Cuando la violencia le gana a la salud
LA NACION pasó una noche en el Hospital Interzonal de Agudos Lucio Meléndez, en Adrogué, donde los médicos y los pacientes viven situaciones que preocupan; los testimonios hablan de una crisis inocultable
LA PLATA.– Dos perros flacos, uno blanco y uno negro, dormían en unos asientos incómodos, frente al buffet enrejado del hospital. Al lado había un hombre cansado con un chico en brazos: todos los bancos de plaza ubicados un poco más adelante, frente a la guardia pediátrica, estaban ocupados. Allí, el espacio estaba saturado de llantos, voces y un persistente olor a leche vomitada. Lorena Martínez, de 29 años, había llegado, a las 20, con su hijo de cinco. Le pidió a un guardia de seguridad que llamara a alguien de limpieza, pero el charco espeso y rancio seguía ahí una hora después.
"No pueden estar acá", dijo a LA NACION el guardia, tal vez el que había olvidado el pedido de Lorena, con tono de agente subalterno que se da importancia.
Aquí, en el Hospital Interzonal de Agudos Lucio Meléndez, en Adrogué, no suele haber más de tres vigiladores, pero había siete, y las autoridades les habían arrogado una potestad imposible: prohibir a la prensa el derecho de mirar. Las repercusiones del violento enfrentamiento en el hospital de Moreno donde hubo ocho heridos aún flotaban en los hospitales públicos.
"Historias como la de Moreno, bueno, acá hubo miles. Por ahí, cae una banda a pedir que atiendan rápido a un herido. Hace unos años, un domingo, balearon a un médico y mataron a un policía. Habían traído a suturar a un detenido que se había cortado a propósito, para que lo vinieran a rescatar. Ahora hay uno o dos baleados internados", dijo el cirujano de guardia Hernán Brizuela, que tiene 50 años y hace 20 que trabaja en el hospital.
Un rato antes, cuatro tipos habían preguntado por uno de los baleados. "Soy su sobrino", le dijo uno al guardia que lo interceptó. Unos metros más atrás, estaba el hermano del baleado, que le advirtió al guardia: "Ése no es el sobrino. No lo conozco". El guardia volvió con los cuatro tipos: "No pueden pasar. Sólo familiares directos". Tal vez eran de una banda rival y venían a ajusticiarlo, pensó el guardia, y luego comentó esa sospecha a LA NACION. "Es normal", dijo
Hay otra violencia, además de la delictiva: una violencia compacta que aprieta a la paciencia. La mugre, las esperas dilatadas, la falta de personal, de espacio y de insumos, el abandono que se expande como la sarna por las paredes, los pisos y los techos, todo eso envuelve a las personas para que muestren sus costados más primales: el egoísmo y la furia. Algunos consiguen contenerlas, otros no.
Una mujer con un bebe en brazos empezó a gruñir y se puso de pie. Al lado, un hombre aburrido miraba sin interés el cuadro de una madre amamantando a un bebe; su hijo hacía muecas frente a una cámara de seguridad enrejada, que estaba al lado de un reloj que no funcionaba y de una cruz. La mujer que gruñía caminó hacia el sector de la guardia de adultos. Allí hay un pasillo que conecta con la puerta trasera del consultorio pediátrico.
Puñetazo
"Muchos se ponen nerviosos y dan la vuelta. Yo nunca fui. Me da miedo que me lastimen", dijo Lorena, después de dos horas de espera. Leandro Pérez, de 38 años, acotó: "Te atienden si sos pesado. He visto cómo patean la puerta". La mitad inferior de la puerta del consultorio pediátrico está remendada con policarbonato.
Una mujer joven con guardapolvo blanco salió del consultorio pediátrico. La madre nerviosa se calmó. Un rato antes, la médica había tenido que enfrentar a dos padres coléricos que se habían enojado porque había hecho pasar primero, de urgencia, a un bebe que se había caído. Cuando terminen las 24 horas de guardia, a las ocho de la mañana, la pediatra habrá atendido, como mínimo, a 200 chicos. La falta de sueño ensuciará el entorno de sus ojos con una mancha verdosa y la boca se le secará. Volvió al consultorio, antes de que la rodeen con sus insultos otros padres irascibles.
Unos metros más adelante, está el consultorio de traumatología. Gustavo Caballero despidió a un paciente e invitó a pasar a LA NACION a una habitación descascarada, con unas instalaciones eléctricas a la vista, peligrosamente endebles. Después contó que una noche, a mediados de agosto pasado, llegó un hombre accidentado acompañado de dos mujeres; lo atendió Osvaldo, un médico que hacía guardias ad honórem. Gustavo, mientras tanto, asistía a otro paciente. Cuando Osvaldo terminó, una de las mujeres le pidió la constancia del accidente para hacer la denuncia. Osvaldo le explicó que se la entregarían en la administración a la mañana siguiente, ya que por las noches no había nadie. La mujer insistía, mientras otro hombre esperaba que asistieran a su hijo.
"Dale, ya te atendieron, dejalo atender a mi hijo", dijo este hombre, y casi al mismo tiempo, el accidentado que reclamaba el documento se incorporó, apretó el puño y le dio directo a Osvaldo; fue un golpe explosivo que le rompió el malar. Osvaldo, que trabajaba ad honórem, no volvió al hospital.
"La mujer insistente era abogada; también venían con un policía. Después nos dijeron que había policías que cobraban 1500 pesos por pasar datos de accidentes a los abogados", dijo Caballero, y abrió la puerta que conducía al pasillo.
Ana Rígali, de 59 años, mostró los pañales descartables de su marido, que había sido operado de la vejiga y la próstata una semana antes y todavía tenía la sonda. Había llegado a las diez de la noche, eran las doce y media y aún continuaba esperando.
Hicieron pasar al hombre doblado por el dolor de su hígado. Alguien abrió la puerta y llegaron unas voces desde el playón. Un chofer giraba la llave de la ambulancia una y otra vez, pero el motor estaba mudo. Pidió ayuda. Ahora eran tres los que miraban el tambor de la cerradura con cara de no entender nada. Salió un camillero que parecía un luchador de catch, y gritó: "¡Me pueden correr los vehículos!".
"¡Si tenés ganas de empujar, vení a correrla vos!", le contestó el chofer.
La noche avanzó lentamente y el hospital empezó a vaciarse. Afuera, la oscuridad se había vuelto espesa. Apenas se oía, como un eco lejano, el ruido del tránsito nocturno. El resto era silencio.
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