El drama de Ignacio Seijas. Allanaron su casa por error y le dispararon en la cara: perdió un ojo y la voluntad de vivir
En junio de 2020, fue baleado a un metro y medio de distancia por un efectivo de un grupo táctico que entró en su vivienda de Villa Centenario para hacer un operativo que debió haberse hecho en otra dirección, también en Lomas de Zamora
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Una madrugada de otoño, en 2022, a Ignacio Seijas, Nacho para los conocidos, lo encontraron subido al techo de la misma casa de Villa Centenario en la que, dos años antes, cuando todavía tenía 17 años, un oficial de la tropa de operaciones especiales de la policía de Lomas de Zamora le baleó la cara, haciéndole perder un ojo. “Había tomado la decisión de suicidarse, estaba listo para colgarse –recuerda Marina Candia, la madre–; decía que ya no se podía mirar al espejo, tenía una depresión terrible. Se sacaba la prótesis del ojo y me decía ‘¡mirá cómo me dejaron!, ¡me arruinaron!’. Si yo no hubiese llegado a tiempo para tirarme encima de él, mi hijo se hubiera matado”.
La mañana del 20 junio de 2020, el estallido del vidrio de la puerta de calle despertó a Marina y a Nelson Cabrera, su pareja de entonces. A los pocos segundos tenían las armas largas de los 12 efectivos del Grupo de Apoyo Departamental (GAD) de la comisaría Nº7 de Villa Centenario, Lomas de Zamora, apuntando a sus cabezas. Por reflejo, Marina abrazó a Ariadna, la hija menor, de 2 años, mientras a Nelson lo tiraban al piso, le pisaban la cabeza y le ataban las manos a la espalda con un precinto. El escándalo despertó a Nacho, que dormía en la otra habitación. Cuando se asomó, lo hizo con el cuchillo que funcionaba como picaporte de la puerta. El subteniente Antonio Daniel David no dudó y disparó una ráfaga de postas de goma. La distancia de los disparos –menos de un metro y media– explica la gravedad de las heridas: Nacho perdió el ojo derecho y soportó una operación para extraerle los perdigones que habían quedado alojados en la cara y en el interior de la boca. Después se supo que los policías buscaban elementos robados en una escuela de la zona, pero la dirección que debían allanar era otra.
El subteniente David no solo no debió disparar contra el adolescente, sino que ni siquiera debió haber estado en ese lugar.
El policía fue imputado por el delito de lesiones graves y vejaciones, pero tanto la querella, a cargo del abogado Eduardo Gómez, en representación de la familia, como la fiscalía insistieron hasta lograr la acusación por tentativa de homicidio agravado. David había cumplido su primer mes preso cuando la jueza de Garantías N°5 de Lomas de Zamora, Marisa Salvo, ordenó su liberación –luego confirmada por la Cámara de Apelaciones– al considerar que no había tenido intención de matar a Nacho al usar postas de goma en lugar de proyectiles de plomo. Desde ese momento, espera en libertad el comienzo del juicio oral.
“Lo peor de todo es que el policía sigue trabajando. ¿Cómo puede ser que una persona que integra un grupo especial, que supuestamente está tan capacitado como él, le dispare un tiro con una escopeta a un pibe indefenso a menos de un metro y medio?. ¿Cómo la Justicia va a decir que eso no es tirar a matar?”, se queja Marina.
“Una bomba de tiempo”
Desde aquella mañana en que el policía David le explotó el ojo de un disparo a quemarropa, Nacho vivió una pesadilla en continuado. “A raíz de lo que le pasó –cuenta su madre– tuvo muchas recaídas, intentos de suicidio; las pastillas que consumía para el dolor las empezó a mezclar con alcohol… se vino a pique, mal”.
Marina buscó la ayuda de profesionales, pero descubrió que la mayoría de los centros de recuperación de adicciones eran de internación voluntaria. “Lo que menos tiene un chico que se quiere morir es voluntad”, afirma, con el dolor de la experiencia a cuestas.
