En primera persona. Una víctima cuenta cómo entró a una secta, por qué se quedó y cómo terminó arruinada económica y emocionalmente
La frase más repetida por quienes pasaron por esa instancia es que se sienten “tontos” por no haber advertido dónde estaban y cómo los manipulaban
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CÓRDOBA. Las personas que entraron en sectas no fueron precisamente para buscar ser controladas, ser dependientes, ser explotadas o ser dañadas psicológicamente cuando se acercaron a los captadores por primera vez. El concepto es de Daniel Shaw, autor de Traumatic Abuse in Cults. Quienes pasaron por la experiencia de quedar atrapados en una organización coercitiva y lograron salir admiten que es “difícil” que otros entiendan qué les pasó o cómo no reconocieron en qué estaban metidos. Una frase que repiten es “me siento un tonto”.
En la Argentina hay, en este momento, dos grandes investigaciones judiciales de organizaciones que, tras la fachada de “escuelas”, podrían incluir delitos como trata de personas, reducción a la servidumbre, explotación sexual, asociación ilícita, estafa y lavado de dinero. Una, la denominada Escuela de Yoga de Buenos Aires, con Juan Percowicz a la cabeza, y la otra, en Córdoba, la Escuela Sêshen (conocida como la de los sanadores egipcios) con el liderazgo de Álvaro Juan Aparicio Díaz.
Hay otras vinculadas a los tratamientos de adicciones. Una, la que tiene procesado con prisión preventiva al pastor evangélico marplatense Roberto Tagliabué. Y, más reciente, la de la comunidad La Razón de Vivir, que tenía como “operador socio-terapéutico” al conductor de TV Marcelo “Teto” Medina.
“Tenía problemas con un hijo y con su padre, mi expareja. Tenía terror de perderlo; había hecho otros cursos de terapias alternativas; me regalaron un libro de Sahú Ari Merek [así se hacía llamar el ‘maestro’ Díaz] y empecé con un curso. Después sumé la terapia con él. Pasó mucho antes de que me diera cuenta de que me saqueó”, revela a LA NACION María Fernanda, una mujer que prefiere usar un nombre de fantasía y que estuvo cinco años con los “sanadores egipcios”.
Calcula que, en ese período, pagó alrededor de 3 millones de pesos entre cursos, terapias e “iluminaciones y protecciones”, y unos 25.000 dólares en dos viajes a Egipto. Para afrontar algunos de esos gastos vendió un terreno y pidió dinero prestado. Díaz también les pedía “donaciones” para “pobres” y para la construcción del “refugio” en Pozos Azules, en Traslasierra, donde se cobijarían para evitar ataques y muertes promovidos por la pandemia del Covid-19.
“Él elegía quién se quedaba y quién no. A mi marido lo echó. Me decía que iba a hacer una ‘excepción’ y revelaba cosas ‘terribles’ que supuestamente había manifestado el otro. Así empezó a separarme de mi familia y a ofrecerme curarme, asistirme... En 2019 me aseguró que tendría cáncer porque había antecedentes en mi familia y que yo estaba destinada a morir joven. Me generó una crisis más y, en ese caos, nada me importaba más que salvar la vida, y él era el salvador”.
Las claves de la captación
Amelia Musacchio, vicepresidenta del Consejo de Certificación de la Academia Nacional de Medicina y autora de varios trabajos sobre sectas, señala en un reporte que estas organizaciones ofrecen “respuestas concretas y rápidas”, y prometen “importantes logros sociales, espirituales y afectivos”.
Los que consiguen adeptos –añade– se dirigen a las “ansiedades y a la soledad de personas que están sufriendo problemas personales, transiciones, crisis; brindan la promesa de una curación transformadora dentro del marco de una comunidad que le tiene cariño y que la cuida. Y que sanará las heridas que le han provocado las equivocaciones, las fallas o el odio de los demás (familia, grupo de pertenencia, etcétera)”.
Advierte Musacchio que los líderes del grupo “no informan claramente sobre su propia historia” o sobre hechos de su vida”, sino que es como “si reescribieran y falsificaran sus propias biografías”. Dan poca información real sobre ellos.
En el caso de Díaz Aparicio –quien sigue detenido, al igual que su pareja, Laura Carolina Cannes– sus seguidores descubrieron aspectos de su vida porque sus hijos e hijastros hablaron después de su detención. Contaron que era maltratador, manipulador, que tenía antecedentes de hechos similares en Buenos Aires en el inicio de la década pasada. En ese momento, dijeron, usaba el rótulo de “Escuela de Kábala”; cuando se mudó a Córdoba fue la “Escuela de Alquimia” y, la última, la Sêchen.
Sin dudas, sin contactos
María Fernanda recuerda que tenían “prohibido hablar de los maestros superiores”, grupo en el que estaban Díaz, su mujer y su hijo Máximo, que está en libertad y, según algunos testimonios recogidos por LA NACION, “operando”.
“Intentaba mantenernos aislados de quienes no eran miembros de la escuela, de nuestras familias. Yo hacía terapia aparte y le contaba a él cada palabra que me decía mi psicóloga. Todo el tiempo subrayaba que ‘al maestro no se le pide, se le da’ y que cada logro que conseguíamos era gracias a su luz y su protección. Las dudas se tenían que plantear en privado. ‘Vas a tener que acostumbrarte a que yo siempre tengo la razón’, me retó un día”, cuenta María Fernanda.
Díaz Aparicio –que no tocaba el dinero para “no contaminarse” pero sí dejaba que lo hiciera su esposa, Cannes, porque “trabaja” para el líder– les decía que la realidad es “un manto creado por el mal para ocultar la verdad” y enfatizaba que “gastaba mucha energía y se enfermaba” tratando de ayudarlos, de salvarlos.
