La tragedia de la Argentina sumergida
Detrás de la ola de muertes por la droga adulterada hay un entramado de inoperancia y complicidad política que profundiza un drama social
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Beatriz tiene cinco hijos: tres están atrapados en la telaraña de la droga. Ha pedido ayuda sin encontrarla. Ha llorado noches enteras hasta quebrarse de dolor. Hoy –mientras uno de ellos está al borde de la muerte por el consumo de cocaína adulterada– ella se ha convertido en símbolo de las familias desgarradas por un flagelo que carcome a las periferias urbanas. Con entereza y dignidad, reclama que cambien las leyes, que la policía haga algo, que el Estado reaccione. Beatriz aporta algo más que un testimonio: le pone rostro a la impotencia de un país doblegado ante el avance narco.
Hoy la tragedia conmociona y desconcierta. Ocurre algo que nos cuesta descifrar: ¿una nueva fase de las guerras por el negocio narco? ¿El ingreso de sustancias desconocidas y fulminantes? ¿Una escalada del crimen organizado que pone a la Argentina en el camino de México o Colombia? ¿El modelo de Rosario “exportado” a Hurlingham y Tres de Febrero? Aunque hay respuestas que todavía no conocemos, la ola de muertes provocada por el consumo de droga adulterada revela un drama que agobia, de manera cada vez más aplastante, a las barriadas humildes de la Argentina. La droga no es, por supuesto, una tragedia solo asociada a la pobreza. También hace estragos en sectores medios y altos. Pero en los núcleos más vulnerables, las defensas siempre son más débiles y los riesgos mucho mayores. Ahora es la droga adulterada la que ha provocado muertes fulminantes, ¿pero cuántos chicos mueren por el consumo de cócteles mortales de paco, pegamentos, naftas y pastillas? ¿Cuántos mueren sin morir, porque tienen la cabeza “quemada” y el cuerpo arrasado? ¿Cuántos se pierden en el delito y la locura al que los empuja la adicción?
La historia de estas horas revela tramas inéditas, pero es al mismo tiempo el emergente de una tragedia conocida. El negocio clandestino de la droga se ha extendido en los últimos veinte años ante la indiferencia del poder y la ineficacia del Estado. Por incapacidad o por connivencia –tal vez incluso por comodidad–, muchos actores de la política han mirado para otro lado mientras el narco penetraba en las estructuras sociales. El debate sobre este flagelo ha sido siempre oscilante y superficial. Las políticas de Estado han brillado por su ausencia. Los políticos han practicado el deporte de tirarse unos a otros la pelota, con una acentuada tendencia a comentar los problemas sin encarar sus soluciones, y a ver siempre “la culpa” en el espejo del otro. El tuit del ministro Aníbal Fernández burlándose de su par bonaerense en medio de la conmoción que generaban las muertes en cadena es muy revelador de la insensatez y la desconexión de muchos actores políticos frente a los traumas más complejos y sensibles de la realidad. Sería ingenuo no advertir un vínculo entre esas actitudes de la dirigencia política y el avance narco.
Cuando el intendente de José C. Paz, Mario Ishii, habló con desparpajo de las ambulancias que repartían “falopa”, desnudó –de algún modo– la mezcla de complicidad y ligereza con la que la política ha abordado en estos años la cuestión del narcotráfico. Tal vez sea una ironía del destino que hoy, cuando las ambulancias surcan el conurbano trasladando a víctimas de la cocaína adulterada, Ishii acompañe en Rusia al Presidente y al gobernador.
Tal vez traicionado por el inconsciente, Ishii había puesto en palabras algo que se sabía o al menos se presumía: hace años que la política convive con “la falopa”. En el mejor de los casos, el poder se ha declarado impotente para combatir al narcotráfico. Ha dejado solas a millones de madres como Beatriz, condenadas a una lucha desigual contra organizaciones criminales que les arrebatan a sus hijos.
La droga hace que en una inmensa cantidad de hogares se viva un calvario cotidiano: jóvenes que les roban a sus propios padres en la desesperación por consumir; chicos que dejan el colegio y quedan sumergidos en las tinieblas de la adicción; adolescentes que pierden todo freno y se tornan peligrosos hasta para sus propias familias. Muchos pasan de víctimas a victimarios.
Cuando el intendente de José C. Paz, Mario Ishii, habló con desparpajo de las ambulancias que repartían “falopa”, desnudó –de algún modo– la mezcla de complicidad y ligereza con la que la política ha abordado en estos años la cuestión del narcotráfico
Hay fenómenos ocultos que no figuran en las estadísticas, pero de los que tienen registros informales quienes caminan los territorios suburbanos. Uno de ellos es el suicidio adolescente provocado por el consumo de drogas. En distintos barrios se habla en voz baja de “los pibes ahorcados”. La droga los arrastra a una suerte de nihilismo en el que la vida pierde todo sentido, y se exalta la muerte como acto de coraje y rebeldía. El largo plazo no existe. Muchos jóvenes prefieren “jugársela” en una especie de ruleta rusa antes que resignarse a un futuro que no les ofrece esperanzas. Es una tragedia dentro de la tragedia, que también ocurre frente a los ojos vendados del Estado.
