La otra condena perpetua. La familia de Roberto Sabo, el kiosquero asesinado en Ramos Mejía, sigue al frente del negocio, pese al dolor
Los padres y los hijos se turnan para atender en el local donde el comerciante fue asesinado de cuatro tiros en noviembre de 2021; están en contacto con otras víctimas de crímenes, con las que comparten la pena de la pérdida
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“Te va a parecer algo menor... ¿Sabés una de las cosas que extraño de mi viejo? Cuando iba al baño del kiosco. Me esperaba detrás de la puerta en el pasillo y cuando salía me asustaba. Yo sabía que él iba a estar ahí, pero igual lo lograba, era muy gracioso”, recuerda, con ojos enrojecidos de emoción, Nicolás, uno de los hijos del kiosquero Roberto Sabo, asesinado el 7 de noviembre de 2021 en la avenida de Mayo al 800, centro neurálgico de Ramos Mejía. Ese domingo, al mediodía, Leandro Suárez, de 29 años, lo sorprendió, totalmente indefenso; entró blandiendo una pistola semiautomática 7,65 mm y un revólver calibre 22 y le descerrajó cuatro tiros, dos en el rostro y dos en el tórax, a corta distancia, como un sicario que ejecuta sin piedad a su víctima ocasional.
Se llevó del kiosco algunos pegamentos que luego le encontraron en una bolsa. Y segó la vida de Roberto, querido y respetado por los otros comerciantes del barrio, donde llevaba trabajando allí casi tres décadas. Suárez huyó dejando un baño de sangre, junto a una menor de 15 años que lo acompañaba, en el remise que los había llevado hasta allí, luego de robarle al chofer 6000 pesos y el auto. A las pocas cuadras chocó, ambos se bajaron y se metieron en un supermercado para cambiarse las ropas e intentar camuflarse. Salieron y le birlaron la moto a un empleado de delivery, al que le gatillaron en la cabeza dos veces, aunque los tiros nos salieron.
Hace un año, el 30 de agosto de 2022, Suárez fue condenado a prisión perpetua por los delitos de “homicidio criminis causae agravado por la participación de una menor de edad, robo calificado por el uso de arma de fuego y portación ilegal de arma de fuego de uso civil y de guerra”. Pero, paradójicamente, esa sentencia solo trajo a la familia del kiosquero una reparación parcial. Siguen adelante, pero cargan con un dolor que será eterno. Ellos, como tantos otros deudos de víctimas de la inseguridad, también llevan el peso de una condena perpetua. Los hijos de Roberto lo hablan con las hijas de Daniel Barrientos, el chofer de la línea 620 asesinado en Virrey del Pino, La Matanza, el 2 de abril pasado; o con las hijas de Arturo López, el empleado de una playa de estacionamiento porteña que quedó con secuelas permanentes tras ser noqueado por un joven que recibió una pena menor por ese brutal ataque.
“Con mi hermano Tomás presenciamos el juicio, solo salimos de la sala cuando hablaba el asesino de papá porque no hubiésemos soportado escuchar su relato. En treinta años del kiosco apenas le habían robado un par de veces, pero pavadas. El tipo no se llevó ni plata ni el celular del viejo”, confiesa Nicolás cuando recibe a LA NACION mientras trabaja en el kiosco en pleno Ramos Mejía. Y completa: “A mí nadie me saca de la cabeza que entró a matar por matar. Cuando salió de la cárcel después de esa condena que cumplió, en su Facebook venía demostrando sed de venganza, resentimiento. Como siempre, todos los derechos para el asesino, pocos para sus víctimas; eso duele no sabés cuánto”, explica, consternado.
