La muerte de La Bestia. Luis Alfredo Garavito mató a 142 chicos y fue uno de los peores asesinos en serie de la historia
Falleció en una cárcel colombiana mientras cumplía una condena de 40 años de prisión
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Uno de los peores asesinos en serie de la historia falleció hoy en prisión. Luis Alfredo Garavito generó terror en Colombia durante varios años. Su alias de La Bestia queda cortó para definir sus acciones criminales. Fue responsable de la muerte de, al menos, 142 chicos. Desde 2001 cumplía una condena a 40 años de cárcel y, según informó el el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, murió como consecuencia de un cáncer.
El expresidente de Colombia, Iván Duque, lo había calificado de “rata apestosa”. Fue hace un par de años, cuando la prensa reveló que un organismo del Estado había remitido a la Justicia informes relativos a un eventual trámite de libertad condicional, habida cuenta de los cómputos de cumplimiento de pena.
Ese apelativo, visceral y despojado de cualquier tipo de diplomacia, iba dirigido al hombre que, en la década del 90, causó terror a lo largo y ancho de su país. La Bestia fue el mote con el que, desde su detención, se aludía a Luis Alfredo Garavito, el pedófilo asesino que fue condenado inicialmente a 1853 años y nueve días de prisión por violar y matar a 142 chicos, aun cuando él, en entrevistas anteriores y posteriores a su sentencia, admitió haber cometido casi 200 crímenes, la gran mayoría, con menores como víctimas.
Un sistema penal que, seguramente –y como tantos otros–, no fue ideado con la remota posibilidad de que pudieran existir casos como este le dejó a Garavito una puerta entreabierta. Se consideró que aquella pena, la más alta nominalmente aplicada en la historia de Colombia, era de cumplimiento imposible, inviable. En consecuencia, se le aplicó un máximo de 40 años de cárcel.
Dado que, cumplidos tres quintos de la sentencia, estaba en condiciones de solicitar la libertad condicional, todo el mundo comenzó frenéticamente a sacar cuentas. Detenido en 1999, condenado en 2001, bastaban 24 años tras las rejas para aplicar para la obtención del beneficio: 2023 era el año en que, teóricamente, se podrían abrir para él las puertas de la cárcel de Valledupar, la Tramacúa. No logró salir de esa cárcel, murió en el hospital penitenciario. Tenía 66 años, un diagnóstico de leucemia linfocítica crónica desde que arrastraba hace años, y un tumor canceroso en el ojo izquierdo con un impresionante absceso que, a la vista de quienes lo rodeaban, realzaba el otro apelativo por el que se conocía a La Bestia: “El Monstruo de Génova”.
Precisamente en esa ciudad del departamento de Quindío, nació el 25 de enero de 1957. Hijo de Manuel Antonio Garavito y Rosa Delia Cubillos, Luis Alfredo fue el mayor de siete hermanos, en el seno de una familia campesina, pobre, que también padeció los alcances de la guerra civil que asoló a Colombia con la irrupción de las dos grandes fuerzas insurgentes de extrema izquierda que desafiaron los poderes constituidos en Colombia: el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Las crónicas recuerdan que apenas fue a la escuela hasta el quinto grado, en parte, producto de que sus familia fuera desplazada y desarraigada por causa del desangrante conflicto armado. En entrevistas posteriores a su detención, Garavito relataría que por esos años comenzó a sufrir violencia en el seno de su hogar. Depositó en su padre, especialmente, la fuente de toda esa violencia que recibía en su propio cuerpo. Dijo que Don Manuel Antonio no solo le pegaba brutalmente, sino que lo quemaba con velas, lo ataba a árboles y lo cortaba con navajas, sino que, incluso, lo violaba.
Los peritajes determinaron que, posiblemente desde entonces, Garavito tenía ataques de ira y paranoia. Y en la tierna adolescencia empezó a gestarse su personalidad desviada y psicótica, en la que, como un espejo, él fue el encargado ahora de someter a quienes eran más chicos e indefensos que él. En una entrevista para un documental, Garavito reconoció que cuando tenía 14 años su madre lo echó de la casa luego de que supiera que había intentado abusar de un chiquillo de 5 años. Admitió que sentía una fuerte atracción sexual por los niños, y que cuando torturaba a un chico era cuando sentía “más placer sexual”.
Garavito se hizo vendedor ambulante. Eso le permitía estar mucho en la calle fuera de toda sospecha, y mirar y activar su radar de depredador infantil sin llamar demasiado la atención. Incluso se puso en pareja con una mujer, lo que le permitía salvar las apariencias.
No está claro aún cuando dejó libre al monstruo que traía dentro suyo. Los registros oficiales establecieron que cometió su primer crimen comprobado judicialmente el 4 de octubre de 1992, cuando él tenía 35. Fue en Jamundí, donde captó a un niño, lo llevó bajo falsas promesas a un descampado, donde, mientras tocaba sus partes íntimas, lo acuchillaba hasta desangrarlo.
Durante siete años sembraría el terror por doquier; once departamentos de Colombia reportaron su paso cruel; cientos de niños de entre 8 y 16 años caerían presas de sus engaños, para los cuales se aplicaba con esmero: no solo tenía “labia”, y sabía convencer a los pequeños de que lo siguieran, como un cruel flautista de Hamelin, sino que, para no llamar la atención, ajustaba su fisonomía o la ocultaba con disfraces: un día lucía como un granjero; otro, como un sacerdote, otrora, como un venerable anciano. “El cura” o “el loco”, le decían. “La Bestia”, “El Monstruo”, sería, al final.
