Una señora ahí me acerca un día antes, me dice que me compra unas prendas, media docena. Se me hace amiga.
"¿No será que puede llevarme, hacérmela pasar?", me dice. "Te voy a pagar", me ha dicho.
Al día siguiente otra vuelta me insiste. De ahí viene y me habla: "Acá, pues, ahorita. Te voy a esperar allá al frente, voy a adelantarme. Y me vas a entregar".
Yo no conocía esa quebrada. Para cruzar. Pasé y ahí estaba. Me ha visto y se ha escapado.
No podía hablar. Eso no es mío.
"A quién le querés echar la culpa", me decían.
Poco hablo castellano, español. Y ahí me han agarrao, que ha sido coca.
No me han creído más...
Bernarda llora. Llora porque le duelen las articulaciones. Llora por su infancia pobre en Bolivia. Llora por un marido golpeador que la abandonó. Llora porque sus hijas están lejos. Llora por lo que le pasó: la detuvieron con 5 kilos de cocaína cuando intentaba pasar por la frontera hacia la Argentina. La señora que la había contratado la esperaba. Pero, dice Bernarda, cuando vio que la detenían se fue. Nunca más supo de ella. Nunca cobró la plata que esa mujer le prometió por pasar eso que, jura, no sabía qué era.
Tiene 49 años, pero su voz y su cuerpo son los de una anciana frágil y arrugada. Lee de un cuaderno infantil que alguien le dejó para que practique. De-do. Da-do. Va señalando lo que pronuncia. Le cuesta. Sabe hablar castellano, pero no lo escribe y casi no lo lee. Su idioma es el quechua, que aprendió en Cochabamba, su ciudad. Le da miedo el castellano porque no sabe si está diciendo lo que realmente quiere decir.
"Quechua cerrada, era. He aprendido a hablar español un poco. A veces me equivoco con las palabras. Tengo miedo también si me equivoco", dice. Sus frases son cortas: las interrumpe el sollozo constante, el llanto desesperado, las lágrimas pesadas, el dolor.
Bernarda tiene prisión domiciliaria; vive a dos cuadras del anexo del Escuadrón de Gendarmería en Salvador Mazza, donde estuvo detenida los primeros cuatro meses. Allí hay ahora dos gendarmes sentados mirando los canales de chimentos de Buenos Aires. A una puerta de distancia están los espacios que sirven de celdas para quienes son detenidos por delitos federales.
En Salta, el 75% de las mujeres presas está acusada de infracción a la ley 23.737, por transportar, vender o tener cocaína, marihuana, pasta base, lo que sea. Pero Salta no es la excepción: el mayor delito por el que están presas las mujeres en la Argentina es la infracción a la ley de drogas, según las cifras del Sistema Nacional de Estadísticas de Ejecución de la Pena (Sneep) del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. Son datos oficiales del 31 de diciembre de cada año en todas las cárceles argentinas.
Las bolivianas presas en 2018 en Salta por este motivo eran 111, casi la misma cantidad que varones bolivianos por el mismo delito. Lo habitual es que los hombres presos, en todos los delitos, siempre son muchos más que las mujeres.
Los números también hablan de cómo eran las vidas de esas mujeres bolivianas antes de llegar a la cárcel: la mitad no tiene estudios o no terminó la primaria, el 89% no tiene oficio ni profesión. Ninguna está acusada de cometer otros delitos: salvo una, nunca habían pisado un penal. A pesar de no tener antecedentes, de tener calificación ejemplar en el penal, de no haber intentado fugarse, más de la mitad están presas sin condena.
Luciana Prieto, analista de información y planificación operativa de la Procuraduría de Narcocriminalidad (Procunar), tiene claro que a los que detecta el sistema de Justicia son, en general, a quienes están más expuestos, que no suelen ser los que dirigen las acciones del narcotráfico.
