La jueza y el homicida: mucho más que un beso
El caso de la magistrada de Comodoro Rivadavia sintetiza muchos rasgos de la degradación institucional que afecta a la Justicia en muchos de sus estamentos
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Puede ser tentador quedarse en la anécdota. Pero el encuentro (con besos y selfies incluidas) entre una jueza y un homicida es mucho más que un episodio grotesco. Es, en realidad, un nuevo capítulo de la degradación institucional que afecta a la Justicia en muchos de sus estamentos. Los reflectores suelen estar puestos sobre Comodoro Py y los rutilantes tribunales federales. Pero en las justicias provinciales, el deterioro ético y profesional de la magistratura carcome los basamentos institucionales.
El caso de la jueza de Comodoro Rivadavia sintetiza muchos rasgos de esa degradación. Había sido suspendida por mal desempeño, acusada de liberar presos por teléfono, entre otras irregularidades graves. Pero logró que la restituyeran en su cargo. Con ese respaldo, tal vez haya sentido que no había límites ni barreras. Ni siquiera cuidó las formas en el extraño y promiscuo acercamiento a un criminal al que acababa de juzgar y al que había intentado bajarle la pena.
Hace tiempo que “las formas” han perdido, en las instituciones, todo valor y jerarquía; como si no tuvieran nada que ver con “el fondo”, como si fueran irrelevantes y accesorias. Es extraño en un ámbito como el de la Justicia, donde lo ritual y lo formal son esenciales, y el procedimiento es sagrado. Creer que la jueza solo ha descuidado “las formas” es una confesión sobre el problema de fondo: ser juez en la Argentina ha dejado de ser sinónimo de seriedad, de confianza, de saber y de ecuanimidad. La simbología que rodea a un magistrado (la calificación de “su señoría”, la idea de un estrado que lo eleva a un nivel superior) apenas sobrevive como una ironía o una máscara. Por supuesto que no pueden meterse todos en la misma bolsa. Hay magistrados que honran su función y ejercen su cargo con toda dignidad. El problema es que empiezan a desentonar en un paisaje de evidente decadencia.
Ahora se habla de la jueza chubutense Mariel Suárez, como antes se ha hablado de los jueces Norberto Oyarbide o Eduardo Freiler, de César Melazo, de Martín Ordoqui, del mendocino Walter Bento o del salteño Raúl Reynoso (por mencionar solo algunos nombres que se pierden en la serie infinita del descrédito). Lo que debemos preguntarnos, sin embargo, es por un sistema que ha asimilado a esos jueces con naturalidad, en el que pudieron sostenerse, hacer carrera y ganar influencia durante décadas. ¿Cuánta complicidad ha habido del poder político? ¿Cómo han pagado y cobrado su poder en la Justicia? ¿Cómo pudieron llegar tan lejos en el quebrantamiento de “las formas”? Son preguntas que nos conectan con la crisis estructural del sistema institucional de la Argentina. Hablar de “casos aislados” es una forma de negar la dimensión del problema. Cada tanto aparece un caso que nos conmociona, ¿pero no nos muestran solo la punta del iceberg?
El sistema para enjuiciar a magistrados parece funcional a la impunidad. Los jurys pueden demorar años y terminar en la nada. El hipergarantismo que ampara a los victimarios juega a favor de los magistrados cuando son ellos los enjuiciados. Una mezcla de inoperancia, acomodos políticos y coartadas procesales les ofrece un atajo para conservar sus cargos. Hay casos, como el del camarista Ordoqui en la provincia de Buenos Aires, que son tan gráficos como el de los besos entre la jueza y el homicida: está acusado de vender fallos “a medida”, pero desde hace años logra eludir el jury y, por lo tanto, la destitución. La pregunta vuelve a aparecer: ¿el problema es solo Ordoqui? ¿O hay un sistema que en su momento le permitió hacer “la suya” y hoy le garantiza impunidad?
La política alimenta todo el tiempo un círculo vicioso, porque cuando se impulsa un debate sobre los mecanismos de selección, evaluación y enjuiciamiento de magistrados, la verdadera intención muestra la hilacha: no se busca mejorar las cosas, sino acentuar su degradación; lejos de rejerarquizar a la Justicia, se intenta reforzar su dependencia y su subordinación.
No estamos, en el fondo, ante un problema de leyes y procedimientos, sino de valores y de ética. Tal vez debamos exhumar un principio que hoy suena obsoleto: un juez no solo debe ser, sino parecer. No alcanza con que no se le demuestre la comisión de un delito; debe ofrecer un modelo de conducta y ejemplaridad.
La lógica del escándalo siempre viene en auxilio de la impunidad. Un caso tapa al otro, y el alboroto continuado asegura el olvido. Si la jueza del beso todavía no renunció, la Justicia cargará con una nueva mácula. ¿Tendremos que preguntarnos qué le hace una mancha más al tigre? El reclamo ciudadano tal vez nos salve de la resignación.
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