Así lo publicó el diario El Tiempo, de Bogotá: “Para ganarse la confianza de estas personas, Garavito les entablaba una charla, les compraba alcohol o les daba algo de dinero. Después de ganarse su confianza, llevaba a estos menores a dar un paseo por zonas rurales. Una vez alejados de la zona urbana, este hombre abusaba y asesinaba a sus víctimas. ‘Los cuerpos fueron decapitados y mostraban señales de haber sido atados y mutilados’, ratificó el entonces fiscal Gómez Méndez.
La mención a las bebidas alcohólicas no es menor. Así como eran una de las llaves con las que seducía a chicos humildes e inocentes en las calles, el licor fue su propia perdición. Llegada la hora, él mismo admitiría que bebía de un solo sorbo media botella de aguardiente para armarse de valor antes de salir de cacería para saciar sus más viles y abyectos designios. Pero, además, la policía y la Justicia descubrirían que, en cada escena del crimen, aparecía una botella vacía de brandy. Siempre la misma: la que tomaba Garavito.
Pero entre aquel primer crimen de 1992 y su caída, el 22 de abril de 1999, en la localidad de Villavicencio, mucha agua corrió debajo del puente. Cientos de crímenes que se acumulaban en distintas regiones de Colombia y una cacería en la que las autoridades, en cierto momento, tomaron un camino equivocado. Y todo por culpa de un nombre.
En junio de 1998, en la zona de Armenia, fueron hallados los cadáveres de tres chicos. Entre varios puntos en común –estaban desnudos, maniatados, y con sus gargantas seccionadas, víctimas de un eventual ritual satánico–, uno sobresalía: sus desapariciones habían sido reportadas en Génova, el mismo pueblo en el que había nacido Garavito. Las pesquisas posteriores arrojaron un dato revelador: había un depredador sexual suelto, y en Quindío había un chico que se había escapado de sus garras hacía casi una década.
Las averiguaciones posteriores afinaron la búsqueda del sospechoso. El propietario de un restaurante de Armenia señaló a Garavito, a quien dijo haber echado porque se ponía extremadamente violento cuando tomaba de más. Nuevos rastrillajes permitieron a la policía hacerse con un documento que les alineó el derrotero: encontraron un papel con la dirección de la novia de Garavito.
Cuando llegaron a la casa no encontraron al sospechoso, pero la requisa terminó con el hallazgo de una bolsa que contenía, entre otras cosas, fotos de niños y un cuaderno con anotaciones, una suerte de diario de ruta en el que describía sus aberrantes crímenes y otras marcas relativas a sus víctimas.
La policía y la Justicia tenían, ahora, el nombre y apellido de la bestia; solo faltaba encontrarlo y ponerle los grilletes. Pero había un problema: Garavito se había esfumado del valle del Cauca. De hecho, y según otras constancias, había lograron escapar y cruzar a Ecuador, donde su lascivia asesina no se detuvo.
Por lo pronto, La Bestia se ocultaba detrás de sus disfraces y portaba un documento con otra identidad: Bonifacio Morera Lizcano. Así tuvo durante casi un año aturdidas a las autoridades, que no lograban dar con el pedófilo homicida. Hasta que el azar le jugó en contra al Monstruo de Génova.
El 22 de abril de 1999, con sus viles tretas de siempre, sedujo a un chiquillo y lo convenció de que lo acompañara; lo llevó a un solar apartado en la zona rural de Villavicencio, en el departamento de Meta. En cuanto consideró que tenía la situación dominada, intentó hacer lo que ya sabía hacer: sujetar a su presa con fuerza, amenazarla con uno o más cuchillos que sujetaba entre sus dedos, como si fuesen hojas de navaja que le servían como garras para cortar y desgarrar, e intentar violarla antes de decretar su final.
Pero esta vez no contó con que un indigente escucharía el clamor desgarrador de la víctima y, sin dudarlo, reaccionaría para tratar de rescatarla. Comenzó a arrojarle piedras y puso al violador en fuga; luego de liberar al menor de sus ataduras, consiguió que lo auxiliaran en una casa, desde la cual llamaron a la policía. Se organizó una amplia batida en patrullas, coches particulares, taxis y a pie. Varias horas después. obligaron al violador a salir del monte; el chico lo señaló como su atacante, y la policía se lo llevó.
Se formalizó su detención en una causa que lo tuvo como acusado de intento de abuso sexual con acceso carnal. Pero, hasta ese momento, todos creían que él era quien decía el documento que llevaba consigo. Durante algunos meses estuvo formalizado ante la Justicia como Bonifacio Morera Lizcano. Hasta que fue entrevistado por un equipo multidisciplinario que ya venía investigando otros hechos en la zona de Armenia. Modus operandi, descripciones y, finalmente, la prueba científica de ADN, les dieron una certeza: el autor de esos crímenes era el mismo.
Acuciado por los indicios, la fiscal Lily Naranjo y el investigador principal del caso, Aldemar Durán, lo pusieron contra las cuerdas. El 28 de octubre de 1999, Luis Alfredo Garavito Cubillos confesó. “Yo sentía un impulso, nunca planeé un hecho así. Todo sucedía de repente”, explicaría. Pidió un mapa y, con precisión, marcó varios puntos: “Aquí enterré todos los cadáveres”...
“Pido perdón a Dios, a ustedes y a todos aquellos a quienes yo haya hecho sufrir”, dijo, como si ese presunto arrepentimiento bastara mínimamente para apaciguar el terrible e insondable dolor que sembró en Colombia y que lo convirtió en uno de los máximos asesinos seriales de la historia.
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