El 16 de junio de 1990 advirtió que le habían robado el estéreo de su cupé en Villa Devoto; tras una frenética persecución alcanzó a los dos ladrones, que huían en otro auto, y les dio un tiro a cada uno. Su caso dividió las aguas en la sociedad y en la Justicia; fue condenado por homicidio y, finalmente, por exceso en la legítima defensa
La alarma llamó la atención de un matrimonio que compraba zapatos en un local de Villa Devoto. Mientras la mujer elegía, el hombre salió a la vereda a ver qué pasaba. El ruido venía de su auto. Le estaban robando el pasacasete. Ya le había pasado doce veces. Pero no fue solo eso; algo más lo llenó de furia: la sonrisa socarrona con la que vio que lo miraba el ladrón mientras corría a subirse a un Chevrolet modelo 1974 color dorado en el que lo esperaba un cómplice.
Fue al mediodía del sábado 16 de junio de 1990; el ingeniero Horacio Aníbal Santos persiguió y mató a Osvaldo Aguirre, de 29 años, y Carlos González, de 31. Les dio un tiro a cada uno porque le habían robado el estéreo.
Hace casi tres décadas el caso Santos inauguró una discusión que, con el paso de los años, cíclicamente se reaviva: la de la justicia por mano propia, que volvió a ser noticia recientemente con los casos del médico Lino Villar Cataldo y del carnicero zarateño Billy Oyarzún; como ocurrió con Santos, ambos mataron a los asaltantes cuando sus vidas ya no corrían peligro, solo que ellos fueron absueltos por jurados populares que consideraron que habían actuado en defensa propia.
El caso de Santos fue tan paradigmático que la opinión pública comenzó a llamarlo "el justiciero" y la sociedad se dividió en dos con respecto a su actuación.
Lo primero que hizo el ingeniero cuando llegó a su casa, luego de aquellos disparos mortales, fue encerrarse en el baño. Después de manejar varias cuadras de contramano, a toda velocidad, dejó el auto en medio de la calle y fue a vomitar. Su cuñado salió y le estacionó el coche. Su mujer, la arquitecta Norma López, estaba en estado de shock. Llegó la policía. Lo habían localizado por el modelo y la patente del auto, una Renault Fuego negra. Aquella noche durmió en la comisaría 45».
Su memoria mantenía vivos los recuerdos tan recientes, tan frescos. Al salir de la zapatería vio que el vidrio de la ventanilla del lado del conductor estaba rota. Por ahí el ladrón había metido medio cuerpo y había sacado el estéreo. Había pedazos de vidrio sobre el asiento, pero el ingeniero se sentó igual y, con su esposa al lado, encaró la persecución fatal.
Santos condujo varias cuadras por Pedro Morán; por momentos perdía de vista al Chevrolet dorado, hasta que en el cruce con Campana los encontró.
Paró su cupé negra al lado del otro coche y vio a los delincuentes por la ventanilla. Uno se agachó. "¡Nos van a matar", gritó la mujer. Santos pensó que el ladrón buscaba un arma. Entonces sacó el revólver que llevaba en la guantera, le bajó la cabeza a López, estiró el brazo y disparó. Un tiro certero para cada ladrón.
Según publicó LA NACION en 1990, en el expediente hay constancia de que Santos era un experto tirador y que practicaba habitualmente en un polígono de tiro.
Aquel mismo día quedó detenido, acusado de homicidio. Por esa imputación, según la letra fría del Código Penal, a Santos le hubiese correspondido una pena de entre 8 y 25 años de prisión.
Pero el ingeniero no pasó ni una semana en la cárcel: había sido trasladado a la vieja cárcel de Caseros, pero por un problema de salud lo internaron en el Instituto Cardiovascular de Buenos Aires (ICBA), en Blanco Encalada al 1500. El año anterior le habían puesto un bypass y allí, en Belgrano, lo atendían. Estuvo en el ICBA casi un mes en calidad de detenido, hasta que en julio el juez de instrucción Luis Cevasco resolvió excarcelarlo.
El 21 de junio de 1990 Cevasco, que hoy es el fiscal general adjunto de la ciudad de Buenos Aires, pidió al Cuerpo Médico Forense (CMF) que realice exámenes psiquiátricos a Santos para determinar si comprendía la criminalidad de sus actos. Los especialistas sostuvieron que Santos había tenido una momentánea "alteración morbosa de las facultades". Se le dictó la falta de mérito y quedó libre mientras la investigación seguía.
Pero a Cevasco no lo convencía el informe del CMF y pidió a diversos organismos que se expidieran sobre esas conclusiones. Poco después dejó el caso porque pasó a ser juez de sentencia.
