La Cañada. Cómo es vivir en el barrio donde los delincuentes son vecinos y deciden cuándo robar, cuándo matar, y a quién
A pesar de que los habitantes de la zona denuncian a los asaltantes, la policía no los detiene; como viven en el barrio, los ladrones no necesitan hacer inteligencia previa sobre las casas que van a asaltar: ven todo el movimiento desde las puertas de sus propias viviendas
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“Avisale a tu amigo el periodista que esta semana vamos a volver a terminar lo que empezamos”. Esa fue la intimidante advertencia de uno de los dos asaltantes que, cuatro días antes, habían ingresado en la casa de mis padres para robar, y como no habían encontrado nada de valor, la prendieron fuego. Como la vivienda estuvo cerrada durante más de un mes, el incendio que iniciaron los ladrones se extinguió solo, por la falta de suficiente oxígeno como para favorecer la combustión.
El receptor de aquella advertencia fue un vecino que me había ayudado cuando tuve que ir de urgencia al barrio, alertado por otro que me avisó que salía humo de la casa que fue el fruto de toda una vida de trabajo de mis padres.
El asaltante que lanzó la amenaza vive a una cuadra de la casa, en La Cañada, de Bernal, el mismo lugar donde el sábado fue asesinado el joven repartidor de comidas Danilo Marcieri, de 20 años.
Danilo fue asesinado de dos tiros por un grupo de delincuentes que lo emboscaron para robarle la moto en la esquina de Zapiola y calle 162. Dos horas después de ese homicidio, los efectivos de la comisaría de La Cañada arrestaron a tres sospechosos.
Esa celeridad en apresar a los sospechosos del homicidio del joven trabajador tiene una explicación: los delincuentes viven en el mismo barrio donde roban. Sus vecinos se los cruzan, y esos asaltantes impunes y sin alma deciden cuándo roban y cuándo matan. Y a quien... Muchas veces, ahí, lo último que ve una víctima es una cara conocida.
La policía saben quiénes son los autores de los robos, los que entran en las casas, los que asaltan a los vecinos cuando van o regresan del trabajo y del colegio. Pero no los detienen, excepto que cometan un homicidio, como ocurrió con Danilo, víctima inocente de un crimen anunciado por la desidia de un sistema en el que nadie se hace responsable de los hechos de inseguridad. Ningún comisario permanece más de ocho meses como jefe de la “tóxica” seccional de La Cañada.
El 25 de julio de 2020, aprovechando que la propiedad, situada en la esquina frente a la aceitera, estaba desocupada porque mi padre, Antonio, había fallecido una semana antes como consecuencia del Covid–19, dos asaltantes ingresaron a robar en la casa en la que me crié.
Los asaltantes tenían el dato de que estaba vacía porque son vecinos. Viven a una cuadra, en un conventillo situado sobre la calle Jujuy, a 150 metros de la comisaría. Como no había ningún elemento de valor, ni dinero ni joyas –papá se había jubilado y vivía al día–, los delincuentes tomaron el alcohol con el que me sanitizaba cada vez que regresaba de la clínica donde estaba internado mi padre, rociaron su mecedora y la cama, y prendieron fuego, en venganza por no haber tenido nada que llevarse.
Ante la falta de aire, las llamas no se propagaron. Pero el humo llenó los ambientes y salió por las pocas aberturas que había. Ese detalle llamó la atención de uno de los vecinos, que alertó a mi familia.
Cuando llegué a la casa, los policías de la patrulla que asistió en respuesta al llamado al 911 no tenían barbijos. Tampoco les arrancaba el móvil. Hubo que empujarlo. Ante la posibilidad de que los delincuentes estuvieran dentro de la vivienda, el oficial ingresó con su arma reglamentaria en posición de tiro.
Pero los delincuentes ya se habían marchado. Y el daño estaba hecho. Al radicar la denuncia en la misma comisaría en la que el sábado se reunieron los compañeros y colegas de Danilo para reclamar Justicia por el asesinato del repartidor, me escucharon, me tomaron declaración y nada más.
Nadie revisó las cámaras de seguridad de la zona. Ninguno de los técnicos de Policía Científica que revisó la casa pudo levantar una sola huella de los asaltantes, que, no obstante, habían manoseado todo lo que tuvieron a la mano en busca de billetes y de “brillo”, como les dicen a las alhajas en la jerga delictiva del conurbano caliente.
Una semana antes había estado en casa con uno de mis hermanos para ocuparnos de los trámites legales por el fallecimiento de mi padre. Ese día me habían dado el alta después de haber estado yo mismo 17 internado al haberme contagiado de coronavirus. Mis dos hermanos y yo sobrevivimos. Mi padre murió y, una semana después de su fallecimiento, vecinos sin escrúpulos ni moral entraron a robar en su casa y quisieron incendiarla.
La llegada de los policías a la casa llamó la atención de los vecinos y de los propios asaltantes, que pasaron por el lugar y vieron a la gente que concurrió a ayudar. Tres días después, una de esas personas recibió la advertencia de los ladrones: “Avisale a tu amigo, el periodista, que esta semana vamos a volver a terminar lo que empezamos”.
Nueve años antes, otros asaltantes aprovecharon que yo me había ido a trabajar para entrar a robar en la misma casa. La diferencia fue que mis padres sí estaban ahí, intentando descansar. En esa oportunidad, los delincuentes hallaron elementos de valor, que se llevaron. Quizás solo por eso no la prendieron fuego para vengarse.
Los vecinos dijeron a la policía quiénes podrían haber sido los autores del robo. El jefe de la comisaría solicitó una orden de allanamiento e irrumpió en la casa de los sospechosos, situada a una cuadra, en la esquina de Jujuy y Florida.
A pesar de que se encontraron algunos de los elementos que habían robaron de mi casa, el fiscal no dispuso ninguna detención. Eso sí, cada día que yo salía para ir a trabajar, los delincuentes me miraban desde la esquina. Sabían que durante 14 horas la casa estaría libre para volver a llevarse más cosas.
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