El ganado suelto y un tractor quieto atravesado en el medio de una de las parcelas. Las luces, prendidas durante días. Todo tan fuera de lugar que un vecino se acercó hasta la casa principal –pintada por dentro y por fuera con colores pintorescos, verdes, rosados, celestes–, pero no se animó a entrar y decidió llamar a la policía.
Dos recientes tormentas habían pasado por la estancia La Payanca, de General Villegas, cuando finalmente el 9 de mayo de 1992 agentes de la policía bonaerense entraron y encontraron lo que aquel vecino intuía, pero no se atrevió a ver: los cadáveres, ya en estado de descomposición, de seis personas. Todas asesinadas con disparos de arma de fuego, a sangre fría.
Primero hallaron a María Esther ‘Chila’ Acheriteguy, la dueña de la estancia, y a su hijo José Luis Gianoglio. Tenían 46 y 22 años; habían sido baleados en la cabeza y en el torso, dentro de esa casa que hoy, mientras los árboles la envuelven poco a poco, luce herrumbrosa, ya sin ventanas ni puertas.
En esa hacienda a la que se llega por un largo camino de tierra oscura que corta el horizonte del sembradío los asesinos no encontraron dinero en efectivo, incluso dejaron en el casco de la estancia facones con incrustaciones de oro y plata. En un galpón lindero, aquella tarde, los policías también hallaron asesinado a Francisco Luna, el peón rural que dormía allí.
El 10 de mayo de 1992, tras los rastrillajes que siguieron a la conmoción del sangriento hallazgo, se confirmó formalmente que las víctimas eran, en realidad, seis. Cerca de la tranquera, los criminales habían matado con múltiples golpes en la cabeza y dos balazos a Alfredo Raúl Forte, el esposo de ‘Chila’.
Junto a él yacía un peón tractorista llamado Eduardo Gallo; tenía impactos de bala en el brazo y en un ojo: había intentado defenderse. Un segundo peón –carpintero de oficio– quedó vivo cuando se desató la matanza. Hugo Reid, que quiso escapar de los homicidas. Huyó por un maizal con sus pocas pertenencias dentro de una bolsa. Llevaba tres casetes de música, ropa y un facón que había pedido prestado y debía devolver. No lo logró: fue fusilado con dos tiros en la cabeza.
Los habitantes de la zona que jamás abandonaron aquel paraje del corazón agroproductivo bonaerense son entrevistados esporádicamente por algún cronista que llega para contar historias en este destino olvidado. Esos vecinos todavía intentan entender qué sucedió allí, porque aún no se sabe quiénes protagonizaron tan violento ataque en una finca apacible: por los senderos de La Payanca, según declararon esos mismos pobladores a la prensa y ante la Justicia, no se advirtieron movimientos extraños o preocupantes durante las horas inmediatamente previas a la masacre.
Claudia Gianoglio, hija de ‘Chila’, fue la única de la familia que, sólo por no haber estado allí a la hora señalada, sobrevivió a la matanza. Dolorosamente se convirtió en la heredera de esas parcelas que hace décadas son sembradas con soja y maní.
Los policías locales hallaron los cadáveres en una hacienda que parecía saqueada; pero ahí, en realidad, aún había objetos de alto valor y autos en buen estado. Por eso, desde la Jefatura de la Policía Bonaerense se comisionó a la escena del crimen a un grupo de detectives de la brigada de San Justo, a los que se sumaron veteranos oficiales de la Dirección General de Investigaciones de la fuerza provincial.
Así fue que, con capotes largos azules y ametralladoras FMK-3, los agentes bajo el mando del recio comisario Mario "Chorizo" Rodríguez coparon la estancia bajo las órdenes del juez de Trenque Lauquen Guillermo Martín, que asumió la investigación. Pero todo fue cuesta arriba y la pesquisa entró en terrenos pantanosos que la conducirían a un destino brumoso. "Es un caso muy confuso. Todas las líneas de investigación se fueron pinchando. Lo único que sabemos es que hay seis víctimas y que murieron de 22 balazos? La verdad es que eso no aporta mucho?". Así, desorientado y confundido, se confesaba el propio Martín tres semanas después del descubrimiento de lo que quedaría inmortalizado como La Masacre de General Villegas.
La maldición de la tranquera
Hasta el día del hallazgo de los cuerpos, solo una historia de sangre conocían los animales, los árboles y las tierras fértiles de La Payanca: en noviembre de 1985 –siete años antes del séxtuple homicidio– el peón Horacio Ortiz asesinó de cuatro tiros a Alfredo Gianoglio, primer esposo de Chila Acheriteguy.
