La historia de M., en la calle, fuera de la escuela y sin documento
El secuestro expuso los riesgos cotidianos que enfrenta la menor de siete años
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“M. prácticamente nació en la calle”, explicó Marta Trinidad, una vecina que vive muy cerca de la precaria casilla donde, debajo de un puente, dormían la pequeña y su madre, E., una mujer atravesada por una violenta historia de vulnerabilidad social y consumo de drogas. En el barrio Cildáñez, en la intersección de la autopista Luis Dellepiane y Mozart, todos los vecinos vieron crecer a la niña que se llevó el pasado lunes Carlos Savanz, el cartonero que finalmente fue detenido en Luján cuando circulaba con la niña. La pequeña y su madre vivían en una precaria casilla. M. ni siquiera tiene DNI y sin el documento su madre no recibe la Asignación Universal por Hijo.
Muchas mujeres del barrio observaron cómo se agravaban las condiciones de vida de M. y su madre. Ellas intentaron, antes del secuestro, sacar a la niña de las calles, ofreciéndose a resguardarla en diferentes casas.
Eso hizo Marta, quien dio asilo a M. durante los meses más duros de la pandemia. “Ella se quedó en mi casa durante gran parte de la pandemia. Y su madre venía a verla cada media hora. Ningún chico puede estar bien en la calle. Los niños que viven en esa situación por lo general son maleducados, insultan a los mayores. Pero M. es una nena superamorosa, la mejor amiga de mi hija; es buena, confiada, no conoce la maldad. En mi casa, le gusta maquillarse, peinarse”, contó a LA NACION
M. está alojada en el hospital Garrahan y un grupo interdisciplinario aconsejará a la Justicia los próximos pasos en beneficio de la menor.
Tal como reconstruyeron desde la familia y, también allegados, durante una recorrida de la nacion por la zona, el principal recuerdo que todos tienen se corresponde con distintas imágenes de madre e hija deambulando por los pasillos de Cildáñez, un barrio de trabajadores que se vio gravemente afectado en el último tiempo por el microtráfico de paco y la violencia delictiva.
“A E. la conozco de toda la vida, vi todas sus facetas. Ella no era así. Antes tenía su familia. No sé por qué cayó en las adicciones”, explicó Marta. En este punto, el dato concreto es que la madre de la niña no tenía un hogar y estaba en una situación de consumo abusivo de paco desde hace al menos quince años, cuando intentó fallidamente independizarse para construir su propio hogar, según explicaron en su familia.
En esa línea, Francisco, un primo cercano de M. que vive en la zona, recordó: “La infancia de M. fue durísima. A veces, acá la gente no tiene con qué alimentarse. Hay chicos que desde que nacen saben que tienen que luchar”.
La esperanza de un cambio
Por otro lado, el joven –que también vivió en la calle y conoció las adicciones– agregó: “E. es una persona muy luchadora, siempre intentó superarse. Tuvo problemas y cometió errores, como todos. Si ella tiene que limpiar una casa, un baño, o trabajar como niñera no tiene problema. Es una persona valiosa. Jamás dejó abandonada a su hija. Intentó que nunca le faltara nada. Creo que M., de ahora en adelante, empieza una nueva vida. Y esto va a ser una gran enseñanza para E., que estaba destrozada por todo lo que pasó”, concluyó Francisco, mientras señalaba una guardería donde la menor solía quedarse e ir a comer todos los días.
Si bien se trata de un barrio de trabajadores, también es un sitio delimitado por los márgenes de la hostilidad. Por eso, las familias intentan contener a los niños, procurando también que estos no pierdan la libertad de poder jugar descalzos en las calles, como ocurría en una época que ya no existe. Cierto es que también existe una población –minoritaria– sumida en los castigos de la droga y la criminalidad. Los hijos de estas familias deambulan solos por las calles de la villa.
M., al igual que otros chicos, creció caminando sin rumbo y pidiendo comida. Un vecino llamado Mario, que vive a pocos metros del pasillo donde habita aún una parte de la familia de E., dijo: “Ella pasaba por acá y me decía : ‘¿Tenés algo para mi?’, y yo le buscaba una manzana. Pasaba sola, y yo le decía que vaya con su mamá. ‘No me retes’, respondía la chiquita. Siempre andaba con una sonrisa. Es muy inteligente y respetuosa. No dice ‘dame’, sino que dice ‘¿tenés algo para mi?’. Ella se hizo en la calle y no iba a la escuela, pero es muy educada. Su mamá nunca la abandonó a pesar de sus problemas”.
Otra mujer de 30 años llamada Mayra, madre de tres hijos varones, intentó reiteradamente sacar a M. de la calle y llevarla a su hogar: “Muchas veces le pedí a E. que me diese a la niña para tenerla en mi casa porque tuve malos presentimientos. Quise sacarla de la calle. Yo le decía que para mí no era un mayor esfuerzo llevar un niño más al colegio o a comer. Cuando E. dormía, Maia a veces estaba sola. Igualmente, aquí todos la conocen y nadie quiso jamás hacerle daño, ni tocarla. Es una nena que, en la calle, creció de golpe”.
Y agregó Mayra: “E. es adicta. Y los vecinos la ayudaron a encontrar a la nena porque los adictos para la sociedad son como fantasmas, no existen. Yo charlaba con ella y le decía que se ponga las pilas. Acá hay muchas familias que contienen a sus propios hijos, pero también a sus vecinitos. Cuando M. apareció, y volvió, nos preguntaba a nosotros cómo estábamos. ¡Imaginate, ella estaba preocupada por nosotros!”.
Durante el viernes, luego de que la menor fue rescatada, una decena de vecinas se congregaron en el terreno donde E. había montado una carpa para dormir con su hija. Todas las mujeres que llegaban traían tortas o galletitas, mientras en una cacerola gigante se calentaba el chocolate, y los hombres preparaban un asado. Todos se reunían para cumplir una promesa que hicieron, cada uno, a su propio santo.
Una de las vecinas, llamada Elba –de mirada tenaz y postura combativa– aseguró: “Prometimos que si M. aparecía viva íbamos a realizar una merienda para los chicos. Estaría buenísimo que alguien nos ayude para abrir un comedor. En esta manzana no recibimos ayuda de nadie”.
Al hablar de la menor, esta vecina recordó: “Es una nena muy respetuosa. Siempre estaba con nosotros aquí, por la tarde. Compartía lo que tenía, y nunca tocaba algo que no era de ella. Su mamá no la dejaba ni a sol ni sombra. Es mentira que cambió a su hija por droga. Lo que es cierto es que nunca se acercó una asistente social para hablar con E.”.
No muy lejos de allí, en el Centro de Primera Infancia Tortuga Manuelita, donde M. iba todos los días a buscar su almuerzo, también se refirieron a la dura infancia de la niña. Karina, la responsable del comedor, explicó: “En el barrio hay muchos chicos escolarizados, y otros que no van a la escuela. En la zona debería haber más colegios, especialmente de jornada completa. Damos el almuerzo a 1300 personas, cada día, entre adultos y niños. Cada día llegan más. Necesitamos más recursos y presencia del Estado”.
“Los niños –continuó Karina– están acostumbrados a deambular por la calle; ellos mismos vienen a buscar su comida. M. es un amor, divina, simpática, dulce. Yo no juzgo a su madre porque no sé qué me puede pasar si la vida me atraviesa de otra manera. Ellas venían con una bandeja, un plato, una bolsita. Y siempre buscaban comida y leche en polvo. Conozco a M. desde que nació. No estaba escolarizada. Pero es sana. Como madre, E. hace lo que puede”.
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