El crimen de Nora Dalmasso. Una investigación que dejó al desnudo la intimidad de la víctima, pero nunca se acercó a la verdad
Hubo tantas teorías como fiscales pasaron por el caso; llegaron a coincidir imputados por móviles completamente disímiles; ante el fracaso de ubicar al viudo en la escena del crimen, se lo convirtió en instigador y financista del homicidio sin siquiera identificar quién fue el asesino
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El bioquímico Daniel Zabala, que el primer día levantó de la escena del crimen rastros que, según su análisis, resultaron ser restos de semen de “linaje Macarrón”, dijo que el hecho de que la fiscalía hubiese desestimado la prueba genética iba a ser “una mancha” para el Poder Judicial de Córdoba. Sin entrar en la cuestión técnica ni desempatar entre el perito y los intérpretes de los indicios del expediente, aquella información contiene una verdad incontrastable: el caso Dalmasso será una mancha indeleble para la Justicia.
Quince años y ocho meses después, con el final del juicio y el cierre definitivo del caso, quedó totalmente expuesta la farsa en la que se convirtió esta investigación. Con hipótesis contrapuestas, con pruebas acomodadas en uno u otro sentido –o, a veces, desechadas sin explicaciones plausibles– según la teoría prevaleciente en cada momento de la pesquisa; con presiones mediáticas y políticas, intentos de salidas fáciles para atender el clamor popular y extrañas contorsiones para acomodar al viudo en la trama del hecho.
El caótico derrotero de la investigación atendió permanentemente la demanda morbosa del periodismo sensacionalista. Alimentó versiones que pusieron en el foco al poder político y económico de la época en Córdoba y expuso rumores sobre los poderosos contactos que, por encima y por debajo de la superficie de la exposición pública, navegan de un lado a otro con capacidad para torcer voluntades.
En su endeblez de pruebas sólidas e indicios verosímiles, la pesquisa puso al desnudo la intimidad de la víctima. Con la excusa de la búsqueda de un móvil para el crimen, la vida privada de Nora Dalmasso quedó impúdicamente expuesta. Y esa afrenta ni siquiera fue un medio para que la Justicia se acercara a la verdad. Al contrario: solo sirvió para criminalizar a la víctima. Sexo, política, dinero eran los ingredientes de una poción irresistible para la opinión pública y, al mismo tiempo, un veneno de acción lenta, pero eficaz, para el destino de la causa.
Conviene repasar el curso del proceso, desde los frenéticos primeros días posteriores al crimen hasta la languidez del final casi anunciado, sin asesino a la vista, sin justicia para la memoria de la víctima. Hubo casi tantas teorías del crimen como fiscales tuvieron en sus manos los destinos de la instrucción. Hubo imputados que coexistieron, pero como protagonistas de hipótesis excluyentes entre sí. Y hubo rumores que dejaron profundas huellas en Río Cuarto.
Lo primero que debe recordarse es que el crimen ocurrió en un barrio cerrado, en la casa de la víctima, de 51 años, que ese fin de semana, el último de noviembre de 2006, estaba sola: su marido, el traumatólogo Marcelo Macarrón, cinco años menor que ella, había partido el jueves hacia Punta del Este, donde jugaría un torneo de golf de aficionados; su hijo mayor, Facundo, de 20, estudiaba derecho en Córdoba capital, y su hija Valentina, de 16, estaba en un viaje de estudios en los Estados Unidos.
Nora había cenado con siete amigas en un resto pub de moda, habían estirado la velada en la casa de una de las “congresistas” y se fue en su VW Bora al chalet de la calle 5 de Villa Golf. Al despedirse, les dijo a sus amigas, enigmática, que “no la molestaran en todo el fin de semana”. Ninguna de ellas le preguntó por qué, y si lo hicieron –y recibieron respuesta– nunca lo contaron, al menos no a la Justicia. Eran las 3.25 del sábado 25 de noviembre. Poco después de eso se registraron los últimos contactos de Dalmasso, los mensajes de texto que intercambió con el contador Guillermo Albarracín, con quien mantenía una relación íntima. Hasta el domingo a la tarde, cuando un vecino, Pablo Radaelli, acudió a la casa por pedido de Nené Grassi –la madre de la víctima–, entró por la puerta trasera, que estaba abierta, subió las escaleras y encontró a Nora sobre la cama de su hija. Muerta. Solo cubierta con una bata de baño, su Rolex puesto y el cinturón de la bata alrededor de su cuello en una doble vuelta con lazo.
El hallazgo del cadáver fue el prefacio de la sucesión de desatinos en la investigación. Primero, la alteración de la escena del crimen. El cura confesor de Dalmasso, el padre Jorge Felizzia, conmocionado por lo que tenía delante de sus ojos, pidió que cubrieran el cuerpo de la mujer exánime; y un policía lo complació. Pasaron por allí el fiscal Javier Di Santo, los hermanos de Nora –Juan y Susana–, el padre de Marcelo Macarrón, vecinos curiosos, policías que pisaron, tocaron y movieron cosas de un lugar que debió haber sido mantenido inmaculado, con presencia mínima de criminalistas que documentaran cada paso. Fue necesario, posteriormente, que todos los que estuvieron en el chalet debieran someterse a un examen de ADN para descartar contaminaciones de otros rastros biológicos levantados por los peritos, entre ellos, el líquido blanquecino que encontraron en las partes íntimas de la víctima, presumiblemente, semen.
