Matar por un celular. La ley de la oferta y la demanda que regula los robos y el círculo vicioso detrás del delito
Casos como el asesinato de Morena Domínguez dejan en carne viva los miedos y las demandas de los ciudadanos y exponen la incapacidad del Estado para responderlas y atacar las causas estructurales del crimen
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En el primer cordón del conurbano, el cinturón en el que históricamente se definen las elecciones nacionales, el crimen de Morena, de 11 años, emerge como la expresión máxima de todo lo que está mal en el país. Es mucho más que un hecho de inseguridad: es la consecuencia y la representación de una crisis que lleva décadas, que no deja de agravarse y que demandará años revertir.
Una niña que iba a la escuela, una vida segada por criminales violentos y sin límites. Un futuro destrozado por un celular. Un teléfono que los asesinos cambiaron por droga en un aguantadero de Pompeya. Un contexto en el que todos saben dónde está el peligro que los acecha a diario y a toda hora, mientras las autoridades les mienten soluciones y usan la muerte y la inseguridad como daga en la discusión político partidaria. Y todo vuelta a empezar, en un carrusel hipnótico y perverso que lleva años.
Por fuera de los extremos del “garantismo” y de la “mano dura” hay problemas estructurales que aparecen en todos los diagnósticos sensatos de los especialistas en seguridad: falta de preparación de las fuerzas de seguridad, insuficiencia de recursos humanos y técnicos para la prevención y persecución del delito, desaciertos en el despliegue territorial de los recursos, un sistema judicial ineficiente y moroso, entre otros tópicos. Todo eso impacta a la hora de medir las consecuencias de la actividad criminal.
A la hora de hablar del crimen, el foco aparece puesto en las grandes bandas, en el crimen organizado, en el narcotráfico a gran escala. Son negocios multimillonarios, en algunos casos, de carácter transnacional, y de múltiples aristas. La situación de Rosario, por ejemplo, deja expuestas esas múltiples facetas: la venta minorista de drogas, la acumulación de dinero, medios y territorio, la captación de mano de obra (barata y ávida de ganar mucho en poco tiempo) y, de la mano de la acumulación de poder, la diversificación de objetivos (extorsiones, ataques por encargo). Todo ese circuito requiere, para su consolidación, de una etapa de “delito de cuello blanco”: la de la introducción del producto del crimen en el mercado legal, con el lavado de dinero, por un lado, y la de la compra de voluntades estatales para garantizar vía libre e impunidad en la actividad criminal.
Pero detrás de ese esquema rutilante subyacen, en cuanto a las causas y objetivos del delito, otras preguntas de peso. ¿Por qué una persona delinque? ¿Qué pasa con el producto del delito? Sobre la segunda cuestión, hay un aspecto importante y muy desatendido: los bienes robados circulan en un mercado más o menos informal. Eso es muy evidente en el caso del robo de neumáticos y autopartes, artículos electrónicos (especialmente, los celulares) o bicicletas y motos. Muchas veces, las propias víctimas de los robos acuden a ese mercado de distintas gamas de grises para reponer a un precio “conveniente” los productos que les fueron sustraídos. La demanda determina la oferta.
Autos y motos robados terminan convertidos en “mellizos” y se venden a través de plataformas de ventas por Internet. O son sustraídos para ser usados temporalmente por bandas de asaltantes en sus raídes delictivos. El dinero contante y sonante, por supuesto, termina invertido en bienes de consumo. No suele haber, a nivel del delito urbano, fines de inversión: el ladrón promedio no roba pensando en asegurarse su futuro y retirarse, sino que roba para consumir de inmediato lo que quiere, porque no puede visualizar su futuro.
Ahí es donde aparece la droga como fin y como medio, y como respuesta parcial a la primera pregunta. El caso de Morena dejó expuesto algo que es moneda corriente: robar para comprar droga, drogarse para seguir robando. Eso es “ir de caravana”, en la jerga del criminal lumpen. Eso hicieron, según la Justicia, los dos supuestos asesinos de la adolescente: ir a una cueva de Pompeya a cambiar el celular por paco. Ese celular, en tanto, se interna en el circuito clandestino hasta que reaparece en los puntos de venta informales, donde alguien los compra sin preguntarse demasiado si está manchado de sangre.
