Droga letal. El fantasma de otra epidemia asoma tras las flagrantes falencias del aparato estatal
Los hospitales del corredor noroeste del conurbano tienen desde ayer sus salas de terapia intensiva atestadas de pacientes que quedaron al borde de la muerte tras consumir una sustancia aún desconocida. El Ministerio de Salud bonaerense decretó, en consecuencia, una alerta epidemiológica. Una nueva epidemia, la de una droga mortífera, acecha a miles de consumidores de estupefacientes que pudieron haber comprado las dosis venenosas.
Un histórico investigador de temas de narcotráfico recordó, a media tarde, las noticias que llegaban desde los Estados Unidos en septiembre del año pasado. Allí habían sido testigos de una seguidilla de casos de adictos que morían súbitamente tras el consumo de una sustancia que había inundado, sobre todo, los barrios de clase trabajadora. Se trataba de cocaína mezclada con fentanilo, un opiáceo 50 veces más poderoso que la heroína.
Aquí en la Argentina, a media tarde, la pregunta era con qué sustancia había sido adulterada la cocaína que cientos de clientes habían ido a buscar a su habitual proveedor en una villa de los confines del partido de Tres de Febrero, cerca del Camino del Buen Ayre y la Ceamse.
El ministro Berni, que siempre aparece allí donde sabe que habrá un caso que atraiga las cámaras y alimente el morbo de la opinión pública, se puso a la cabeza de varios allanamientos en los que la policía “pasó el rastrillo” y, como es habitual, arrastró a justos y a pecadores.
Para esa hora, los procedimientos policiales le ponían al caso el típico marco de lucha contra el narcotráfico. Y la hipótesis era, también, una que se adecuaba a la misma lógica: en un contexto de guerra entre bandas en un mismo territorio y un mismo mercado, una le envenenó las dosis a la otra para hacerla desaparecer con un solo golpe. Como si al mercado de la droga no le supusiera un golpe letal el hecho de que al menos 17 personas murieran de forma devastadora y al menos otras 56 quedaran internadas, entubadas, con pronóstico incierto. El fiscal general del distrito abonaba la hipótesis de la adulteración intencional y conjeturó con el ajuste de cuentas entre bandas narco.
Pero aquella imagen de consumidores que, con el primer consumo de dosis “normales” de lo que creían “la cocaína de siempre”, caían desvanecidos, y la evolución del cuadro clínico de los pacientes que, aun intubados, llegaban a ser estabilizados, habilitó otra visión posible.
Lo que habían tomado no era cocaína, era otra cosa. Lo que los había intoxicado era un opiáceo. El tratamiento recomendado era la naloxona, precisamente, una sustancia antagonista de los opiáceos (como la heroína, la morfina o el fentanilo que desde hace un año cambió parte del mercado de las drogas callejeras en los Estados Unidos y en México).
Eso afirmaba el Ministerio de Salud bonaerense en un comunicado cuyo título exime de todo otro comentario: alerta epidemiológica.
La situación es de tal gravedad que las autoridades pidieron a quienes hayan comprado y consumido cocaína y comenzaran a experimentar síntomas, vayan urgente al hospital.
Incluso Berni recomendó a todo aquel que hubiese comprado drogas en la zona del corredor noroeste del conurbano (donde desde hace décadas los especialistas señalan que está uno de los enclaves más poderosos del crimen organizado) que las descartara.
Este consejo “oportuno” deja al desnudo la impericia del aparato estatal para combatir con algún nivel de eficacia el problema real de las drogas: el microtráfico, la venta minorista y el consumo de sustancias tóxicas de origen incierto (ilegal, por supuesto) y composición desconocida y potencialmente letal.
La cocaína que se consume en la Argentina cruza toda América antes de llegar a los centros urbanos. Salta los controles fronterizos, elude los retenes en las rutas y los ríos, se acumula y se fracciona antes de llegar a cientos de búnkeres desparramados por las áreas urbanas y suburbanas de las principales ciudades del país.
Miles de compradores saben a dónde ir para conseguir su dosis. Casi nunca encuentran impedimento para hacerlo. Más allá de golpes esporádicos y efectistas, las bandas del narcomenudeo reinan sin que los organismos del Estado las molesten. Así, venden su veneno, sin que les importe desatar una nueva epidemia
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