Pedro, el padre del kiosquero, que conmovió a todos por televisión cuando se conoció la noticia, saluda a LA NACION mientras despacha golosinas, biromes y cigarrillos. Dice en voz baja, con el peso del dolor que se advierte en su cuerpo: “Yo pude escuchar al que mató a mi hijo en el juicio, le dio cuatro tiros y después pidió disculpas. Espero que no lo suelten más porque seguro va a volver a matar. Lo digo hoy, acuérdense de mis palabras si algún día vuelve a la calle. Pobrecito mi querido hijo, era el más bueno de todos, no tengo más palabras, perdóname...”, describe, con lágrimas que asoman mientras vuelve a atender a un grupo de niños que ingresa al Drugstore Pato para comprar galletitas.
Patricia Giglio fue la pareja de Roberto Sabo durante los últimos 16 años. Trabajaba cruzando la avenida de Mayo, en la panadería de enfrente del kiosco, “Pancitos”. Un día él cruzó a comprar facturas y hubo un flechazo. No se separaron más. Roberto bautizó su comercio como “Drugstore Pato” por ella y comenzaron un camino juntos como familia ensamblada en Mataderos: Patricia, con su hijo Agustín, de 22 años, y Roberto, con los suyos, Nicolás, de 27, y Tomás, de 19.
“Era, me cuesta hablar en pasado y aceptar que ya no está, buena pareja, buen padre, buena persona, nunca de mal humor... Ese domingo que esa basura lo mató yo iba a ir al kiosco a las tres o cuatro de la tarde, siempre le hacía compañía hasta que cerraba y volvíamos juntos. El chico de la fiambrería que está al lado fue el primero que avisó lo que ocurrió a Nico, que después me llamó a mí. Me llegó que estaba herido, por eso preparé un bolso con ropa. Pensé que podía quedar internado, esas cosas que a uno se le cruzan cuando tiene una familia y responsabilidades, llevar una muda para lo que Rober pudiera necesitar. Cuando llegué no entendía nada y me desesperé ante el panorama y la noticia, fue terrible”, rememora Patry, como le dicen en familia, con la voz entrecortada.
Hace un alto para tomar fuerzas para continuar y agrega: “Cuando iba en camino me crucé con varios móviles y motos de la policía, que unas cuadras antes había detenido al asesino y su acompañante: que habían asaltado al chofer del remise que los trajo desde Ciudadela y a un repartidor que le sacaron la moto. Después supe que ese tipo había matado a Rober, una pesadilla. Aunque te cueste creerlo, en la escalera de la antesala donde se hizo el juicio me lo enfrenté casi cara a cara. Me produjo mucho stress, indignación, bronca... no lo vi como un ser humano. Cuando declaró y dijo que se le había escapado un tiro, tuve ganas de ponerme de pie y decirle que no fue uno sino cuatro. Me enfureció esa actitud cobarde de ni siquiera hacerse cargo... Desde que Roberto no está, aunque te puedo asegurar que yo lo siento cerca todo el tiempo, nos turnamos. Nico y sus abuelos, Magda y Pedro están a la mañana, yo a la tarde, y así seguimos juntos, muy unidos. Sigo viviendo con los tres chicos en Mataderos, llega la noche, cocino, comemos, lo recordamos, reímos, lloramos, sufrimos la injusticia, por más que el asesino haya sido condenado: eso no nos regresa a quien tanto amábamos”.
Nicolás, el hermano mayor, vuelve al diálogo. Amable, predispuesto, con una sonrisa, pese al desconsuelo: “Siempre fui un agradecido de los medios de comunicación. Si no nos hubieran acompañado, quizá el asesino del viejo estaría por las calles matando más gente. También a los abogados que nos contuvieron y ayudaron, Fernando Burlando, Humberto Próspero y Juan Tiberio, claves y muy humanos”.