Hay, ahí, un punto clave, del que poco se habla a la hora de la discusión sobre la prevención y la represión del delito urbano: la importancia de romper el círculo vicioso de oferta y demanda sustentado en la compraventa de objetos robados o de origen ilegal.
Las calles, tomadas por el delito
El asesinato de Morena reavivó sentimientos de dolor, miedo y bronca. Dolor, por el asesinato de una niña. Miedo, porque los barrios se convierten en zonas liberadas en las que la presencia policial es una utopía y los delincuentes son los dueños de la calle. Y bronca, porque este tipo de crímenes deja expuesta la inacción de las autoridades, que hace sentir a los vecinos que están entregados a su propia suerte.
Cada vida es única, y cada vida perdida es todo para los deudos. Pero las historias de la inseguridad y los contextos en los que se producen parecen calcadas. Cada crimen conmocionante desnuda, en la latitud que sea, una certeza: en la mayor parte del conurbano, salir a la calle se volvió una misión peligrosa. A toda hora, a pie o en auto. En paradas de colectivo, en comercios, en la puerta de la casa, incluso dentro de la propia morada.
En Lanús Oeste, con el crimen de Morena consumado, los vecinos repetían que llevan tiempo rogando a las autoridades más presencia policial para sentirse un poco más seguros ante el acecho permanente de delincuentes. A determinadas horas, hay tantas posibilidades de ver pasar un patrullero como de ver aparecer un unicornio. En algunos lugares, directamente, jamás se espera que pase un móvil, excepto cuando la tragedia ya ocurrió y, sobre todo, aparecen las cámaras de la televisión.
Solo este año, LA NACION hizo tres recorridas por el conurbano después de otros tantos crímenes de alto impacto en la opinión pública. Dos, en La Matanza; una, en Moreno. Los testimonios eran coincidentes: zonas olvidadas por el patrullaje preventivo, y delincuentes violentísimos, dispuestos a todo.
En algunos lugares del conurbano el transporte público ya no se interna en los barrios por la inseguridad: los colectiveros temen que los asalten y los maten, como pasó en mayo con el chofer Daniel Barrientos, baleado a quemarropa una semana antes de jubilarse. Y los vecinos se ven obligados a caminar, a veces, una decena de cuadras hasta llegar a una parada de colectivos en una avenida o en una ruta. En ese trayecto, muchas veces, son presa fácil de ladrones que conocen todas las materias del manual del delito: motochorros, “pirañas” a pie o en auto, con armas o con la fuerza bruta.
A las mujeres les pegan y las arrastran por el suelo, como pasó con Morena. A otros, directamente, les disparan a la cabeza sin siquiera esbozar una amenaza previa, como hicieron los motochorros adolescentes que ejecutaron en la Panamericana al empresario Andrés Blaquier. No hay distinción de nivel socioeconómico. Todos somos potenciales víctimas.
En el área metropolitana, hoy, millones de ciudadanos viven bajo amenaza permanente, como en una guerra civil eterna. Pagan sus impuestos, trabajan, estudian, buscan forjar un futuro para sí y para sus familias. Votan y esperan que la política desarrolle acciones integrales eficaces para resolver los graves problemas que desgarran el tejido social e impiden el desarrollo integral de los habitantes del país.
Pero los políticos siguen sin dar la talla. Las discusiones y los diagnósticos siguen siendo los mismos –la morosidad judicial, la “puerta giratoria”, la corrupción policial, la inimputabilidad de los menores, el problema de las drogas, la “multicausalidad del delito”– y la falta de soluciones concretas y duraderas, y las responsabilizaciones cruzadas, son la única respuesta que han dado, hasta ahora, aquellos que, cada dos años, le piden el voto de confianza al ciudadano bajo la promesa de “resolver los problemas de los argentinos”.
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