La madre firmó una autorización y logró el ingreso de Nacho a una clínica privada. Un mes y 22 días después, salió peor. “Me lo dieron totalmente dopado, no podía sostener ni una cuchara. Hablé con psicólogos y psiquiatras y me dijeron que estaba sobremedicado. Mi hijo no está mal de la cabeza, él está luchando contra una depresión”.
Hace dos meses, Nacho salió de otra internación, de casi un año. Si bien aún no maneja dinero ni sale con amigos, empezó a ayudar al padre en trabajos de herrería y tiene el proyecto de terminar el colegio secundario. “Estamos buscando especialistas que puedan tratar casos como el de Nacho, pero todos nos quedan muy lejos o son demasiado caros. Por un lado, está el tema emocional y el psicológico, la depresión que a él le generó lo que le pasó; y por otro, tenemos que seguir atendiendo el tema del ojo: hay que rellenarlo, curar las cicatrices, hacerle cirugías estéticas… hay muchas cosas por hacer para que él se vea mejor. Por ahora está controlado, pero es vivir con una bomba de tiempo”, reconoce la madre.
En marzo de este año, el Juzgado de Garantías N°5 de Lomas de Zamora elevó la causa a juicio oral. Sin embargo, aún falta el sorteo del tribunal que estará a cargo.
“A Nacho no puedo exponerlo porque le hace mucho daño, pero como mamá quiero llegar al juicio para esto que no le vuelva a pasar a nadie más. De alguna manera tuve suerte, porque mi hijo la puede contar, pero esto pasa muy seguido; la policía es muy agresiva con los pibes en los barrios, los juzgan mal por tener una gorra”, dice la mujer y concluye: “Nosotros no sabíamos lo que era el gatillo fácil, no conocíamos ese dolor tan grande, pero cuando nos pasó empecé a enterarme de las historias de muchos chicos que son asesinados por la policía y no salen en la tele. Por eso es importante que se haga justicia por Nacho. Yo, como mama, voy a golpear todas las puertas que hagan faltan para que el caso de mi hijo no quede impune como tantos otros”.
Vivir con miedo
“Estando acá, yo sigo con mucho miedo. Me separé y me quedé sola con mis hijos. Además de a Nacho, tengo a Ariadna, que también sufrió muchas secuelas, porque ella vio todo lo que vivió su hermano. Tengo miedo de que la policía tome alguna represalia con nosotros porque ellos lo conocen a Nacho, pasan todos los días por la puerta de mi casa; lo siento como una provocación”, dice Marina.
El temor de la mujer encuentra sustento en el pasado reciente. En abril de 2021, luego de una discusión con un vecino, Nacho fue llevado detenido a la Comisaría 7ª de Villa Centenario, la misma que un año antes acompañó el allanamiento que terminó con el disparo en el ojo. En la dependencia fue golpeado y una vez liberado, otro patrullero lo siguió para hostigarlo. Antes de dejarlo ir, le pegaron en la cabeza con la culata de un arma reglamentaria.
“Lo tienen de punto –se queja la madre–. Otra vez, Nacho estaba yendo a lo del padre, eran las siete de la tarde, y los policías de la misma comisaría lo pararon para preguntarle por qué llevaba puestos anteojos oscuros si ya era de noche. Mi hijo les contestó que le gustaba usarlos, no les explicó lo del ojo porque los policías ya sabían. Igual, lo pusieron contra el patrullero y le hicieron pasar un mal momento. Esas situaciones lo ponen muy mal; si justo ese día él estaba bien de ánimo, la policía se encarga de que el mundo se le venga abajo”.
La mujer también recuerda que los policías de la Comisaría 7ª de Lomas de Zamora fueron los encargados de trasladar a Nacho al hospital luego de haber sido baleado por el agente del GAD, y que al médico de turno solo le explicaron que era “un chorro más”.
“Hace un mes volvimos de Córdoba, porque quisimos instalarnos allá. Nacho estaba muy bien, lejos de todo, era otra vida, pero lamentablemente no conseguí cómo mantenernos y tuvimos que volver. Acá se hace todo muy difícil. Tuvimos que tirar abajo la pieza que era de Nacho, pero la puerta que me rompieron los policías para entrar ese día todavía la tengo”, concluyó Marina.
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