba en un lugar sexualizado y, a su vez, instaló en la mente de ese niño a sus hermanas de 13 y 9 como “sus posibles” objetos sexuales.
Con el tiempo, el pequeño Edmund Emil Kemper III imaginaba cómo tendría sexo con su madre y sus hermanas; esas fantasías se convirtieron en su mundo favorito e incluían pensamientos parricidas. Se reprimía de pasar al acto, pero recreaba sus fantasías escabulléndose con un cuchillo en la mano en la habitación de su madre mientras dormía, a modo de ensayo.
Clarnell Standberg trabajaba como administrativa en una universidad. El constante maltrato psicológico al que sometía a su hijo Ed iba acentuándose con su alcoholismo y repercutía en el aislamiento social del menor, que sentía vergüenza de sí mismo y por sus cambios hormonales. Ed solía recluirse en ese oscuro sótano e incrementaba y mejoraba en su mente actos donde la crueldad comenzaba a ser la protagonista.
Cuando iba a visitar a sus abuelos al campo mataba animales que no eran de caza, a pesar de la prohibición de hacerlo. Una vez en que quedó bajo el cuidado de ellos mientras su madre estaba de luna de miel. El 24 de agosto de 1964, ante una reprimenda porque había vuelto a matar animales pequeños, decidió responderle a su abuela, Maude, con un disparo en la espalda y apuñalarla. A su abuelo, Edmund Emil Kemper, le disparó con un fusil antes de que entrara en la casa; no quería matarlo porque era bueno con él, pero en ese momento pensó que era una víctima necesaria. El joven Ed aún no había cumplido 16 años.
Los abuelos le restaron importancia al motivo por el cual mataba -por placer-: simplemente lo castigaron severamente pensando que así terminaría con esa costumbre. De haber indagado en el motivo quizás hubiesen detectado la grave situación de violencia psicológica y emocional a la que era sometido en forma constante en su casa.
Su padre, Edmund Emil Kemper II, estaba vivo, pero luego del divorcio no le interesó tener contacto con sus hijos. El pequeño Ed fue sometido a un modelo de crianza parental nocivo, con un polo negligente y despectivo y otro tremendamente hostil y autoritario. En mis trabajos de indagación de la mente criminal pude constatar que este y otros factores de riesgo graves presentes desde la infancia se reiteran en una gran cantidad de sujetos entrevistados en cárceles de máxima seguridad.
Años después apareció en escena uno de los dos esposos con los que Clarnell Standberg rehizo su vida amorosa. Con él pudo establecer una relación de confianza, con intereses en común orientados a las armas y a matar animales que no eran de caza. La aceptación de estas conductas por parte de un modelo o ideal masculino contradecía la empatía que le inculcaban sus abuelos, generando una distorsión respecto de lo que está bien o mal.
Primer encierro
Ed Kemper pasó cuatro años en el Hospital Mental de Atascadero por haber matado a sus abuelos y al salir, en 1969, luego de un informe de los profesionales en lo correccional y de salud mental intervinientes, se lo encontró apto para vivir en sociedad, siendo derivado a un Campamento de la Autoridad de Juventud de California (California Youth Authority). Se le concedió la libertad condicional al año siguiente, bajo la custodia de su madre, que insistía con que estos antecedentes juveniles de su hijo fueran borrados del registro antes de que llegara a la edad adulta. Para 1970 ya tenía 21 años: los había cumplido el 18 de diciembre de 1969.
Volver a las mismas condiciones previas que habían generado un caldo de cultivo de predisposición antisocial violenta no es el mejor escenario para continuar con una rehabilitación ni sirve para sostener una mejoría. Nuevamente en casa, el maltrato se convirtió en moneda corriente, reforzando el odio y resentimiento a las mujeres y reactivando viejas fantasías donde se iba erotizando la tortura, apoyándose en su gran interés en la pornografía y las revistas de detectives.
En 1971 comenzó a trabajar como empleado del departamento de carreteras. Su presencia era imponente: medía 2,06 metros y pesaba más de 130 kilos. Se había hecho amigo de los policías de la zona. Tanto, que uno de ellos le prestó un arma de fuego ya que, por sus antecedentes juveniles, no podía tener acceso a una de manera legal.