El expediente, entonces, quedó a cargo del juez Julio Sagasta, que sobreseyó a Santos. Esa decisión fue revocada en segunda instancia. Posteriormente se formuló la acusación y el ingeniero fue condenado a 12 años por el delito de homicidio simple reiterado. No quedó en eso: el tribunal de alzada modificó la calificación y la dejó en exceso en la legítima defensa, alegando que Santos pudo haberse confundido cuando vio que el ladrón se agachaba para agarrar el estéreo para devolvérselo. Le redujeron la pena a tres años de prisión en suspenso.
Santos fue defendido por el abogado Eduardo Gerome, que recuerda bien la intervención de la Sala I de la Cámara del Crimen. "Era realmente imposible que Santos haya tirado a matar", dijo a LA NACION Gerome, 29 años después de aquel suceso que estremeció a la opinión pública.
En 2003, la Justicia Civil condenó al ingeniero Santos a resarcir a la familia de uno de los ladrones por unos 20.000 pesos. La Sala B de la Cámara Civil decidió reducir al 20% la indemnización de $101.474 que le había sido fijada en primera instancia, al entender que tanto los asaltantes como él tuvieron responsabilidad en la forma en que se desencadenaron los sucesos. Los camaristas Luis López Aramburu, Félix De Igarzábal y Gerónimo Sansó modificaron parcialmente el fallo del juez Ricardo Guarinoni que beneficiaba a la familia de Aguirre.
"Existe corresponsabilidad en el hecho, y la de los delincuentes es mucho mayor que la del demandado", sostuvieron los camaristas.
El caso tuvo tanta repercusión que incluso Carlos Menem, presidente desde hacía solo unos meses, opinó: "Un hombre que estudió Derecho, que se recibió de abogado y que ejerció la profesión, desde este punto de vista eminentemente técnico no puede estar de acuerdo con esta actitud. Pero hay que estar adentro de esa persona. Es muy posible que haya obrado en estado de emoción violenta o en defensa propia. Yo creo que a esos delincuentes se les tendría que haber dado la posibilidad de ejercer el derecho elemental de defensa en su juicio. Pero yo no sé cómo hubiera obrado en una situación similar a la que tuvo que pasar este señor", dijo en el programa de TV Tiempo nuevo, que conducía Bernardo Neustadt.
Santos hizo todo lo posible por quedar lejos de las cámaras y tener un bajo perfil. Su paradero se convirtió en un enigma. Después de más de una década en el barrio de Agronomía dejó el chalet de la calle Espinosa al 3500 y se mudó junto a su mujer y sus cuatro hijos hacia el norte del conurbano. No se volvió a saber casi nada de él, salvo que había cambiado la cupé Fuego por un Fiat Duna celeste.
Juicio y sentencia
El juicio contra Santos empezó a mediados de 1990 y la sentencia final se dictó en 1995. En esos cinco años el ingeniero, que tenía una empresa de pintura y revestimientos de grandes estructuras, como barcos, no trabajó. Fue su socio junto a los hijos adolescentes del acusado los que tomaron las riendas del negocio.
Hoy sigue en actividad, pero nunca más volvió a tocar un arma. Una vez le dijo a su abogado: "Para qué cuernos la habré tenido. Estoy cargando con dos muertes y eso es algo muy conmocionante, que me ha dejado muy mal, por más justificativos que tenga. Es una situación en la que no habría querido estar nunca".
Gerome afirmó a LA NACION que Santos "era un excelente padre de familia". Su abogado lo recuerda como "un hombre bueno y amiguero" que "no era un exaltado", sino "un tipo normal".
"Es una persona que ha logrado con mucho esfuerzo obtener la posición actual. Proviene de una familia humilde y trabajadora, su padre trabajó como bombero y con mucho sacrificio alcanzó el título de ingeniero químico", dijo Jorge Feijoo, que en 1990 era socio de Santos en la empresa de pinturas.
La mujer de Santos, en aquellos años, dijo: "Tanto mi marido como yo estábamos preocupados por los robos y por la seguridad de nuestros chicos, pero nunca lo vi a él obsesionado por el tema ni tampoco imaginé que reaccionaría como lo hizo el sábado, porque no es una persona violenta".
Santos vivía nervioso y con miedo a la inseguridad. Tenía un arma por la cantidad de veces que le habían robado; cuando volvía del trabajo le avisaba a su mujer para que le abriera el portón y daba una vuelta para cerciorarse de que no lo seguía nadie. Según Gerome, "se sentía vulnerable". En 2008 le volvieron a robar en su casa. Esa vez no reaccionó.
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