Esa escena que sugería una eventual actividad sexual de la víctima antes de su muerte (no exenta de violencia, dado el lazo en el cuello que había producido la muerte de Dalmasso por asfixia mecánica) hizo que los investigadores se enfocaran en la vida íntima de Nora. Eso disparó los rumores y los nombres de hombres que pudieron haber tenido algún tipo de relación con ella se multiplicaron. De hecho, el primer “sospechoso” que se presentó ante el fiscal fue Rafael Magnasco, asesor de la Secretaría de Seguridad de Córdoba, que pidió ser imputado para poder someterse a un cotejo genético que lo dejara totalmente fuera del caso.
Entrado el verano de 2007, el fiscal Di Santo, que ya contaba con el auxilio de sus pares Fernando Moine y Marcelo Hidalgo, avanzó en una hipótesis más prosaica: Dalmasso había sido víctima de un asalto sexual. Se lo atribuyó a Gastón Zárate, un albañil y pintor que había participado de las obras de refacción de la casa de la víctima. Le atribuían el conocimiento de la escena y haber violado a Nora durante un intento de robo. Pero en el cuarto no había rastros de una escena de lucha y nada faltaba: ni el reloj, ni las joyas de la víctima, que estaban en la mesa de luz, ni la plata y las tarjetas, que seguían en la billetera.
La sociedad riocuartense se dio cuenta enseguida de lo que pasaba: Zárate era el “perejil” con el que la policía pretendía cerrar rápido el caso. Se movilizaron. La “marcha del perejilazo” fue suficiente para que el pintor, que había sido arrestado, quedara libre, aunque siguiera imputado.
A mitad de año, Di Santo dio un nuevo volantazo. A instancias del análisis genético que revelaba que el líquido seminal hallado en el cuerpo de la víctima tenía los cromosomas del “linaje Macarrón”, decidió imputar a Facundo, el hijo de la víctima. El chico declaró durante horas e insistió con que, cuando mataron a su madre, él estaba en una fiesta del Rotary en Córdoba capital. Pero, peor aún, las circunstancias lo forzaron a declarar su orientación sexual.
Facundo Macarrón y Gastón Zárate estuvieron, durante mucho tiempo, coimputados como autores del mismo delito (la violación seguida de muerte), pero con motivaciones absolutamente disímiles (el incesto, en un caso; el robo y la agresión sexual, en el otro).
El misterio del hombre en la escena del crimen
Di Santo fracasó en su tarea y la causa entró en un letargo de años. Hasta que el fiscal Daniel Miralles tomó a su cargo el caso. Ya contaba con la determinación de que aquel “linaje Macarrón” usado inicialmente para imputar a Facundo se refería, específicamente, al ADN de Marcelo Macarrón. Necesitaba poner al viudo en la escena del crimen. Pero Macarrón había estado todo el fin de semana en Punta del Este, acompañado por una decena de personas, la mayoría, amigos suyos y de la víctima.
Necesitaba encontrar una ventana horaria en la que el viudo no hubiese estado en contacto con otros. La esbozó en una teoría que jamás pudo probar técnicamente: sostenía que cuando los demás se fueron a dormir, él tomó un avión privado en Punta del Este, aterrizó en Río Cuarto, fue a su casa, tuvo relaciones sexuales con su mujer, la mató, regresó a Uruguay y desayunó con sus amigos antes de una nueva vuelta de 18 hoyos en los greens esteños.
Obturada esa vía, el papel de Miralles languideció. Quien lo sucedió, el fiscal Luis Pizarro, tomó nota de ese nuevo fracaso. Y a sabiendas de que era fácticamente imposible situar al viudo en la escena, decidió desestimar la prueba genética –eso que le criticó el bioquímico Zabala– y le atribuyó un nuevo rol en el crimen: el de instigador y financista. Esbozó un móvil: el matrimonio se resquebrajaba, Nora quería separarse y le reclamaba a Macarrón el reparto de los bienes y el dinero (visible y eventualmente oculto); él se oponía, y resolvió ponerle fin a la situación contratando a un sicario para que matara a su esposa y montara la escena de un supuesto ataque sexual.
Posible en los papeles, pero inverosímil a la luz de las pruebas. Nunca se avanzó en identificar al sicario ni aparecieron indicios que siquiera mencionaran la preparación del crimen. Pero avanzó hacia el juicio igual, con la imputación del homicidio por promesa remuneratoria y el móvil económico como excusa criminal. En el camino, el paso del tiempo hizo que la causa prescribiera, excepto en el caso del viudo, que tendría que enfrentar al jurado popular.
Como dijo el fiscal de Cámara en la última audiencia del juicio, resignado, esa hipótesis se caía a pedazos: la víctima había tenido relaciones sexuales consentidas. Él mismo lo explicó: “No puedo sostener que la mató un sicario, no porque no haya prueba, sino porque hay prueba de que hubo un acto sexual consentido. El acto sexual consentido echa por tierra un acuerdo criminal”.
Una cosa es segura: alguien mató a Nora Raquel Dalmasso. Es casi un hecho que jamás se sabrá quién fue.
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