También iba cambiando del buen trato al hostigamiento. “Con Cannes jugaban al ‘policía bueno-policía malo’: si uno te maltrataba el otro aparecía para consolarte”, apunta María Fernanda. Esa característica se relaciona con lo que describe Musacchio respecto de que los líderes “primero les hacen saber que son personas hermosas, o valientes, o con coraje, o con interés, o con más inteligencia que el común de las personas” y, en otro momento “le retiran esta admiración o este afecto, con lo cual la persona queda desubicada y deseando poder ocupar nuevamente el lugar de privilegio y admiración que perdieron”.
“Todo el tiempo manejaba al grupo a su antojo y nos enfrentaba entre nosotros –sigue María Fernanda–. Hablaba de maldad y de componentes maléficos en nuestras personalidades; contaba en público debilidades y problemas que le habíamos confiado en terapia. Desarmaba parejas y después intentaba armar otras entre los integrantes del grupo. Si no aceptábamos algo, era como si traicionáramos la ciencia sagrada”.
La salvación ante “el fin del mundo”
En su trabajo “Otra adicción: las sectas y su logro de inducir a dependencia y servidumbre”, Musacchio se refiere, precisamente, a la manipulación mística (“proceso sistemático, planeado y manejado por el líder del grupo y por sus ayudantes, por el cual debe verse al líder como omnisciente, omnipotente con poderes o atributos especiales”) y a la ciencia sagrada (“cualquier duda acerca de estos dogmas o doctrinas son la prueba fehaciente de la propia inadecuación personal, de los defectos, de los pecados”).
Por segunda vez en su historia, Díaz Aparicio eligió en medio de la pandemia Pozos Azules como el espacio de “salvación”. La primera vez fue en 2012, cuando llegó con un grupo desde Buenos Aires para protegerse del fin del mundo; la otra fue en medio de la pandemia. En su mudanza de Traslasierra a la ciudad de Córdoba hizo que dos seguidores que eran pareja se fueran a vivir juntos y le cedieran a él su departamento.
A ese lugar invitó a un grupo selecto –les llamaba la “elite”– a quedarse a vivir con él y su familia. “Nos aterrorizaba con la llegada del fin del mundo. Nos decía que amigos y conocidos iban a querer venir al refugio y nosotros teníamos que aprender a usar armas para defendernos. Argumentaba que nos trataba mal porque tenía que formar soldados porque era a matar o morir”, señala María Fernanda.
Hostigamiento permanente
“La forma en que más plata sacaba era con la terapia y con el terror que instauraba con enfermedades que solo él podía curar. La ciencia no alcanzaba, sí sus conocimientos superiores. Sostenía un bombardeo permanente a la cabeza. En la pandemia mandaba 60 mensajes por día al chat de la escuela con advertencias y alarmas de que moriríamos todos. Si no participabas, mandaba mensajes por privado preguntando por qué. Acosaba así”, afirma María Fernanda.
El grupo que llegó a Pozos Azules convivió desde marzo hasta octubre de 2020 sin agua caliente, sin luz y sin calefacción. Los testimonios indican que Aparicio Díaz los hacía trabajar “día y noche”, incluso haciendo guardias nocturnas; les pedía donaciones de dinero para la construcción y les hacía fabricar dulces para vender, pero que no podían probar. “El lugar era el refugio del fin de mundo y centro de enseñanza”, sintetiza María Fernanda.
Cuando fue al refugio la hicieron desnudar para ser “bautizada” por la “energía” de la pirámide construida en el terreno. A todos les aseguraba que la “radiación” los protegía de las muertes que causaba el coronavirus. En ese ambiente aislado les repetía que él era el “maestro instructor, único en el mundo”, que sabía cómo hacer “todo” y que por sus “videncias” sabía qué necesitaba cada uno.
Cuando empezó la investigación judicial –primero en el fuero provincial y, cuando estaba a punto de elevarse a juicio, pasó al federal– el líder ordenó quemar libros y tirar archivos, según coinciden varios integrantes de la escuela. Él impulsó a dos seguidores a denunciar a una médica exintegrante de la escuela por supuesta mala praxis; a su vez, la profesional denunció a la escuela.
En julio pasado, el juez federal, Miguel Hugo Vaca Narvaja dispuso la libertad bajo fianza de nueve de las 11 personas imputadas y detenidas en el marco de la causa de los “sanadores egipcios”. La investigación continúa.
LA NACION reconstruyó lo sucedido desde las detenciones. Por ejemplo, en las celdas de Villa Cura Brochero –antes del traslado a la cárcel de Bouwer– Díaz Aparicio hizo una “transformación” (algunos era la primera vez que lo veían). Se convirtió en un “viejo sabio” y, con esa supuesta personalidad, empezó a ordenar qué se debía hacer e incluso a señalar quién habría sido el responsable de que se iniciara la causa.
En la cárcel, Cannes compartió durante varias semanas el espacio con otras mujeres integrantes del grupo y, según señalaron, les controlaba con quién hablaban, qué decían, pedía ver lo que recibían y les administraba la comida.
Hasta no hace mucho, la mayoría de los detenidos –primero, como integrantes de una asociación ilícita, y ahora que la causa pasó a la Justicia federal podrían ser tomadas como víctimas–, siguió confiando en los “maestros superiores”, a tal punto de querer pagarles los abogados.
“Siguió el pedido, a través de mensajes, de que no contáramos lo que habíamos visto y sabíamos, porque nos podían tomar por locos. Además, hablar de eso era una ‘traición’”, concluye María Fernanda.
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