Desde ya que hay excepciones, pero a quienes detecta el sistema es a esas personas fungibles, intercambiables, de quienes el sistema prescinde. Es decir, no pasa nada si se las va apresando
¿Que haya más presos significa que se está ganando la lucha contra el narcotráfico? Responde Prieto: "No. Depende qué presos". Para medir de alguna manera el logro lo que se contabiliza son "las condenas a los grandes narcos. Las condenas a las patas de las fuerzas de seguridad o del poder judicial que garantizaban la impunidad".
Traficar sin ver qué
En Yacuiba, Bolivia, detrás de una escuela donde tres madres esperan la salida de sus hijos hay un paso ilegal a la Argentina. No es difícil saberlo: en Google Maps aparece el camino, solo que se termina antes de la línea divisoria. Pero aquí, en realidad, solo termina el asfalto. La calle sigue. Al lado hay una cancha de fútbol con pasto bien cuidado. Una camioneta baja y se pierde en la selva. No hay control.
A unos pasos de esa cancha cuidada la gente se mueve rápido. También hay un camino en bajada que va a una plaza con juegos. Google Maps no ve, otra vez, el camino real, pero a menos de 100 metros está la línea que divide los países. Acá, de nuevo, no hay control.
Hay un paso legal que controla la Gendarmería. Es una frontera seca, y para cruzarla no parece haber mayores dificultades. Sólo mostrar el documento, el bolso y caminar 50 metros. En la mitad del puente ya se está en Bolivia.
La frontera está llena de bagayeros. Ellos no preguntan: su trabajo es pasar bultos de un país a otro. Si preguntan, ya no los contratan. No saben, no ven. Según la Justicia salteña, no quieren ver.
"Lo que sucede es que los jueces dicen que ellos, por su trabajo, y sabiendo que hay una gran cantidad de droga en la frontera, deben tener un mínimo de cuidado para controlar qué es lo que llevan. Ese es el razonamiento judicial", dice el defensor oficial de Tartagal, Luis Casares.
Bernarda no era bagayera: era vendedora ambulante. Hacía ropa y vendía donde le convenía. A veces en Santa Cruz de la Sierra, otras en Cochabamba, en la fiesta de la Virgen de Urkupiña, o en Yacuiba. Pero un día llegó una mujer que le pidió algo: que sea bagayera por un día. Ella aceptó. Y llevó el paquete por un paso ilegal. Y en esa frontera donde Salvador Mazza limita con Yacuiba, donde la Argentina limita con Bolivia, un 31 de diciembre, Bernarda fue detenida.
Lo que se gasta se tira
Son las ocho de la noche y llueve en Tartagal. A 55 km de esa frontera porosa, el equipo de la Defensa Pública sigue trabajando. Luis Casares atiende con un fondo de pared descascarada por la humedad. Y dice: "Ellas son fungibles". Lo mismo que repetirán defensores y fiscales en oficinas de la capital salteña, e incluso en Buenos Aires.
"Estamos llenando las cárceles con estas personas que son fungibles. Que si bien pueden llegar a tener parte en este narcotráfico, son elementos descartables que ni siquiera obtienen una ganancia considerable de esto", dice Casares.
Fungible viene del vocablo latino fungi -gastar-; el sufijo -ble se refiere a las cosas que, con el uso, se consumen. Fungible es aquello que, cuando se usa, se consume. Algo fungible puede ser reemplazado por algo igual, sin complicaciones. Como Bernarda.
En Salta capital, en una oficina bien distinta a la de Casares, el fiscal federal Ricardo Toranzo, que investiga las causas más grandes de narcotráfico en el norte, también hablará de personas fungibles: "El narcotráfico planifica su tarea, es un delito que tiene una preparación previa con inversión de dinero. Planean con quién van a trabajar. Y dentro de ese engranaje tienen elementos fungibles; acá les llaman ‘camellos’ o ‘mulas’. Camellos porque ingieren las cápsulas, y mulas porque llevan la droga encima de ellos. Ese elemento de paso es un elemento fungible. ¿Dónde se los capta? Esencialmente, entre gente muy vulnerable".
Toranzo es fiscal desde 1993. En aquel momento era el único de toda la provincia. Siempre se dedicó a investigar casos de drogas. Con su voz gruesa y un porte sólido habla del "alma". Dice que si el adicto supiera cuál es el alma de la droga lo pensaría dos veces antes de consumirla.