No hay barriada en la que los vecinos no sepan quiénes son los que venden droga, dónde están los bunkers y detrás de qué fachadas funcionan las cocinas clandestinas. ¿No lo saben los intendentes, los concejales, los comisarios? La respuesta quizá remita a un entramado de complicidad, inoperancia y miedo que lleva a muchos a mirar para otro lado.
Al amparo de esa “indiferencia” estatal, el negocio narco se ha consolidado en muchas zonas suburbanas como una perversa alternativa de ascenso social. Chicos que han crecido sin ver trabajar a sus padres ni a sus abuelos, encuentran en el primer eslabón de la cadena narco la forma más fácil de ganar plata. Convertirse en “soldaditos” (que hacen el delivery) o “esquineros” (que alertan sobre cualquier presencia extraña alrededor de los bunkers) les otorga, además, una suerte de “prestigio” marginal: tienen poder en el barrio, manejan la moto más llamativa, acceden al último modelo de celular. Así hipotecan su propio futuro y quedan como rehenes de organizaciones criminales.
En barriadas humildes, el que maneja la droga ejerce una suerte de paternalismo mafioso. Las familias en apuros recurren a él, porque les pueden conseguir desde un abogado “gratis” hasta una cobertura médica; ofrecen “protección”, servicios de “justicia por mano propia” y actúan como prestamistas de emergencia. Dan ayuda a cambio de lealtad. Así se teje un entramado de dependencias y silencios que ampara el crecimiento del negocio criminal. Las organizaciones narco ocupan, en zonas vulnerables, el lugar del Estado, como si se hubiera consentido una siniestra privatización de funciones básicas de asistencialismo. El narco es “el patrón” en territorios inhóspitos en los que ha desaparecido cualquier concepto de ciudadanía.
En barriadas humildes, el que maneja la droga ejerce una suerte de paternalismo mafioso
Tal vez el poder sienta alguna comodidad con este dramático “statu quo”. No son pocos los que creen que la anestesia de la droga y la “asistencia” de los narcos levantan una barrera contra el riesgo de “estallido social” en zonas en las que “la explosión” es una amenaza latente. Algunos líderes comunitarios explican que la emergencia social se administra con planes, subsidios y bolsones de alimentos que provee el Estado, pero también con una especie de equilibrio y contención al que contribuye, de distintas formas, el narcotráfico.
Subyace, en este paisaje trágico y doloroso, un ideologismo que se autopercibe “progresista” y que mira con indulgencia el consumo de drogas. De hecho, una campaña del ministerio de Salud bonaerense incentiva el “consumo cuidado”. Parece haber renunciado a combatir el flagelo para estimular, con ligereza y esnobismo, lo que considera un “disfrute controlado”. Es una ideología que, a la vez, reivindica la pobreza como un destino y que se siente cómoda con “regular” la marginalidad y la violencia, sin aspirar a revertirla y ni siquiera a reducirla. ¿Se ha abandonado también la lucha contra el narcotráfico y solo se aspira a un “negocio regulado”?
Esa suerte de complacencia ideológica parecería funcional a la colonización narco de determinados estamentos institucionales. Cuesta explicar el avance de organizaciones mafiosas sin la “vista gorda” del poder. ¿Cuánto cuesta el “aviso oportuno” de un allanamiento o de un operativo? ¿Rige un “tarifario de excarcelaciones” en algunos nichos del Poder Judicial? ¿Se han hecho cada vez más difusas las fronteras entre la “plata negra” y el financiamiento narco de ciertas actividades? Las “empresas pantalla” con las que se blanquea dinero del crimen organizado ¿pasan por debajo de los radares de la AFIP? Son preguntas que, en general, lucen ausentes en el debate político.
El desafío que plantea el narcotráfico es, por supuesto, de enorme complejidad, no solo en nuestro país sino en el mundo entero. No existen atajos ni recetas mágicas. Pero hay una raya muy nítida entre la preocupación y la indiferencia, entre el combate y la tolerancia, entre la complicidad y la ley. Hay países que lo han dejado avanzar y otros que le han puesto un freno. La Argentina lo ha incorporado como una variable de su propia degradación.
Todavía faltan muchos elementos para explicar la tragedia que se desató en el corazón del conurbano. Pero no está desconectada de las complicidades, los silencios y la indiferencia que han permitido el avance narco en el país. Lo que hoy nos conmueve es un nuevo capítulo de un drama que, a la vista de todos, se devora a los hijos de la pobreza argentina.
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