Lo que contribuyó a que su modus operandi fuese casi perfecto fue que un agente le había regalado unas esposas y una credencial expirada, su auto era similar a las patrullas policiales -y él le instaló una antena y una radio de banda ciudadana- y tenía una calcomanía de libre circulación en una zona universitaria. Además, contaba con un departamento para estar a solas con las víctimas, dinero de sobra por una demanda civil ganada que le había valido una baja médica temporal y un brazo enyesado, al que le iba tapando la sangre de sus víctimas con betún blanco.
A mediados de 1972, Ed Kemper comenzó a convertirse en uno de los más paradigmáticos asesinos seriales de la historia criminal mundial. En menos de un año se transformó en "el asesino de las colegialas": levantaba en la ruta a chicas que hacían dedo, las violaba y asesinaba, y luego de usar sus cuerpos en horribles rituales necrofílicos, las desmembraba.
El 21 de abril de 1973 asesinó a su madre a golpes con un martillo, cuando ella dormía; la decapitó, usó la cabeza para satisfacerse sexualmente y le extirpó la laringe y la arrojó al triturador de la cocina, en un hecho simbólico que, admitiría después, le pareció "apropiado" por todo lo que ella lo "maldijo, chilló y gritó durante años". Ese mismo día invitó a una amiga de su madre a casa y la estranguló. Luego de ello, y desilusionado porque en la radio policial que llevaba en su auto no escuchó ninguna noticia sobre esos homicidios, llamó a la policía y pidió por un agente en especial para confesar que él era el asesino de las universitarias.
Recordaba vagamente el primer ataque porque, dijo, fue espontáneo. Con respecto al siguiente recordó que fue el 7 de mayo de 1972; también mencionó en qué universidades estudiaban las víctimas y sus respectivos novios, datos que había obtenido de ellas mismas.
Cuando recogía a chicas de a dos, encerraba a una en el baúl del auto "para violar tranquilo a la otra y no tener que matarlas", aunque la realidad es que no solo las atacaba sexualmente sino que luego las apuñalaba y les disparaba en la cabeza o, dependiendo de su estado de ánimo y las ganas que tuviese de limpiar el auto, solo les disparaba. No obstante, siempre aparecían las esposas policiales y procuraba que la chica encerrada en el coche escuchara el tormento de su amiga mientras era atacada.
A veces iba de visita a la casa de su madre -en Santa Cruz, California- con el cadáver de una víctima escondido en el auto; eso aumentaba su adrenalina y así sentía que se burlaba de la autoridad que ella quería imponerle. Otras veces pasaba con las mujeres moribundas frente a garitas de control, enlentecía la marcha y saludaba. La arrogancia una de sus características.
Dentro de sus rituales estaban la necrofilia. En ocasiones extirpaba el talón de Aquiles de sus víctimas porque, según había leído, eso impedía el rigor mortis. El tratamiento a los cadáveres incluía la masturbación durante el proceso de mutilación. Esto contradecía la teoría dicotómica de los comienzos del estudio de las mentes criminales, propuesta por Robert Ressler y John Douglas, según la cual solo los criminales desorganizados son los que mutilan a sus víctimas. Actualmente, la estadística de las escenas son predominantemente desorganizadas, organizadas o mixtas.
En el caso de Kemper, las mutilaciones tenían un sentido práctico y no expresivo: pensaba que los cadáveres completos era identificables, por eso les cortaba las manos con las huellas dactilares intactas, que descartaba en zonas alejadas de donde arrojaba la cabeza, a la que previamente extraía las balas para evitar que los peritajes balísticos pudiesen identificar el tipo de arma y que la odontología forense identificara, por registros dentales, el resto del cuerpo.
Su elevado coeficiente intelectual y memoria prodigiosa hicieron que memorizara las respuestas correctas de 28 tests de exploración de la personalidad psicológicos y psiquiátricos, y que una vez más pasase una última evaluación pendiente, que incluyó una entrevista exhaustiva, para borrar sus antecedentes juveniles. A la reunión acudió en su auto y con la cabeza de una víctima en el baúl. Su capacidad intelectual lo volvió escurridizo, organizado, con una sensación de omnipotencia y lo hacía cada vez más violento.
