El problema con los menores que delinquen no es el límite de edad, sino conocer qué les pasa y resolver qué hacer para ayudarlos
Un viejo libro de ajedrez tenía en su prefacio un cuento que narraba la breve historia de un hombre en plena noche, agachado bajo la luz de un farol. Otro hombre se acerca, le pregunta si lo puede ayudar, y el primero le replica que sí, que estaba buscando unas llaves que había extraviado. Al cabo de un rato de infructuosa búsqueda, el segundo le pregunta al primero si había perdido las llaves ahí, a lo que este le responde que no, que las había perdido más lejos, pero que allí estaba muy oscuro.
Con el respeto a los estudiosos del tema, me parece que la discusión acerca de si será más conveniente bajar o no la edad de imputabilidad penal resulta, al menos, extemporánea. Por dos razones básicas: una de carácter psicopatológico forense y otra de tipo institucional.
En cuanto a lo primero, pensar que todos los menores de 14 a 16 años tienen el mismo conocimiento del mundo y sus circunstancias, el estado de las defensas yoicas, sus habilidades interactivas y experiencia de vida, sin hablar de su personalidad de base y vivencias traumáticas con sus afrontamientos, es de una ingenuidad que no resiste críticas.
Sin entrar en otros detalles, los cambios culturales y tecnológicos que atraviesan a nuestra sociedad han creado otro tipo de menores, con otras capacidades de diverso nivel y una carga de información desconocida en otras generaciones. Si a esto sumamos la información genética y su expresión psicobiológica, se trata de menores/adolescentes con muy distinto nivel de capacidad de afrontamiento del entorno, dependiendo esto, en suma instancia, del ambiente al que pertenecen.
Por ello me permito sugerir, en primer lugar, y sin que esto sea considerado una audacia, que todo aquel menor de entre 14 a 16 años en conflicto con la ley penal sea pasible de un examen psiquiátrico forense, realizado por peritos oficiales, que permita dilucidar la eterna pregunta de los jueces: si en el momento de la comisión del hecho el imputado tuvo representación, intención y voluntad de producirlo, esto es, tuvo, independientemente de su edad, capacidad para comprender y dirigir sus actos.
A partir de esa respuesta, el magistrado interviniente podría adoptar las medidas procesales correspondientes.
El segundo tema, aún más importante, es el institucional. En pleno siglo XXI, ninguna administración ha podido responder todavía a la pregunta de qué hacemos con los menores que delinquen. ¿Cuáles son, en todo el territorio nacional, las instituciones dedicadas a la rehabilitación y recuperación de estos menores, y no solamente un lugar de encierro? ¿Cuál es el trabajo que se debe realizar para evitar que caigan en el circulo del delito, profundizando cada vez la gravedad del ilícito cometido? ¿Cómo sería una política coherente con la minoridad que delinque que permita torcer un destino enfocado en la carrera delictiva para transformarlo en una vida socialmente productiva para sí y para sus congéneres, independientemente del signo político gobernante? ¿Qué se hace con las familias de estos menores?
Son estas y otras parecidas las preguntas que, en lo personal, considero de fondo para evitar los males que los psiquiatras argentinos vemos con impotencia en una enorme población adolescente, bajo la forma de drogodependencia, la violencia, la enfermedad mental, la delincuencia y el suicidio, siendo esta última la segunda causa de muerte entre personas de entre 14 y 22 años, en la Argentina y en el mundo.
Si queremos cambiar el mundo, deberíamos empezar por los menores y los adolescentes, y dejar las discusiones bizantinas, abandonando la búsqueda de las llaves donde es seguro que no van a estar.
Andrés Mega es profesor universitario, médico psiquiatra, psicoterapeuta y legista
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