¿Cuál es el alma de la droga? Lo que les sucede a las personas que toman contacto con ella.
"Si nosotros nos imagináramos el alma de esa droga veríamos gente vulnerable, el sometimiento que produjo que esa droga", dice Toranzo, y su voz gruesa se eleva ante la música de la calle: "Desde el tipo que pisó la hoja de coca con ácido sulfúrico y le llagó la piel, hasta el que se la comió, tuvo que defecarla, limpiarla. El que consume no ve esa dimensión de toda la maquinaria".
A uno y otro lado de la frontera la situación principal es la misma: pobreza. Ahí están esas personas de las que se aprovechan los grandes narcotraficantes.
Quien arriesga su vida tragando cápsulas, evidentemente tiene un concreto estado de vulnerabilidad
Las cápsulas de cocaína tienen el tamaño de una tiza. Por eso, primero deben entrenar a las mulas con zanahorias, intentando que traguen la mayor cantidad posible. Se lastiman la garganta; algunas no llegan a ingerir todas las que hay y terminan llevando el resto en un bolso. El riesgo, entonces, es doble: una cápsula llega a explotar y muere al instante por sobredosis, y con que un gendarme abra el bolso y encuentre el ladrillo, la mula ya es acusada por infracción a la ley de estupefacientes, que tiene una pena mínima de cuatro años.
¿Por qué ellas?
Aunque es un trabajo que hacen tanto hombres como mujeres, el riesgo para ellas es mayor. "Toda la vulnerabilidad que vemos en la mujer socialmente se ve como reflejo en su utilización delictiva. Hay una subordinación al hombre, y además ellas corren más riesgo que los hombres", explica Toranzo.
Ana Clarisa Galán Muñoz, defensora pública de Salta, atiende cada día a quienes son detenidos transportando droga. Por eso también tiene claro el perfil, sabe a quiénes buscan los narcos para ese rol: "Gente pobre que necesita dinero a cambio del traslado de un paquete hay un millón. Saben que es algo malo, pero muchas veces las mujeres que trasladan no tienen idea de cuánto es la pureza ni a quién va a llegar, y son las que asumen todo el riesgo".
Cuando la persona cruza con la droga no sabe quién la va a recibir. A veces le dan un celular sin GPS para que llame cuando esté en el punto indicado; otras veces le sacan una foto y le dicen que alguien se le va a "pegar" en la terminal. Así, con esa modalidad de compartimentos estancos, "células" independientes, de no saber nada del eslabón que sigue, es que los narcos se garantizan impunidad. Y las investigaciones, en muchos casos, terminan cuando se detiene a la mula. Como Bernarda, que lleva un año y seis meses presa sin condena.
No puede salir de la habitación que funciona como su casa. Un hombre rubio fue un día a marcar el perímetro y dejar listo su sistema de encierro. Si se aleja, la tobillera negra que tiene amarrada en su pierna derecha suena. Y alguien la llama a un teléfono fijo, grande, negro, para corroborar que no incumpla el arresto. De su juicio, Bernarda no sabe nada.
La vergüenza
En el equipo de la Defensoría que coordina Clarisa Galán hay una psicóloga que pudo detectar que entre las detenidas por transporte de drogas el perfil psicológico se repetía: "Poca ambición intelectual, muy retraídas, un autoconcepto desvalido, sensación de pocos recursos. Son personas minimizadas, sumisas".
Entre 2015 y 2018 los detenidos en Salta por infracción a la ley de drogas pasaron de 1314 a 3023, un aumento del 230%. En 2018 pasó a ser la tercera provincia con más detenidos por drogas, después de Buenos Aires y la Capital.
En la sociedad salteña, las personas que cometen delitos de narcotráfico son peor vistas que las que matan o abusan. Eso notó Mónica Jarruz, psicóloga que antes trabajó como perito en causas de homicidio y abuso: "El narcotráfico en el norte causa mucha vergüenza, especialmente en las mujeres. La droga conceptualmente acá es algo muy malo, que la gente lo sentencia. Puede decir que estuvo 6 años preso por violencia intrafamiliar y no va a ser tan grave como decir que estuvo 3 años por transportar cocaína".