Había logrado matar, aparte de sus abuelos, a ocho personas más, incluida su madre a la que golpeó con un martillazo en la sien, degolló y extirpó la laringe que metió en la trituradora de basura pero que salió de vuelta despedida salpicando todo con sangre. Quizás por una cuestión de vanidad y soberbia fue que llamó a la policía y pidió que lo fueran a buscar al pueblo para poder mostrarles los lugares donde había enterrado algunos de los cuerpos de sus víctimas. Para probar que no era un impostor dio detalles que solo los investigadores sabían y que no habían trascendido a la prensa.
La exploración de la mente criminal
Una de las utilidades de entrevistar a estos sujetos sin ser parte de su acusación o defensa es ahondar en las motivaciones, personalidad, desviaciones, métodos y rituales criminales, básicamente para detectar la posible criminogénesis, a fines de prevenir a tiempo y evitar repeticiones en otros niños o adolescentes.
Cuando Ressler y Douglas lo hicieron, se encontraron con un sujeto sumamente manipulador, astuto, que fácilmente controlaba la situación y que era consciente del temor que generaba su imponente aspecto físico. Les pedía estampillas para mandar cartas y les contó: "No he encontrado un diagnóstico que se ajuste a mí en el Manual de Trastornos Mentales… estimo que para la sexta o séptima edición la ciencia recién podría llegar a dar con el diagnóstico correcto", demostrando así gran ego y soberbia.
Les contó, incluso, cómo había logrado engañar a un comisario que se había dado cuenta de la presencia de un orificio de bala y había revisado su auto, asociando su nombre a la muerte de sus abuelos, a pesar de que ese doble crimen había sido eliminado de su registro de antecedentes. Se regodeaba cuando compartía con los investigadores algunos de los "trofeos" de los ataques, que incluían prendas o sábanas con sangre.
Ressler cuenta en su libro Asesinos en Serie que tuvo una tercera entrevista de cuatro horas con él a solas en la celda frente al corredor de la muerte, donde se les da la última bendición a los que tienen por destino la cámara de gas. Cuando dio por concluida la entrevista, apretó el timbre para que fuera un guardia a abrirle la puerta e irse, pero no obtenía respuesta. Kemper le dijo: "Tranquilo, están cambiando de turno y dando la comida a los que están en zonas de seguridad… puede que tarden 15 minutos en venir por ti". Se puso de pie con sus 2.06 metros y 136 kilos y le dijo: "Si ahora se me cruzaran los cables, ¿no te parece que lo pasarías mal? Te podría arrancar la cabeza y ponerla sobre la mesa para que el guardia la viera al entrar". Ressler respondió: "Si me hacés algo te meterías en serios problemas". Pero Kemper, consciente del terror psicológico que instauraba, redobló la apuesta: "¿Qué me pueden hacer?, ¿impedirme ver la tele?".
Es sabido que matar un miembro de las fuerzas de seguridad suele elevar el prestigio entre internos de establecimientos penales. Ante semejante panorama, Ressler, que era un reconocido experto en Negociación de Rehenes, pudo pilotear la situación hablando y haciéndolo hablar para ganar tiempo, quitándole el control absoluto de la situación y haciéndole entender a un hombre con siete cadenas perpetuas consecutivas, por qué no sería una buena idea matarlo.
Víctimas conocidas de Ed Kemper
- Maude M. Hughey Kemper (66 años), su abuela, asesinada el 24 de agosto de 1964
- Edmund Emil Kemper (72 años), su abuelo, asesinado el 24 de agosto de 1964
- Mary Anne Pesce (18 años), asesinada el 7 de mayo de 1972
- Anita Luchessa (18 años), asesinada el 7 de mayo de 1972
- Aiko Koo (15 años), asesinada el 14 de septiembre de 1972
- Cindy Schall (19 años), asesinada el 8 de enero de 1973
- Rosalind Thorpe (23 años), asesinada el 5 de febrero de 1973
- Alice Liu (21 años), asesinada el 5 de febrero de 1973
- Clarnell Strandberg (52 años), su madre, asesinada el 21 de abril de 1973
- Sally Hallett (59), amiga de su madre, asesinada el 21 de abril de 1973
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