Femicidios: las mujeres alzan la voz, pero el Estado mira otra película
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Salvo contadísimas excepciones, el femicidio no es un acto de generación espontánea: el victimario va dando señales, primero quizás malinterpretadas, luego claramente distinguibles. La potencial víctima, en algún momento de ese crescendo, tiene ante sus ojos los hechos claros: si logra vencer el miedo, puede pedir ayuda al círculo de contención más cercano -familia, amigas-, pero para aspirar a una protección, a una salvaguarda que ponga fin a su pesadilla, necesita del Estado.
El femicidio de Úrsula Bahillo en la ciudad de Rojas es la demostración empírica de que los recursos legales, técnicos y humanos para proveer esa protección ante una amenaza letal son insuficientes o inútiles. Peor aun: los funcionarios encargados de atender la problemática y erigir barreras eficientes y confiables entre víctimas y victimarios en la violencia de género son, muchas veces, el problema secundario.
Después de siete meses de sufrir y callar, Úrsula se animó a pedir ayuda. Contó, primero; denunció, después. Puso en manos de la Justicia la evidencia y pidió una medida de protección, algo que mantuviera la amenaza lejos de ella. El Estado, a través de sus poderes, le respondió con papeles y documentos que terminaron convertidos en letra inútil, cuando directamente no le cerró las puertas en la cara, como ocurrió pocos días antes del cruel desenlace, cuando en la comisaría no atendieron su reclamo de que el hombre que alguna vez dijo haberla amado y que ahora amenazaba con matarla violaba flagrantemente la restricción perimetral. No quisieron escucharla, y él, así, tuvo vía libre para asesinarla.
Ante el hecho consumado, fiscales, jueces de Garantías, jueces de Paz, policías... todos repiten haber hecho lo que estaba a su alcance. Uno firmó la perimetral, pero no puede hacerla cumplir por sí mismo; otro aduce que, aun cuando el acusado viole la orden restrictiva, no puede detenerlo preventivamente porque la calificación legal del hecho no lo habilita. Otro dice que no tiene medios para hacer cumplir las mandas judiciales. Sus excusas son fútiles ante la evidencia de la muerte, y son flagrante desidia cuando el desenlace deja al descubierto, como en este caso, que las alarmas habían sonado demasiadas veces como para ser ignoradas de forma tan grosera.
Las voces que claman “ni una menos” suenan cada vez más fuerte. Pero las cifras de la cruel estadística no retroceden, plagadas de vidas segadas. Las medidas protectivas ofrecidas a las mujeres que se animan a denunciar a los violentos que las acosan son papel mojado. Los tres poderes deben idear y ejecutar soluciones reales y efectivas. Mientras, por omisión o inacción, el Estado sigue sin dar la talla.
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