Ortiz, que vivía allí, en el mismo campo, descubrió que Alfredo Gianoglio mantenía una relación sentimental con su esposa. Según testimonios recogidos en el libro del escritor Osvaldo Aguirre Enigmas de la crónica policial: grandes crímenes sin resolver, el estanciero humillaba a su empleado y se burlaba de esta situación. Finalmente, el peón decidió asesinar a su patrón.
Descubierto el múltiple homicidio, los pesquisas no pasaron por alto ese obvio antecedente. Según surge de aquel libro, en un primer momento pensaron que quizás Ortiz estuviese involucrado.
Pero esa hipótesis fue rápidamente descartada. Luego de matar al estanciero, en 1985, la propia viuda le pagó al peón una buena defensa para enfrentar la causa judicial. Y les pidió a los hijos y a la esposa de Ortiz que abandonaran La Payanca para siempre.
Así que Ortiz cumplió ocho de prisión años por su venganza; en 1991 cruzó los muros de la prisión y recuperó su libertad. La policía descartó su participación en la concreción de los seis homicidios de 1992 cuando comprobaron que aquel hombre estaba radicado en otra ciudad.
Hoy, 27 años después de aquellos crímenes, dos cruces de metal, oxidadas, custodian la tranquera de La Payanca; la puerta de entrada a ese lugar maldito de las siete muertes; cruces que alguien puso para honrar la memoria de los peones asesinados en 1992, cuyos familiares se encargaron de impulsar reclamos y decenas de marchas de justicia, cada semana, durante más de una década. Todo para no conseguir nada.
La búsqueda de pistas para esclarecer la masacre se tornó casi imposible en una escena del crimen alterada por las dos tormentas que habían caído entre la ejecución de los homicidios y el hallazgo de los cuerpos. Durante los días de la masacre, en los alrededores de General Villegas estaba a pleno la temporada de caza menor; había por la zona algunos turistas aficionados de los rifles. Nada fuera de lo común.
La hipótesis de un eventual ajuste de cuentas por drogas fue descartada y cobró fuerza la idea de que la familia tal vez hubiese sido víctima de una gavilla que se había enterado de que Chila y sus hijos esperaban un préstamo bancario. Mientras los pesquisas buscaban datos que permitieran esclarecer el crimen, descubrieron en las entrevistas con allegados a las víctimas que la dueña de la estancia atravesaba complicaciones económicas con el proyecto de agricultura y ganadería que desarrollaba en La Payanca. Para hacerles frente solicitaron una importante suma de dinero al Banco Provincia. Pero no llegaron a recibir el efectivo. Esta pista también se cayó.
Durante la investigación, cuatro habitantes de la zona –Jorge Vera, Carlos Raúl Fernández, José Khunt y Julio César Yalet– fueron acusados y detenidos por los seis crímenes. Pero la Cámara de Apelaciones de Junín ordenó, seis meses después, su liberación por falta de pruebas. Al abandonar la cárcel, el cuarteto embistió contra el juez y los policías: denunciaron torturas y vejaciones que tenían por objetivo que aportaran datos acerca del hecho o asumieran la culpa de la masacre.
En ese raid de capturas, la asociación veloz e inconducente de sospechas aisladas tornó la búsqueda implacable, pero también anárquica. En el proceso cayó el policía Guillermo Díaz, que poco tiempo antes de los homicidios había robado dos armas a un allegado de los dueños de La Payanca. Luego, los peritajes demostraron que las armas robadas por el agente eran diferentes de las utilizadas en el múltiple homicidio.
"A los investigadores no les cerraba la hipótesis de un robo que se hubiera complicado. Había mucho ensañamiento en los cuerpos de las víctimas; sus rostros estaban totalmente destrozados, los cráneos hundidos, en cuerpos que ya habían recibido balazos", describe el escritor Diego Zigiotto en Buenos Aires Misteriosa, al reconstruir los hechos de este crimen.
Los responsables de las seis muertes nunca fueron encontrados. Claudia, la hija de María Esther ‘Chila’ Acheriteguy, se hizo cargo del campo, arrendó las hectáreas y dejó que la casa de la masacre fuera derruida por el simple paso del tiempo.
Según cuenta el libro de Zigiotto, aunque todavía permanece en pie la estructura de lo que fue el casco de la estancia La Payanca, los peones que aún trajinan la tierra en esa zona se niegan a descansar cerca de esa enorme vivienda cuando la noche los sorprende trabajando en sus parcelas.
Edición de Fotos de Archivo: Juan Trenado
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