Nicolás enfatiza ese sentimiento de dolor inextinguible, de una condena perpetua para los deudos: “Días atrás pensaba que la violencia despiadada se va acrecentando con el correr del tiempo. Justo venía de hablar de ese tema con las hijas del playero Arturo López, brutalmente agredido, que quedó con secuelas de por vida. También, con las del colectivero de la línea 620, que vienen sufriendo como nosotros y sienten miedo por lo que les pueda pasar más allá de lo que ya les sucedió. Todos estamos conectados y nos ayudamos en la medida de lo posible. Lo charlaba con Graciela, la mamá de Fernando Báez Sosa y coincidíamos en lo que sentimos a flor de piel. Ella quiere hablar con su hijo, lo necesita, se siente impotente... Yo quiero ver a mi viejo, eso me desespera, necesito hablar con él, tengo ganas de gritar ‘¡que alguien me lo devuelva!’ Soñábamos con el Mundial, festejar agarrándole la cara, abrazándonos. Gente que no tuvo piedad nos quitó esa posibilidad a todas las familias que nombré. Por eso insisto con que las penas no alcanzan a calmar nuestros corazones. Quedamos condenados a una pena perpetua que no se va a ir jamás. Quienes matan deben también cumplir con esa carga por lo menos, aunque ellos no cargan con el peso extra del dolor porque no tienen ningún sentimiento de culpa”, reflexiona con angustia.
Enseguida se recupera y recuerda lo que describe como el peor momento de su vida: “Yo estaba volviendo de la costa, a la altura de Quilmes cuando recibo un mensaje del muchacho de la fiambrería, que es amigo de toda la vida. Me dijo que había pasado algo feo en el kiosco. Mi viejo en una semana se estaba por ir de descanso a Salta con Patri. Llamé a mi mejor amigo y le pedí que averiguara. Me dijo, ‘quedate tranquilo que te llamo enseguida’. Pasaron cinco, diez, quince, veinte minutos y nada. Pensé que había pasado lo peor. Te soy franco, ahora volviendo el tiempo atrás y analizando un poco, me doy cuenta de que lo supe desde el primer momento. Después hablé con Patri, con mis abuelos, Magda y Pedro, que viven bastante cerca, en Morón, con mi hermano en Avellaneda, con mi vieja en San Martín. Todo era conmoción en la familia. Yo transitaba los kilómetros manejando y pensando, pero nada podía sacar de mi cabeza la peor noticia. Llegué, vi mucha gente en la calle, estaban cuatro de mis mejores amigos, me abrazaron tan fuerte que eso me terminó de confirmar todo. No quise ver, más allá de que la policía trabajaba y no se podía”.
“El velatorio también fue a cajón cerrado por obvias razones. Yo quise quedarme con la imagen del sábado previo a irme unos días de vacaciones, con sus chistes. Había una broma permanente que hacíamos con mi abuelo incluido en el kiosco. Le preguntábamos al viejo si teníamos dudas con un precio, qué hacíamos. ‘Redondeá para arriba’, jorobaba él, pero después no lo hacía, simplemente era una joda entre nosotros. O como lo del baño. El otro día mi hermano me asustó como él y estuvimos un rato largo tentados, sin parar de reírnos. Siempre que lo pienso a él me dispara una sonrisa, eso me hace bien”, rememora.
Hace un alto para recibir a un distribuidor de golosinas, bromea con él fiel a su costumbre, como lo hacía Roberto: “Tengo 27 años y me perdí de disfrutarlo otros 27 o más, quizás. Los momentos previos al juicio nos la pasamos luchando para que no quede en el olvido, para que se hiciera justicia. Después llegó el juicio y la condena fue a perpetua, eso estuvo bien. El asesino ya había estado preso casi seis años, salió y asaltó a un remisero, pero en lugar de quedar detenido porque era peligroso lo liberaron. Si no hubiese ocurrido eso no hubiera matado a mi viejo. ¿Te das cuenta de la importancia que tiene la resolución de un juez que decide dejar libre a un potencial asesino sin evaluar demasiado? Te lo contesto yo, la importancia de destruir a una familia honesta, trabajadora. Mirá, mis abuelos siguen laburando en el kiosco, están cerca de los ochenta y te reciben con una sonrisa. Los miro y les agradezco que sean así, que nos hayan criado como personas de bien, como lo era mi viejo”.
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