Los peligrosos son los adultos
Soy nacida y criada en el espacio público. Desde los 19 años, hago televisión casi a diario. Estoy acostumbrada a vivir a la intemperie.
Buena parte de mi vida profesional cursó en la calle. Sé cómo huelen los barrios donde se refugia la pobreza y también he vagado por los suburbios donde domina la abundancia y la sofisticación.
Me formé en la calle, amo la calle y me resisto a abandonarla. La calle es el sitio de todos, el espacio para hacer efectiva la inclusión de la que tanto hablamos.
Tengo tres hijos adolescentes a los que crié con esta convicción. Ellos saben que la calle les pertenece y, como yo, la caminan a diario.
Cuando la semana pasada, mi hija de 16 años fue rodeada por un grupo de nueve jóvenes que la redujeron con fines de robo, supo e hizo lo que tenía que hacer para aumentar sus chances de salir indemne y lo logró. Contaba con una ventaja: clara conciencia de la realidad en la que vivimos. Estaba preparada.
A diario hablamos con nuestros chicos de "lo que pasa", y de lo que hacemos con "lo que nos pasa". En casa se habla de todo, sin vueltas. Nos empeñamos en enseñarles a mirar el mundo de lo real con absoluta crudeza, no les ahorramos detalles. Ellos saben que ni "la vida es bella", ni vivimos en "el país de las maravillas". Fueron entrenados en la tarea de comprender el mundo que los rodea, pero también en cuestionarlo. Son implacables a la hora de desarmar todos los relatos.
Se saben rehenes de una sociedad adulta que usa y abusa de ellos, que lucra de manera despiadada con los más chicos, cualquiera que sea el sector social en el que se muevan. Lejos de "sacar a los chicos de la calle", creo que hay que llenar a la calle de posibilidades para los más jóvenes.
Hay que trabajar sobre las causas, no sobre las consecuencias. Prevenir antes que reprimir. Hacer del espacio público un sitio seguro demanda en principio admitir que existe un problema para resolver. Es indispensable sustraer el debate sobre la "inseguridad" de los tironeos de la política y la ideología.
Hay que identificar los riesgos y trabajar de manera desprejuiciada para reducirlos. No está en los jóvenes el peligro. Lo verdaderamente peligroso son los adultos.
Los que destrozan a los chicos "de abajo" con paco y pulverizan a los "de arriba" con drogas de diseño. Los que los acorralan en la desesperación para inducirlos al delito. Los que hacen diferencia comprando y vendiendo celulares o el sexo barato de las nenas pobres. Por esos hay que ir.
Por los que miran para otro lado y dejan hacer, por los que encubren y se quedan con un vuelto, por los que rapiñan un peso más vendiendo alcohol o tabaco a menores en el quiosco de la esquina. Por los que ultrajan con la mano o la palabra a los más chicos, a los que están creciendo.
Hay que ponerse a trabajar. Los comisarios sobre la cuadrícula; los agentes en la calle, marcando presencia. Los jueces y fiscales aplicando el peso de la ley y pensando dos veces por lo menos antes de firmar a favor o en contra.
Pero es central sacar el tema de la puja política, del "chiquitaje" de la encuesta, de la especulación electoral.
Hay que desarticular los discursos simplificadores que describen un mundo en blanco y negro, en el que sólo caben los buenos y los malos.
Los chicos aman la calle, la diversidad, los colores y se resisten a creer que el otro es necesariamente una amenaza o alguien para destruir. Disponen todavía de la maravillosa capacidad de imaginar y soñar algo diferente, de inventarse un sitio nuevo en el cual vivir. Merecen tener esa oportunidad. ß
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