A Bernarda se le viene cualquier recuerdo y llora. Uno la atraviesa: cuando su hermana supo que se estaba viendo con un chico la obligó a casarse. Ella tenía 17 años; él, 24. Bernarda se quiso casar, y al principio –durante seis meses– el matrimonio estuvo en paz. Hasta que quedó embarazada. Y empezaron los golpes.
"Allá en mi país mi familia decía ‘como te has casado ahora no te tienes que separar ni tienes que discutir con tu marido’. Así decían. Eso se ha grabado en mi cabeza. Dejaba nomás que me pegue", admite.
Martín Bomba Royo es defensor oficial en Salta. La mayoría de los casos que tiene son por drogas. "Son descartables", dice. "Las buscan por determinadas características: madres solteras con necesidades económicas. No tienen antecedentes penales. Quizás hicieron este transporte seis veces y les salió bien. No ven las consecuencias. No está dentro de su espectro de análisis que pueden caer detenidas ni lo que puede suceder con sus hijos si eso pasa", explica.
Por casos así es que a fines de 2018, la Defensoría del Pueblo de Bolivia, a cargo de Nadia Cruz Tarifa, empezó a recibir solicitudes de la Defensa Pública de Salta. Había bolivianas acusadas de traslado o contrabando de drogas presas en Argentina. Y los defensores y defensoras sabían que el móvil para cometer ese delito había sido una situación de pobreza. Por eso, querían lograrles una prisión domiciliaria. Pero no podían hacerlo si no demostraban el estado de necesidad. También sabían que había niños o niñas solos en alguna ciudad boliviana que esperaban a su madre.
Para eso les pedían que buscaran a la familia en Bolivia, que hicieran un informe ambiental y detallaran las condiciones de vida en que estaban en su país de origen. Hasta ahora, gracias a un convenio que firmaron los dos organismos de Bolivia y Argentina, trabajaron unos treinta casos. De los casos de 2019, el 95% fueron mujeres. "El objetivo es demostrar que ellas no son grandes narcotraficantes", sostiene Cruz Tarifa.
A fines de 2017 Carlos Martínez Frugoni asumió al frente del Juzgado Federal de Tartagal. Es, ahora, quien tiene en sus manos la causa de Bernarda. En una entrevista con el diario local El Tribuno, dijo que había comprobado "cómo reclutan a la pobre gente y cuando me toca hablar con ellos o indagarlos me doy cuenta de que la realidad que viven es muy triste". Sin embargo, su trabajo es hacer cumplir el Código Penal: "Han cometido un hecho que está penado por la ley y no se puede disculparlos".
Mi madre presa
Siete años atrás, Bernarda estaba vendiendo ropa con su hija en Quillacocho, en la fiesta de Urkupiña, donde cada 15 de agosto miles de devotos de la Virgen María llegan para hacer sus ofrendas. Su marido ya la había abandonado. Ella ya había llorado y estaba bien, acompañada por sus hijos.
Un día conoció a una mujer argentina que desde ese momento siempre le compraría ropa. Bernarda, en retribución, le hacía precio. Cada año se veían y se prometían volver a verse. Por eso se habían intercambiado sus direcciones.
Cuando la hija se enteró de que a su madre la habían detenido, supo qué hacer: fue hacia la frontera, cruzó para la Argentina y buscó a esa mujer. Llegó llorando. Y le contó lo que había pasado. Bernarda estaba a solo unos pasos de esa casa, presa en el Escuadrón de Gendarmería en Salvador Mazza.
Ahora, en la casa de esa señora argentina amiga, en una habitación que da a la calle, se levanta cada día con dolor: por los golpes, por estar presa, por los recuerdos, por estar lejos de sus hijas y por la artritis que intenta curar con ibuprofeno. Mientras, Bernarda espera.
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