En el conurbano, la delincuencia arrasa mientras los políticos juegan a otra cosa
En zonas cada vez más vastas del conurbano, salir a la calle se volvió una misión peligrosa. A toda hora, a pie o en vehículos, con pistolas, cuchillos o, simplemente, con una actuación suficientemente verosímil como para causar pavor, los delincuentes atacan y amplían sus dominios. La reacción estatal para ponerles freno es cada vez menos eficaz.
Las paradas de colectivo alejadas de las avenidas son, cuando clarea o al caer la noche, una invitación al robo. Los hogares quedaron sitiados por un medio hostil que cada vez es más peligroso transitar. Pasó eso en Quilmes Este, donde Lucas Cancino, un chico de 17 años, murió acuchillado por delincuentes que quisieron robarle la bicicleta con la que se dirigía a su escuela.
Después del brusco descenso de las cifras de delitos en los primeros meses de la pandemia de coronavirus, producto de la fase más dura de la cuarentena, que llegó con un cerrojo en las calles, la lenta flexibilización fue acompañada por una fuerte y sostenida trepada de los hechos de inseguridad. Como si hubieran salido de una suerte de “síndrome de abstinencia”, los delincuentes retomaron sus prácticas más violentas. En algunas zonas del sur del conurbano, creció casi un 30% la cantidad de muertos en asaltos. Como el empresario Gonzalo Refi, en Lanús, o el subcomisario Rodrigo Becker, en Caseros, dos de las últimas víctimas.
Ya se ha dicho en estas páginas: en los 13.600 kilómetros cuadrados del Gran Buenos Aires, uno de los pulmones industriales y económicos del país, territorio en el que se deciden las elecciones nacionales, muchos de sus casi 15 millones de habitantes viven bajo la amenaza permanente del delito violento. Viven con miedo a morir.
El ciudadano que trabaja y paga sus impuestos espera de los representantes a los que vota respuestas urgentes y medidas eficaces que permitan reconstruir un tejido social en el cual poder desarrollar la vida en comunidad. Pero, en general, lo que han encontrado –especialmente en los últimos tiempos– es un espectáculo impúdico en el que, mientras la inseguridad arrasa con todo, los políticos juegan a otra cosa.
Ayer, mientras crecía la conmoción ante la seguidilla de asaltos mortales en menos de 24 horas, el ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, hacía un nuevo movimiento táctico. Llegó a la comisaría de Quilmes y mientras anunciaba que había tres sospechosos detenidos por el asesinato de Lucas Cancino, le echó la culpa a la Justicia por haber liberado “en cuatro días” tras un robo anterior a uno de los presuntos homicidas.
Entre el argumento de la Justicia laxa, de la “multicausalidad del delito” y de los grandes debates de la Argentina, licuó la cuota de responsabilidad que le toca como jefe de una policía escasa en número y en recursos, mal entrenada y casi siempre lejos de donde ocurren los hechos que aterrorizan a los vecinos.
Él, al menos, fue al lugar de los hechos. El ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández, en cambio, no opinó sobre el crimen ocurrido en su “pago chico”, Quilmes: prefirió seguir peleándose con periodistas por Twitter. Quizás hoy, en el acto en el que presentará el despliegue efectivo de 575 gendarmes en Rosario para realizar operativos especiales para frenar la violencia del narcotráfico, hable sobre la inseguridad que azota a ese conurbano en el que sus millones de ciudadanos viven bajo el constante terror del crimen.
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